Al Katrina no le gustaba el jazz. Era un huracán sin alma, obvio. Cómo, si no, se le pudo ocurrir anegar Nueva Orleans hace una década. Pero las relaciones internacionales son otra cosa, y el clima de entendimiento fraguado entre Cuba y Estados Unidos (a instancias del Papa argentino que subyuga a propios y extraños) halla en la ecléctica música afroamericana su gran precedente para sellar el fin de las hostilidades.

Diálogo a golpe de saxos, bongos, pianos, guitarras, contrabajos… y voces, claro. Doble dirección. Del bloqueo a un nuevo escenario, larvado en los (hasta ahora) escasos gestos auspiciados por Raúl Castro, con el fantasma de Fidel en la recámara.

De La Habana a Nueva York, y de Nueva York a La Habana. Haciendo escala en Miami, aunque no precisamente por la empalagosa Gloria Estefan, cabeza de un lobby alrededor de los sonidos más mainstream.

“La salsa es a la música cubana, su originadora, lo que el dixieland al jazz, su originador”, solía decir Guillermo Cabrera Infante, autor de Mi música extremada, Delito por bailar el chachachá o Ella cantaba boleros.

Fernando Trueba da fe de ello con su fascinación por el jazz latino, en general, y por los latidos de la isla, en particular. Recordemos su documental Calle 54, la brillante animación de Chico y Rita o, especialmente, su sello discográfico ad hoc, con álbumes tan exquisitos como Música para los amigos o el monográfico de Paquito D’Rivera, con las noches del Tropicana en las venas.

Mi vida saxual, tituló el músico de 66 años su autobiografía, con prólogo de Cabrera Infante. Ahí ya quedaba claro que, el día que sucediera lo que ahora celebramos, se despejaría el camino para que abandonase Nueva Jersey con destino a su tierra.

Ay, el ambiente artístico de La Habana en los años 40 y 50. Quién sabe si volverá el caldo de cultivo que atrapó a Charlie Parker o a Dizzy Gillespie, que llevó a Nat King Cole a grabar en La Habana por primera vez en  español, tal vez con resabios de Scott Joplin y su habanera Solstice, o con los ecos del viejo ferry entre Nueva Orleans y la capital cubana.

Louis Armstrong y Duke Ellington sintieron la llamada de Machito y su orquesta, todo un revolucionario a las órdenes de Mario Bauzá, quien no habría hecho evolucionar el jazz afrocubano sin aquel gerundense universal que se camuflaba en las fauces de Xavier Cugat.

La percusión de Mongo Santamaría, el mambo de Pérez Prado, la personalidad de Ray Barretto, el vibráfono de Cal Tjader, los efluvios de Chico O’Farrill, Cachao, Bebo y Chucho Valdés, Omar Sosa, Gonzalo Rubalcaba… y, por el camino, por esas carreteras polvorientas de la isla, Buena Vista Social Club, de nuevo con un norteamericano como partenaire, Ry Cooder, rendido a los pies del son cubano, encarnado por Omara Portuondo, Compay Segundo, Ibrahim Ferrer o Eliades Ochoa. Pero, si hubo una gran embajadora musical del país en Estados Unidos, ésa fue Celia Cruz.

Afortunadamente, lo que dijo 15 años atrás Luc Delannoy en su libro ¡Caliente! Una historia del jazz latino atraviesa la senda del olvido: “Desde hace 50 años, existe una política de desinformación a propósito de la cultura cubana”.

Una banda sonora para la relación musical Cuba-EE.UU.:

- Charlie Parker + Machito and His Orchestra: 'The Afro-Cuban Jazz Suite'

- Paquito D'Rivera: 'Panamericana'

- Omara Portuondo: 'Nosotros'

- Celia Cruz: 'La negra tiene tumbao'

- Buena Vista Social Club: 'Candela'

- Abelardo Barroso: 'En Guantánamo'

- Nat King Cole: 'Tú mi delirio'

- Cachao: 'Guajira clásica'

- Bebo y Chucho Valdés: 'Tres palabras'

- Charlie Haden + Gonzalo Rubalcaba: 'Nightfall'