Es necesario llevar luto por los locos
Juan Branco 11/04/2015
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Me siento extraño. Mientras los inductores del odio de ayer y de mañana alababan de forma unánime a una Francia renovada, unida de nuevo en torno a sus valores eternos y digno ejemplo para el mundo, me era imposible no ver, en la desproporción del luto, en la violencia de la emoción y la angustia de la barbarie, una sociedad replegada sobre sí misma. Una sociedad capaz de unirse solo para enfrentarse al Otro al que nunca concedió la mínima posibilidad de identidad, de conciencia e incluso de humanidad, y al que rechaza como un desecho que no debería haber existido nunca.
He visto una sociedad, tantas veces indiferente, mostrar de pronto su verdadero rostro bajo la máscara de la emoción y de la unidad telegénica, aferrada entre tanto a sus privilegios, a sus estructuras de poder y a la aniquilación de sus chivos expiatorios, de esos Otros para quienes la libertad de expresión no ha existido nunca ni existirá jamás, a quienes se concede mil derechos virtuales que nunca podrán ejercer. Una sociedad que rechaza ver la violencia que inflige cada día a sus poblaciones más marginadas y que sólo se indigna cuando se atacan esos privilegios. Que se manifiesta y se emociona en masa y al ritmo de dispositivos que simula ignorar, únicamente para defender a sus Semejantes.
He visto una sociedad que niega su propia violencia. Una sociedad ciega hasta el punto de sentirse orgullosa de manifestarse con los Le Pen, sus subalternos y sus alter ego. Satisfecha hasta el punto de manifestarse tranquilamente junto a Viktor Orbán, Manuel Valls, Ali Bongo, Nicolas Sarkozy y un ministro de Putin. Satisfecha porque lo hace en nombre de la libertad.
He visto una sociedad en la que ya no me reconozco. Hacia la que siento una distancia que me aterra. En la que me siento vulnerable. Ya no es el Estado. Ya no es el Estado y sus violencias denunciables, repetitivas, siempre dirigidas, que podían combatirse, contra las que había cobijos. Es una sociedad que se dice unida en una guerra contra sí misma, que ya no teme apoyarse en quienes ayer aún le asustaban.
En nombre de sus valores, la República colonizaba. Hoy segrega, discrimina. Se manifiesta. Esta evidencia es hoy impronunciable, parece una traición, una justificación servil al servicio del Enemigo. Mientras tanto, la violencia cotidiana, sorda, dirigida contra las mismas poblaciones, persiste, se reproduce y produce monstruos. Como en todo sistema autoritario, la buena conciencia lo niega y busca en lo irracional, en la locura y en un nuevo totalitarismo extranjero la justificación para su ceguera.
En otras palabras: la República explota, aplasta, discrimina cada día a poblaciones enteras y humilla a quienes, como consecuencia, buscan refugio en una religión que no es la suya. La República hace la guerra a enemigos que están a miles de kilómetros, pero también en sus suburbios. Nunca dice a cuántos ha matado, sólo habla de "intervenciones". La República sólo lleva luto por sus semejantes y olvida a los muertos que causa cada día. Y esta distinción provoca violencia.
Pero hoy, la República, verdugo convertido en víctima, se declara en guerra contra la “barbarie” y, esta vez, la sociedad aplaude, movilizada junto a sus verdaderos enemigos en comunión de las emociones. En guerra contra la "barbarie", es decir, etimológicamente, contra el Otro, contra el extranjero. Me siento extraño, porque parece que todos quieren negar la evidencia: estos “bárbaros” son y siguen siendo nuestros hermanos, nuestros hijos. Hijos que nos han mostrado, durante un instante, en su locura incomunicable, el espejo insoportable de nuestra propia barbarie. Estos homicidas, estos asesinos, estos terroristas que ahora pretendemos combatir cerrando las fronteras y censurando las redes sociales, han nacido entre nosotros, han vivido a nuestro lado, pero nunca con nosotros. Han atacado el símbolo de una libertad que no se les había ofrecido nunca y que, a sus ojos, sólo representaba violencia y humillación. Una libertad que ningún musulmán, árabe, antillano, habitante de los suburbios o inmigrante de este país ha tenido jamás, porque nunca se les ha reconocido como parte integrante de nuestra sociedad. Una libertad que, en el mejor de los casos, ejercieron solo gracias a personas de buena voluntad y bien nacidas. Entre los Zemmour, Houellebecq, Finkielkraut y otros Charlie Hebdo, de vez en cuando, se les presta, de forma minoritaria, la palabra, sin dejarles nunca ocupar su sitio.
Estas poblaciones se han transformado en comunidades a fuerza de serlo ante nuestros ojos, en nuestros medios de comunicación. A pesar de que rechacemos, incluso cuando mueren, su capacidad de hacer política. A pesar de nuestro rechazo, en nombre de la indivisibilidad de la República, a que sean declaradas víctimas en tanto que miembros de esas comunidades que hemos creado. No hay que temer la amalgama, porque la amalgama expresa lo real. Estos individuos, como tantos otros, se han hecho "musulmanes" porque eran árabes y negros, porque eran habitantes de los suburbios y porque desde su nacimiento se les condenaba a la anomia, a una lucha diaria por una igualdad ilusoria, o a la renuncia de ser. No, no hay amalgama. Sin duda, se han convertido en terroristas porque eran "musulmanes" -en todos los sentidos de la palabra-, porque allí donde se les prometía por fin un mínimo reconocimiento, en esta nueva socialización que les ofrecía la religión, solo se multiplicó su humillación. No han elegido Charlie Hebdo a ciegas, sino por razones políticas. De forma injusta, desproporcionada, detestable, pero política. Portadora de una reivindicación que va más allá de lo que el islam radical -ese objeto transicional como cualquier otro para el marginado y el oprimido- convirtió en pronunciable. Pero que nosotros no podemos oír. Una reivindicación de igualdad
Una reivindicación que no podremos oír mientras no aceptemos que estos asesinos, estos terroristas, eran nuestros hijos, es decir nosotros. Eran Nosotros y no ese Otro al que bastaría con combatir en masa sin saber junto a quién ni en nombre de quién. Mientras no aceptemos que les debemos, a ellos también y aunque nos disguste, el luto. Un luto que no insultará a sus víctimas, que no supondrá equidistancia ni impondrá el perdón. Un luto que no sustituirá al juicio ni a la condena, pero nos permitirá percibirlos como humanos.
Se merecen ese luto porque, a falta de un proceso que les habría ofrecido una posibilidad de redención, solo ese luto les permitirá transformarse en Semejantes, y preguntarse el porqué de su violencia. Pero no llevaremos ese luto. Seguirán siendo, tanto en la vida como en la muerte, ese Otro que siempre han sido, y al que, por consiguiente, se puede ignorar. Debemos preguntarnos: ¿Qué tienen que nos da tanto miedo, que nos inquieta porque refleja lo que somos? ¿Por qué ya no estamos aterrorizados, abatidos, no sólo por la muerte de veinte personas, sino también por el hecho de que una parte de nosotros, esa pequeña fracción monstruosa nacida entre nosotros, hayan, hayamos provocado así la muerte?
Juan Branco es doctor en Derecho.
http://yale.academia.edu/JuanBranco
Traducción de Valentina Valverde.
Me siento extraño. Mientras los inductores del odio de ayer y de mañana alababan de forma unánime a una Francia renovada, unida de nuevo en torno a sus valores eternos y digno ejemplo para el mundo, me era imposible no ver, en la desproporción del luto, en la violencia de la emoción y la angustia de la barbarie,...
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