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De lo que se trata, en el fondo, es muy simple: ¿tienen los Estados los instrumentos necesarios para detectar a los grandes evasores fiscales? Y si no los tienen, como parece evidente, ¿por qué? ¿Qué impide que se doten de esos instrumentos? Mejor aún, ¿quieren realmente tenerlos? Las respuestas pueden ser muy deprimentes. No, no quieren tenerlos, si ello significa poner más controles a la libre circulación de capitales o más controles a las actividades de los grandes monstruos financieros. Esa es la realidad. Prefieren que existan esos grandes defraudadores, esas grandes vías, autopistas, de defraudación fiscal antes que introducir controles que actúen, aunque sea lateralmente, como piedras en el camino del impresionante entramado del capitalismo de casino que funciona desde hace décadas.
Así que los Estados reconocen tranquilamente que no disponen de medios para obligar a sus ciudadanos más poderosos y ricos a pagar los impuestos que les corresponden según la ley, una ley que se aplica, sin embargo, a los contribuyentes menos adinerados. En ausencia de esos medios, la legalidad depende en buena medida de que algún empleado de los bancos, bufetes de abogados y chiringuitos financieros diversos, dedicadas a organizar esa evasión masiva, sea capaz de robar la información y ponerla a disposición de las autoridades. Pero incluso en esos casos, los Gobiernos actúan con extremo cuidado para no distorsionar demasiado la situación. Veremos cuántos años pasan antes de que el ministerio español de Hacienda acabe de estudiar "la posibilidad de abrir acciones legales contra HSBC".
Cristóbal Montoro lo anunció esta semana, poco después de que se hiciera público, gracias a una investigación del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ), que la filial suiza del HSBC, un banco británico, ayudó activamente a miles de clientes, incluidos muchos españoles, a defraudar a sus respectivos fiscos. Lo asombroso del anuncio es que Montoro disponía de esa información desde que tomó posesión, ya que los datos de la lista Falciani, sobre la que se ha realizado la investigación, fueron puestos a disposición de España en 2010, cuando todavía estaba en el poder el Gobierno socialista.
Cuesta creer que un grupo de periodistas españoles independientes haya sido capaz de procesar esa información y llegar a la conclusión de que existía un modelo, un sistema entero levantado en esa filial para dirigir dinero hacia paraísos fiscales, defraudando impuestos, y que toda la Agencia Tributaria española no fuera capaz de llegar al mismo punto. Porque, si hubiera llegado a esa conclusión y no hubiera activado los mecanismos judiciales pertinentes para perseguir delitos, habría estado cometiendo a su vez una gravísima falta.
La Hacienda española se limitó a intentar recuperar parte de los impuestos evadidos mediante el envío de 600 y pico cartas en las que muy amablemente pedía a los infractores que regularizaran su situación, renunciando a abrir una inspección que podía implicar penas de prisión. Y luego organizó una amnistía fiscal para recoger a los rezagados. El argumento que se emplea, en España como en otros países europeos, es que la persecución penal de los delitos fiscales es muy difícil, poco clara, puede desestabilizar al sistema bancario en su totalidad (sobre todo si los defraudadores que arriesgan la cárcel son grandes banqueros ellos mismos, como sucedía en el caso de Emilio Botín y su familia) y que, en definitiva, no es fácil establecer la línea "entre los errores honestos y el fraude deliberado".
Evidentemente, el sistema legal está organizado para respaldar esa conclusión. Cuando llega el caso, se insiste en que lo importante es recuperar los impuestos evadidos, un argumento extraño al raciocinio del ciudadano común: ¿si robo sin violencia a un banco y soy descubierto, bastará que devuelva el dinero para quedar en paz?
La defraudación fiscal de enormes cantidades no es un hecho puntual, un acto criminal aislado, como pretenden hacernos creer, sino un sistema normalizado internacional, respaldado por entidades bancarias y grandes bufetes de abogados. Los Gobiernos -y algunos supuestos medios de referencia- observan el fenómeno con una mezcla de resignación y de aparente disgusto, pero solo son capaces de dar pellizcos de monja, porque el Sistema no solo forma parte sustancial del entramado económico, sino que se ha convertido en un tabú. Y esto sucede porque, una y otra vez, funcionan las puertas giratorias en las que los responsables directos de los dos lados del espejo se mueven con toda tranquilidad.
Esta impunidad, combinada con las políticas que condenan a la pobreza a crecientes sectores de la población, es una de las causas fundamentales que explican el surgimiento de nuevos fenómenos políticos como Syriza y Podemos. No contenta con eso, la clase política y mediática española prefiere poner el foco en becas de 1.800 euros y en las hazañas del señor Monedero, y relegar al rincón de una página interior la investigación que dan en portada Le Monde, The Guardian y El Confidencial. Lo peor es que roben, saqueen, despidan, evadan y recorten. Pero la manipulación a la que se han entregado algunos medios -memorable el artículo de Jaime Botín, alumno de la escuela de Filosofía, 24 horas después de estallar el escándalo- es la guinda que ya no soporta la tarta.
De lo que se trata, en el fondo, es muy simple: ¿tienen los Estados los instrumentos necesarios para detectar a los grandes evasores fiscales? Y si no los tienen, como parece evidente, ¿por qué? ¿Qué impide que se doten de esos instrumentos? Mejor aún, ¿quieren realmente tenerlos? Las respuestas pueden...
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