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Tras una cena un, hasta hace poco, desconocido, nos explica lo que cobraremos cuando nos jubilemos. Nos parece divertido, pues nunca nos lo habíamos planteado. Se suceden aquí unos minutos sorprendentes, en los que una persona –cuyo oficio, al parecer, es, precisamente, ese– nos va diciendo, impasible, el importe de nuestra jubilación. Cuando llega mi turno, la cantidad que me asigna es, sencillamente, ridícula. Una broma. Será sumamente difícil vivir con ella. Será sumamente difícil tan solo intentarlo. Es una cantidad similar a la que recibía, con muchas fatigas, en momentos de penalización aguda, cuando se decidía que estuviera una temporada sin publicar lo suficiente para redimirme de algún tipo de pecado. Lo que me invita a pensar que la cantidad de mi pensión es, así, otra suerte de castigo. Es más, empiezo a comprender, de hecho, que esa pensión, cuyo total conozco ahora, era, en verdad, el verdadero castigo y no lo que yo consideraba y entendía, en su día, como penalizaciones. Si la pensión es mi castigo, si la pensión es una causalidad, una respuesta a mi obra, es que –lo descubro en ese mismo momento, con la tranquilidad y la rapidez con la que alguien descubre el frío al abrir una ventana– mi obra ha consistido, en todo momento, de manera constante, en hablar de esa pensión indefectiblemente. Por lo mismo, mi obra giraría en torno a algo muy parecido a esa pensión, al extremo de fundirse con ella: una realidad sórdida, inhumana y no deseada. También caigo en ese instante en que, si eso es así, la obra de personas que no tendrán ese problema con su pensión debe consistir, precisamente y a su vez, en hablar –también de manera constante y absoluta– de su pensión. Es decir, de otra pensión sumamente diferente. De una realidad satisfecha, esperanzadora y apetecible. Y, por lo mismo, de una vejez de excursiones en bicicleta, de deporte, de descubrimientos gastronómicos, de cenas de parejas, de vacaciones. De un mundo al que se accede de lleno cuando se esquiva todo aquello que te conduce, precisamente, a otra pensión. Es en ese preciso segundo cuando, de pronto, descubro que, cuando abres un diario, conectas un canal, escuchas una emisora, en realidad no escuchas hablar del mundo, sino de una pensión satisfactoria, aceptable, humana. Y, de pronto también, descubro por qué no solía entender lo que explicaban en los diarios, los canales, las emisoras. Su ausencia de asombro, de estupefacción, de perplejidad, esos rasgos estilísticos que solo conducen, precisamente, a otra pensión.
Tras una cena un, hasta hace poco, desconocido, nos explica lo que cobraremos cuando nos jubilemos. Nos parece divertido, pues nunca nos lo habíamos planteado. Se suceden aquí unos minutos sorprendentes, en los que una persona –cuyo oficio, al parecer, es, precisamente, ese– nos va diciendo, impasible, el importe...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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