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A principios de los años setenta vivió una temporada en una casita alquilada en Cercedilla, un pueblo de la sierra de Madrid, con dos cachorros, Laszlo y Dina, con los que salía a pasear a diario por los pinares vestida como una inglesa excéntrica: botas, un jersey de lana, tal vez un bastón, un gorro, guantes… Allí subía a verla su familia, los fines de semana, y la dejaban de nuevo sola, con los perros, los domingos.
Un poco después -tal vez fue un poco antes, quién se acuerda-, dejó de atender el teléfono, y de contestar el correo; sólo leía las cartas en las que reconocía la letra del remitente, o aquellas que venían de países que le hubiera gustado visitar.
Después de aquella temporada en la sierra hizo un viaje a París, donde se hospedó –le hizo gracia- en el hotel Des Grands Hommes. Cargaba con un pequeño equipaje, cuartillas y una máquina de escribir que acabaría olvidando en un autobús. Paseó, vio museos, se sentó en los cafés, siempre callada, muda, porque no sabía una palabra de francés; “el viaje silencioso”, dijo, a modo de resumen, a la vuelta. Un silencio que resultaría de algún modo profético. Porque hay algo de enigma en Carmen Laforet (Barcelona en 1921-Madrid, 2004), un misterio sordo y persistente, y un viaje silencioso, como aquél a París, extranjera en su propio universo.
La crueldad con las cosas pequeñas
Hija de un padre arquitecto y una madre maestra, se trasladó a Las Palmas de Gran Canaria con apenas un año llevada por el destino laboral de su padre. Un hombre deportista, nadador, navegante y excelente tirador de revólver, que llevó durante un tiempo por la isla un elegante deportivo que conducía con guantes de cuero.
Su madre, gran lectora, murió cuando ella tenía trece años, y aquella infancia feliz y despreocupada se vio de repente invadida por el viento helado, la mirada acuciante, algo intimidatoria, de esa otra mujer –había sido peluquera de su madre- con la que se casó su padre en segundas nupcias. Una madrastra como las de los libros infantiles, desalmada, que a diario rompía platos contra el suelo, y que borró en cuanto pudo todas las huellas –fotos, recuerdos, objetos- de la madre muerta.
Ya entonces la pequeña Laforet escribía impresiones, comentarios, notas, en unos cuadernos que siempre llevaba encima, y que rompía después. Porque siempre tuvo –confesó con el tiempo- una rara crueldad con las pequeñas cosas. Escribía y rompía. Corregía y rompía. E iba dejando por los cajones, los armarios, los pupitres del colegio, como un extraño mapa, un rastro de montones de papelitos rotos.
Hay una imagen, años más tarde, en la que está ordenando el manuscrito de Nada en casa de una tía suya con la que vivía en Madrid. Estudiaba Derecho, tras un fugaz paso por Barcelona, donde había empezado, y abandonado, Filosofía. Durante meses había trabajado sobre la mesa del comedor, en cuartillas que escribía a mano y que tenía que retirar a las horas de las comidas hasta que su tía le propuso comer en la cocina.
Nunca se supo quién le ayudó a pasar a máquina el manuscrito original de la novela –otro misterio–, pero allí en el comedor ordenó un día los últimos capítulos que se extendieron no sólo por la mesa, sino por la superficie de los aparadores, el suelo y el respaldo del sofá, sobre el que fue prendiendo, con alfileres, las cuartillas.
En enero de 1945, con 24 años, una desconocida Carmen Laforet ganó la primera edición del Premio Nadal. Unas semanas antes del fallo, el último día de plazo, había llegado a la editorial Destino un sobre que llevaba todos los sellos de urgente que existían en el mercado. Y fue un deslumbramiento. Nada se convirtió en un fenómeno literario, el libro de su generación. Y aquella chica menuda, de melena corta sujeta con un pasador, fumadora de Camel, tímida y reservada, sensible pero hermética y esquiva, en una celebridad indeseada.
Una vez, en una entrevista, explicó que había comenzado a escribir porque le habían regalado una pluma, y quería probarla.
-¿Conserva la pluma? –le preguntó el periodista.
-Y tengo otra.
-¿Habrá pronto, entonces, una nueva novela?
-No sé si escribiré más. No sé.
En 1952 publicó su segunda novela, La isla y los demonios, y tres años más tarde, La mujer nueva, que mereció el Premio Nacional de Literatura de ese año. También se había casado con el periodista Manuel Cerezales, con quien tendría cinco hijos. “Tengo treinta y un años, dos novelas largas, cuatro hijos, cuatro novelas cortas, una guía de Canarias y un libro de cuentos. Otros, a mi edad, están empezando”, declaró en una ocasión, irritada, a un periodista que le preguntaba, de nuevo, por enésima vez, si pensaba seguir escribiendo.
Maletas y estaciones de tren
Y sin embargo, hay algo en su vida de huida, fuga, deserción… Como un saltamontes, bromeaba a veces con sus interminables idas y venidas: Alicante, Cercedilla, Barcelona, Roma, Ávila, Mallorca, Santander, Seattle, Washington, Madrid… Viajes en coche cama, estaciones de tren, aviones, nomadismo, horror a tener un domicilio fijo, sobre todo después de separarse de su marido, en los primeros setenta.
Antes, había quemado un manuscrito, después dejaría una maleta con papeles, en casa de un amigo, en Roma, que de momento no se ha recuperado. De nuevo los montones de papelitos rotos, el rastro del humo.
- ¿Está Carmen Laforet en la sala?, preguntó el portavoz del jurado que acababa de otorgarle el prestigioso Premio Menorca de novela por La mujer nueva.
- No -respondió alguien entre el público-, Laforet está pasando el verano en Arenas.
En 1963 publica La insolación. Es la primera parte de una trilogía que se iba a titular Tres pasos fuera del tiempo, y que pensaba continuar con Al volver la esquina y Jaque mate.
Cuando años más tarde la editorial le envía a Roma las segundas pruebas, corregidas y compaginadas, de Al volver la esquina, decide no devolverlas, aplaza indefinidamente las correcciones, y ya no publica más.
A la incapacidad para responder a su propia exigencia literaria, sus dudas, la lucha que siempre mantuvo con la literatura, se suman cierta inestabilidad emocional, problemas económicos, y unos pertinaces trastornos de salud: molestias de hígado o vesícula, nunca se supo exactamente, dificultades con la dentadura, los pies –cortaba a veces los zapatos con unas tijeras-, ciática, tiroides; viajes y papelitos.
Se carteó durante años con Ramón J. Sender, que poco antes de morir, allí en EE.UU., le propuso que se fuera a vivir con él: “Mi casa es pequeña, pero bonita”, le decía. “Si quieres venir te recibiré con los brazos abiertos. No cocinarás, no coserás, no harás nada que no te guste hacer. Saldremos a comer por ahí, cada día”.
Y ya nada. Lentamente se fue apagando, víctima de una enfermedad degenerativa que la sumió en un silencio de años, tranquilo y elocuente.
Poco antes de morir, fue a visitarla su marido, y le llevó una caja de bombones que ella se fue comiendo, uno a uno, mientras le escuchaba hablar sin decir palabra, como en el viaje aquél, silencioso.
Aún tuvo tiempo, antes de morir, de ver editada su correspondencia con Sender, que acarició con curiosidad, recorriendo con la yema de los dedos la cubierta del libro, con su nombre.
A principios de los años setenta vivió una temporada en una casita alquilada en Cercedilla, un pueblo de la sierra de Madrid, con dos cachorros, Laszlo y Dina, con los que salía a pasear a diario por los pinares vestida como una inglesa...
Autor >
Jesús Marchamalo
Escritor y periodista, ha desarrollado gran parte de su carrera en Radio Nacional de España y Televisión Española y ha obtenido, entre otros, los premios Ícaro, Montecarlo y Nacional de Periodismo Miguel Delibes. Es autor de más de una decena de libros, entre ellos, La tienda de palabras, 39 escritores y medio, Tocar los libros, Las bibliotecas perdidas, Donde se guardan los libros y Kafka con sombrero. En la actualidad colabora en La estación azul y en El ojo crítico, de RNE.
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