TRIBUNA
Trenes que esconden otros trenes
La reforma constitucional puede actuar como un lastre, y no como un acelerador, de la inaplazable mejora de la calidad democrática española
Juan Antonio Cordero 2/02/2015
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En los pasos a nivel franceses, el viandante despistado suele encontrarse con un viejo cartel de la compañía ferroviaria, cuya inscripción se ha acabado convirtiendo en proverbio: “Attention ! Un train peut en cacher un autre”. ¡Cuidado! Un tren puede esconder a otro; tras el que te haya saltado a la vista puede llegar otro que no hayas visto venir, pero que te arrolle igualmente. La advertencia resulta apropiada para la vida política española, sobre todo en un momento como el actual, en el que se acumulan las encrucijadas, los señuelos y, con ellos, los riesgos de atropello.
La reforma de la Constitución es un buen ejemplo. No es que, a priori, sea una mala idea. De hecho, lleva presente, de manera intermitente, en la vida política española desde hace varias legislaturas. El informe de 2006 del Consejo de Estado analizó de forma solvente algunas pistas de trabajo; sería razonable, como apuntan desde hace años diversos constitucionalistas, estabilizar (también, aunque no sólo, constitucionalmente) el modelo competencial y dotar al Estado autonómico de mecanismos de coordinación general, así como revisar el marco constitucional de la ley electoral; y puede ser útil explorar y valorar, tras los zarpazos de la crisis y vistos los riesgos de desmantelamiento del Estado del Bienestar, la constitucionalización de los derechos sociales básicos.
Pero cuando la reforma constitucional (o el proceso constituyente, en sus versiones más ambiciosas) se esgrime más como un proyecto político en sí mismo que como una forma (relativamente excepcional) de implementar un proyecto político concreto, se impone un examen más cuidadoso. Cuando diversos sectores políticos (en particular, desde la izquierda) la plantean, sin precisarla, como “la” solución a los graves problemas que atraviesa la democracia y el Estado del Bienestar en España”, cabe preguntarse si realmente las disfunciones que se observan de forma cada vez más descarnada (corrupción en todos los grandes partidos, tensiones territoriales, ataques contra los servicios públicos, aplicación selectiva de la ley, descrédito general de instituciones y cuerpos intermedios, etcétera) son susceptibles de corregirse alterando el texto escrito de la Constitución o si más bien corresponden a vicios de una práctica política que no está escrita, pero de la que todos vemos hoy sus consecuencias. Y se corren varios riesgos. El primero, que la invocación genérica a la reforma constitucional esté siendo, para algunas fuerzas progresistas, la forma de suplir la ausencia o la precariedad de un proyecto político nítido, plausible y reconocible con el que dirigirse a los españoles. Una cortina de humo que exime de hacer política más prosaica y más apegada a las demandas de la sociedad: el hecho de que un programa de reformas institucionales se haya convertido en el “tema estrella” de los dos partidos que en España se siguen llamando socialistas, es revelador del estado de escasez de la izquierda institucional española. Con la grave irresponsabilidad añadida que supone convertir un problema interno de indefinición, impotencia o falta de ideas en un partido o una familia política en un problema nacional de revisión general, y más bien frívola, de un modelo de convivencia que se ha mostrado extraordinariamente estable; sobre todo habida cuenta de la historia constitucional de nuestro país y de la tendencia de las fracciones políticas dominantes en cada momento de construirse Constituciones a medida, cuya caducidad va ligada a la de las mayorías circunstanciales que la gestan. Algunas de las justificaciones, extremadamente ligeras, para explicar la “inevitabilidad” de esta reforma (en particular, el argumento, estrictamente cronológico, de que buena parte de los españoles no han –hemos- podido votarla, por razones de edad) no invitan al optimismo; sobre todo porque ignoran ostentosamente que las Constituciones escritas de los regímenes democráticos más asentados, desde Francia hasta EE.UU. o Alemania, se distinguen precisamente por su longevidad –sin perjuicio de sus ajustes-, y no por su recurrente exposición a las urnas.
El segundo riesgo afecta a la posibilidad de que la reforma constitucional actúe como un lastre, y no como un acelerador, de la inaplazable mejora de la calidad democrática española. Se corre el riesgo de que poner el foco en la reforma constitucional sirva para desviar hacia un texto escrito hace 36 años la factura por el creciente malestar político y social, algunas de cuyas causas inmediatas –la neutralización de toda clase de contrapoderes, la opacidad y la muy deficiente cultura cívica entre las élites españolas, por ejemplo- tienen responsables más cercanos. Y soluciones un poco menos literarias, aunque también mucho menos espectaculares. Por no descartar que, además, resulten bastante más enojosas para muchos de los apóstoles de la reforma, que quizá pasarían del prestigioso papel de reformadores al mucho más incómodo de reformados.
Es indudable que el sistema democrático español necesita revulsivos y cambios de calado, y que el funcionamiento de las instituciones y el nivel del debate público no está ya a la altura de las expectativas de una ciudadanía cada vez más desencantada –en una progresión que viene de lejos- y cada vez –aunque más recientemente, crisis obliga- más exigente con los poderes públicos. Pero es a la política realmente existente, realizada en muchas ocasiones a espaldas o en los márgenes de las previsiones escritas de la Constitución, a la que cabe señalar en primer lugar. A la política realmente existente y a sus derivas, tal y como la realizan los partidos, las organizaciones y las élites políticas, mediáticas y económicas de hoy. No tanto a la Constitución escrita en 1978, homologable a las mejores Constituciones de nuestro entorno; como a la constitución (con minúsculas) efectiva, no escrita pero plenamente operativa, entendida como el entramado de inercias, sobreentendidos y connivencias más o menos inconfesables que se han condensado en las últimas décadas.
Hay numerosos ámbitos donde la huella de esa “constitución no escrita” es perceptible. Por ejemplo, en un panorama dominado por partidos políticos cerrados, con tendencia a colonizar todos los espacios de la sociedad civil y del Estado, pero visiblemente incapaces de ofrecer liderazgos políticos sólidos e ilusionantes. O en unas instituciones excesivamente opacas, monopolizadas por unas élites político-económicas muy poco acostumbradas a rendir cuentas de sus decisiones, y bajo la supervisión de unos medios de comunicación –insuficientemente plurales y escasamente autónomos- todavía menos acostumbrados a exigirlas y a promover un debate sereno sobre las políticas públicas. En estos ámbitos se encuentran algunas de las lagunas más relevantes en la cultura política y democrática española, las que nos alejan -ahí sí- de nuestros vecinos.
Pero todos estos aspectos están relacionados sólo muy tangencialmente con la letra de la Constitución. En buena medida, su corrección se podría abordar, de existir voluntad política y presión social, con instrumentos políticos y legislativos ordinarios. Sin que quepa descartar, insisto, reformas más ambiciosas de carácter constitucional. Éstas pueden resultar, en determinados aspectos, razonables tras 36 años de rodaje; pero sería imperdonable que, lejos de contribuir a la clarificación del Estado y la consolidación de una democracia de calidad en España, acabaran sirviendo, a la lampedusiana manera, para prolongar indefinidamente la confusión o, peor aún, para que las dinámicas políticas que están en la base de la actual desafección social se perpetuaran bajo otros ropajes.
Así que cuidado al cruzar las vías.
En los pasos a nivel franceses, el viandante despistado suele encontrarse con un viejo cartel de la compañía ferroviaria, cuya inscripción se ha acabado convirtiendo en proverbio: “Attention ! Un train peut en cacher un autre”. ¡Cuidado! Un tren puede esconder a otro; tras el que te haya...
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Juan Antonio Cordero
Juan Antonio Cordero (Barcelona, 1984) es licenciado en Matemáticas, ingeniero de Telecomunicaciones (UPC) y Doctor en Telemática de la École Polytechnique (Francia). Ha investigado y dado clases en École Polytechnique (Francia), la Universidad de Lovaina (UCL, Bélgica) y actualmente es investigador en la Universidad Politécnica de Hong Kong (PolyU). Es autor del libro 'Socialdemocracia republicana' (Montesinos, 2008).
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