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En su libro Poéticas del cine, el cineasta Raúl Ruiz recuerda cómo, a diferencia de otros niños, le aburría soberanamente que sus padres lo llevaran al cine los domingos. Sin embargo, le fascinaban los gazapos que se colaban en las películas: saltaba de alegría cuando en la pantalla irrumpía un imprevisto que desbarataba la naturaleza ordinaria de las historias. El reflejo de un operador en un espejo, un micrófono intruso, un extra distraído o confundido cuyos gestos desentonaban con la narración, un reloj digital en la muñeca de un gladiador, un avión surcando un cielo medieval o incluso una elipsis involuntaria causada por un error del proyeccionista al ordenar las bobinas. Llegó a imaginar que estos elementos no eran meros accidentes, sino ventanas a otras películas posibles, imaginarias, que convivían en secreto con la película visible, a la espera de ser descubiertas por un espectador intrépido, dispuesto a mirar más allá de las convenciones del cine tradicional.
El joven Ruiz imaginaba nuevas películas que nacían de esos deslices: ¿qué ocurriría si la cámara abandonara de pronto a sus protagonistas para seguir al operador reflejado en el espejo? ¿O si el extra distraído se rebelara, saltando al primer plano para exigir un papel principal en la historia? ¿O si el gladiador resultara ser un viajero del tiempo y la trama medieval diera paso sin más preámbulos a una película de aviadores? En su imaginación, las películas no eran contenedores cerrados, sino constelaciones abiertas, llenas de trampolines hacia otros mundos, que dedicó toda su carrera a invocar. Más médium que cineasta, exploró con audacia los rincones ocultos y los pasadizos secretos de la narración. En sus obras, siempre insólitas y transformadoras, desbarató las reglas del relato clásico para revelar un horizonte de posibilidades infinitas y de una belleza difícil de atrapar con palabras. Puro cambio, pura acción. A diferencia de los grandes autores de su tiempo, que concebían sus películas como microcosmos en los que introducir obsesiones personales y estilísticas, Ruiz veía las suyas como macrocosmos: universos expansivos, llenos de singularidades, bifurcaciones y realidades paralelas, donde incluso el espacio y el tiempo eran entidades maleables, en perpetua transformación.
Muy pocos directores se han atrevido a adentrarse en los territorios salvajes del cine como lo hizo Raúl Ruiz. Resulta asombroso que, ciento treinta años después del invento de los Lumière, tantas posibilidades del medio permanezcan inexploradas: vastos territorios vírgenes de un arte que aún está por llegar. Mientras tanto, la industria, los festivales, los autores y los espectadores siguen pescando en los mismos ríos de siempre, mientras la maquinaria del mercado refina sin descanso sus mecanismos de persuasión. Los escasos cineastas que alimentaban el verdadero placer del descubrimiento van desapareciendo, y el anhelado reemplazo, por ahora, parece tímido y dubitativo.
El reciente fallecimiento de David Lynch cierra una de las últimas vías verdaderamente radicales que se abrieron en Hollywood en las últimas décadas. Su proyecto compartía con el de Raúl Ruiz una fascinación infantil por el misterio, el desdoblamiento y los mecanismos que dinamitan constantemente las expectativas del espectador. Sus películas están habitadas por paisajes y objetos –una llave, una caja, unos labios femeninos, una pistola– que operan como puertas hacia otras películas escondidas, dimensiones paralelas que evocan una vertiginosa amplitud. Sus personajes transitan por pasillos, callejones y carreteras serpenteantes, espacios liminales donde las reglas conocidas se suspenden, y todo parece posible. En esos territorios ambiguos, cualquier gesto inesperado puede accionar el mecanismo oculto que lo transforma todo: las tramas giran vertiginosamente sobre sí mismas, los protagonistas cambian de identidad y las narrativas se fracturan abruptamente, en una gloriosa fiesta de incertidumbres, desvelamientos y ocultamientos que desafía todas las reglas establecidas.
Lynch trabaja desde dentro de las convenciones del clasicismo estadounidense, manipulando arquetipos y códigos reconocibles para adulterarlos deliberadamente y revelar su reverso oscuro. Como el vagabundo espectral de Mulholland Drive, siempre hay algo al acecho detrás de sus imágenes, dispuesto a embrujarlas y transfigurarlas. En sus historias, los momentos extraordinarios, que en los relatos tradicionales aparecen puntualmente y funcionan como catalizadores de la acción, se convierten en la norma. Lo excepcional se multiplica, y sus películas parecen recomenzar una y otra vez, reinventándose sin descanso. Esta lógica de principios perpetuos, donde las tramas se reescriben y los personajes renacen en ciclos interminables, constituye su particular asombro, su extraña belleza suicida.
La sensibilidad de Lynch atraviesa sus imágenes como una corriente subterránea, cargándolas con una poderosa energía emocional y simbólica. Nos parece que cualquier cosa puede ocurrir, o, mejor dicho, que todo ocurre al mismo tiempo. En apenas un par de horas, sus películas nos arrastran a través de múltiples posibilidades narrativas, sin llegar a decidirse nunca por una sola, apuntando a una oscura forma de utopía cinematográfica. Como espectadores, somos llevados a nuevos estados de conciencia, nuevas visiones, que no siempre se corresponden con nuestras expectativas. Perdemos pie en un océano de visiones contradictorias. En el arte de Lynch, la promesa incumplida se erige como una fuerza primordial del relato: cuanto más nos adentramos en la oscuridad, más nos abandonamos al desconcierto, con la esperanza de encontrar, quizá, la luz al final del túnel.
Citando a Franz Kafka en una carta a Robert Klopstock que, aunque se refiere a un capítulo de El castillo, bien podría referirse a cualquier película de Lynch: “[…] nos encontramos en un camino que conduce a un segundo camino, y luego a un tercero, y así sucesivamente, y puesto que el camino verdadero está todavía lejos de atisbarse y quizás no lo sea jamás, como, en consecuencia, estamos del todo entregados a la incertidumbre, aunque también, al mismo tiempo, a la inconcebiblemente bella diversidad, la realización de nuestras esperanzas […] es el milagro siempre esperado, pero también, a modo de compensación, siempre posible”.
Lynch dijo en una ocasión que Kafka era “el único artista a quien podría llamar mi hermano”. Ambos compartían el placer de perderse en el interior de sus propios dispositivos narrativos, laberintos infinitos que se ramifican con un afán devorador, siempre bordeando el abismo, pero rescatados por un humor singular que les permitía, de alguna forma, aterrizar del lado de lo humano. Quizás por eso ambos muestran una propensión hacia lo inacabado: las novelas que concluyen en mitad de una frase, las películas atravesadas por elipsis insólitas y elementos ausentes, como si el peso de lo inalcanzable fuera inherente a su arte. Esa hambre insaciable, que los empujaba tenazmente de una ocurrencia a otra, los convirtió en miembros de una extraña estirpe de creadores condenados a concebir obras irrealizadas y, tal vez, irrealizables, incapaces de abandonarlas para seguir explorando.
El cine, por mucho que se empeñe en disfrazarse de Goliat, es un arte pequeño. Su pacto mefistofélico con la industria, que fue el origen de su éxito masivo, lo ha hecho históricamente inhóspito para esta clase de soñadores incurables. Así, la etapa más importante del cine de Sergei Eisenstein se corresponde con sus proyectos truncados de los años 30, obras que, de haberse realizado, habrían supuesto quizás una revolución sin precedentes en la historia del medio. Esos proyectos, sin embargo, se han convertido en verdaderos mitos, catalizadores de especulaciones y teorías que siguen alimentando la imaginación de cinéfilos y estudiosos. Del mismo modo, al final de su carrera, las que probablemente hubieran sido las grandes películas de Orson Welles quedaron a medio terminar, despreciadas por unos productores ciegos cuya negligencia preludiaba el estado lamentable del cine estadounidense contemporáneo. Sin embargo, esa condición de inacabadas les otorgó un aura casi sagrada, convirtiéndolas en un Santo Grial de la historia del cine.
Su desaparición nos deja con la incómoda pregunta de cuántos milagros cinematográficos nos hemos perdido debido a la lógica implacable del mercado
David Lynch no fue ajeno a este destino. A lo largo de su carrera, dejó tras de sí un rastro de proyectos inacabados en distintas fases de desarrollo, que nos invitan a imaginar lo que pudo haber sido su obra si hubiera contado con la libertad necesaria para realizarlos. Entre estos proyectos no faltan coqueteos con una posible adaptación de La metamorfosis de Kafka, de la que llegó a escribir un guion, que habría sellado aún más su hermandad espiritual con el escritor. Y aunque su filmografía es prolífica, rondando el centenar de títulos entre largometrajes, cortometrajes, series, anuncios y videoclips, su desaparición nos deja con la incómoda pregunta de cuántos milagros cinematográficos nos hemos perdido debido a la lógica implacable del mercado.
No obstante, Lynch tuvo la inteligencia de convertir su relación fallida con la fábrica de Hollywood en una forma de victoria. Lo inacabado dejó de ser una limitación, convirtiéndose en una característica esencial de sus proyectos. Sobre todo a partir de los años 90, su obra comenzó a poblarse de ausencias y presencias fantasmales, como si en el núcleo de su universo creativo habitara un fabuloso vacío. Lo lynchiano, entendido como un modo de estar en el mundo, desbordó con creces la suma de sus imágenes. Sus grandes obras, lejos de parecer cerradas y completas, parecen más bien ruinas o fragmentos de un vasto imperio de la imaginación todavía por desenterrar.
A finales de los años 80, la crítica Pauline Kael definió a Lynch como “el primer surrealista populista: un Frank Capra de la lógica del sueño”. Una descripción sorprendentemente aguda que revela cómo el cineasta logró insertar su singularidad en el corazón de una audiencia amplia. El gran acierto de su enfoque, aparentemente impermeable, era que, a su peculiar manera, se trataba de un cineasta cercano y accesible. Sus películas, aunque oscuras y a menudo desconcertantes, se apoyaban en convenciones populares, invocando sensaciones familiares incluso en el corazón de las situaciones más disparatadas. Si sus proyectos estaban siempre rodeados de un aura de misterio, eso no impidió que varias generaciones de espectadores experimentaran ese fogonazo revelador, ese momento en que sentimos que una obra conecta directamente con el núcleo de nuestras inquietudes más íntimas.
Era precisamente ese embrujo singular lo que estimulaba a hablar con avidez de sus películas. Más allá de su indudable talento para crear imágenes y personajes memorables, la verdadera virtud de su cine residía en su capacidad para alimentar la conversación. En un contexto de cine estadounidense que, desde mediados de los años 80, se volvía cada vez más superficial, poblado de pretendidas obras maestras cuyo interés se agotaba en un par de frases, las películas de Lynch ofrecían una magnífica excusa para el debate. Invitaban a horas de reflexión, a interminables intentos de desentrañarlas, convirtiéndose en apasionados temas de discusión que trascendían la experiencia de la proyección. Con su gracia sencilla y su optimismo afable, Lynch fue uno de los últimos guardianes de ese placer cinéfilo: el de mantener viva la llama de la conversación. Su desaparición no solo marca el final de una forma de hacer cine, sino también el ocaso de un tipo de espectador verborreico que disfrutaba analizando y debatiendo con fervor sobre la película que acababa de ver.
Cabe preguntarse si el valor de la parábola no radica en su significado, sino en su capacidad para atraernos irresistiblemente hacia ella
En un célebre pasaje de El proceso, Josef K. se encuentra en una catedral con un sacerdote que le relata una peculiar parábola sobre un campesino y un guardián que le impide atravesar una puerta. El sacerdote advierte que se trata de una parábola indescifrable, que, a lo largo de la historia, ha suscitado las interpretaciones más diversas. También el propio Josef K., atrapado por el aparente significado oculto de la historia, se siente inmediatamente empujado a interpretarla, buscando desesperadamente una verdad que siempre parece escaparle. Pero el ejercicio resulta agotador e infructuoso: cada hipótesis genera nuevas dudas, y las certezas se disuelven en un mar de preguntas que reflejan la esencia del universo kafkiano. Finalmente, cabe preguntarse si el valor de la parábola no radica en su significado, sino en su capacidad para atraernos irresistiblemente hacia ella, en esa fuerza que nos impulsa a pensar, hablar, analizar y obsesionarnos con ella, aunque sepamos que su sentido último es inaccesible.
La parábola, diseñada para resistir cualquier interpretación definitiva, ejerce un poder hipnótico: no se puede evitar tratar de comprenderla, darle vueltas, comerse el coco hasta la extenuación. Del mismo modo, el lector de Kafka busca desesperadamente un sentido en sus relatos, y el espectador de Lynch intenta desentrañar el enigma de sus películas. Su poder reside precisamente en esa invitación irresistible a intentar comprender lo incomprensible. Como señaló Camus, el lector de Kafka “se da el lujo torturante de pescar en una bañera, sabiendo que no saldrá nada”, y lo mismo puede decirse del espectador de Lynch. Sus interpretaciones –ya sean místicas, psicoanalíticas o morales– siempre conducen a nuevos enigmas. Cada puerta abierta lleva a un pasillo lleno de más puertas, como les suele ocurrir al agente Cooper, Fred Madison y tantos otros de sus personajes. Todos ellos son depositarios de mensajes y adivinanzas que, al intentar descifrarlas, se anudan aún más fuerte. La tela que tejen, sin embargo, es irresistible. Ni los personajes ni los espectadores podemos escapar de ella. Solo queda seguir avanzando, atravesando más y más puertas, esperando que alguna nos lleve fuera del laberinto. Pero como en el universo de Kafka, siempre parece que el Castillo está un poco más allá, inaccesible, protegido por leyes secretas, aunque la promesa de alcanzarlo siga alimentando nuestra marcha.
Ir al cine a perderse, en lugar de reafirmarse en lo ya conocido, se ha convertido en un ejercicio cada vez más raro
Lamentablemente, el programa desbordante de Lynch no deja tras de sí una verdadera tradición, apenas algunos imitadores torpes que no comprenden que la gran lección de sus películas es que el cine debe aspirar, por encima de todo, a ofrecer imágenes de una libertad sin concesiones. Ir al cine a perderse, en lugar de reafirmarse en lo ya conocido, se ha convertido en un ejercicio cada vez más raro, y resulta alarmante el vasto desierto de imaginación al que se aboca la mayor parte del cine estadounidense contemporáneo. Por muchos hermanos Safdie, Sean Baker o Paul Thomas Anderson que intenten encandilarnos con sus refinadas propuestas autorales, las suyas no dejan de ser parábolas de corto alcance, complejidades de manual, que están a años luz de la infancia del cine que Lynch se atrevió a imaginar.
Un niño prueba todo para entender qué significa. No se conforma con ninguna idea preestablecida. Desconoce el peligro: lo toca todo, se lo lleva a la boca, lo tira contra el suelo, rompe los juguetes que le regalan para descubrir qué esconden en su interior. Su curiosidad es ilimitada, y, aunque no sabe exactamente lo que busca, en ese movimiento incesante, en esa acción pura desprovista de objetivo claro, palpita la utopía, la posibilidad de rozar lo inalcanzable. Este impulso misterioso es el motor de los grandes artistas. No tiene nombre ni se sabe de dónde nace, pero mantiene viva nuestra fe en las posibilidades infinitas del ejercicio creativo. Lynch tuvo el coraje de ser un niño de verdad en una industria cada vez más vieja y predecible. Fue uno de los pocos que continuaron jugando de verdad, con un frenesí irresistible y contagioso. Con cada obra parecía renacer, y, en sus últimos años, cuando la industria le dio definitivamente la espalda y sus proyectos de madurez quedaron en el limbo, su presencia seguía siendo reconfortante, porque era la prueba viva del valor de imaginar otra manera de hacer cine, incluso aunque no sea posible alcanzarla. No siempre el pájaro en mano vale más que los ciento volando. A veces, basta con una promesa ardiente para que el corazón siga latiendo.
En su libro Poéticas del cine, el cineasta Raúl Ruiz recuerda cómo, a diferencia de otros niños, le aburría soberanamente que sus padres lo llevaran al cine los domingos. Sin embargo, le fascinaban los gazapos que se colaban en las películas: saltaba de alegría cuando en la pantalla irrumpía...
Autor >
Vicente Monroy
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