En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Es una palabra, gentrificación, que está de moda, pero cuando la escuché por primera vez sólo se utilizaba en países anglosajones. Claro que estoy hablando de aproximadamente hace quince años, cuando España aún no había empezado a experimentar los efectos de este virus que no sólo ya ha sido el culpable de la muerte de varios barrios insignes de Madrid, Barcelona y otras ciudades sino que recorre las arterias de docenas de urbes del planeta donde el ladrillo y quienes especulan con él han adquirido tanto poder que esta palabra que viene del inglés, que aún no está incluida en el Diccionario de la RAE y para la que nadie ha encontrado una traducción apropiada -¿aburguesamiento?, ¿elitización?-, es el pan nuestro de cada día.
Igual que las armas de destrucción masiva que (no) había en Irak tenían efectos colaterales, la gentrificación provoca, en su etapa culminante, además de la disneylandización de los barrios que la sufren y el desembarco de sospechosos vecinos de billetera rebosante que antaño no se habrían atrevido ni a visitarlos sin bajarse de un taxi, la desaparición de un grupo de seres que al ser expulsados de la geografía local alimentan involuntariamente la construcción de un paisaje monocromático que convierte el siglo XXI en una sucesión de ciudades casi idénticas. Sí, hablo de ‘los artistas’, esos que para los nuevos inquilinos del centro sólo cuentan si firman cuadros de 30 millones de libras – el último precio alcanzado en una subasta por una obra Gerhard Richter- y para otros son el alma que contribuye a que nuestras urbes sean un poquito menos aburridas.
¿Quién no hubiera querido pasearse por el Soho neoyorquino de Gordon Matta Clark y comer en su restaurante Food? ¿O escuchar un concierto en el Bowery de Patti Smith y Los Ramones en Nueva York? ¿O incluso conocer el Shoreditch de finales de los ochenta, cuando Damien Hirst aún no era una celebridad sino un artista en ciernes que organizaba exposiciones locas en un barrio del este de Londres que asustaba a los ciudadanos de buena familia? Es cierto, no hay que ser inmovilistas ni nostálgicos en exceso pero cuando en vez de punks en Camden o Chelsea tenemos a oligarcas rusos como Roman Abramovich invirtiendo 100 millones en una casa y cuando en vez del menú de artistas de Matta Clark tenemos wine bars tan sosos que dan ganas de liarse a romper botellas en su interior a ver si alguien da muestras de sentir algún tipo de emoción, es que nuestras ciudades han entrado en la espiral de gentri-decadencia.
Cuando una zona se degrada económicamente y el ayuntamiento la deja abandonada a su suerte, como le ocurrió a Shoreditch, aparecen los artistas a la caza de espacios baratos en los que desarrollar sus proyectos sin estar sometidos al látigo del casero explotador. Eso contribuye, por un lado, a construir una cuando menos extraña e interesante relación entre los artistas y los habitantes originales de un barrio y, por otro, a que florezca un ambiente comercial y de ocio más original, variado y asequible que la sucesión de Zaras, Gaps, Pret a Manger o McDonald’s que hoy conforma los cimientos del paisaje de cientos de ciudades. Además se reduce la criminalidad, el barrio se lava la cara y el resto de la ciudad empieza a sentir curiosidad a la misma velocidad que a los propietarios les empieza a picar el bolsillo. El problema es que cuando ese barrio entra en el círculo de las llamadas ‘tendencias’, los alquileres se disparan y al final los artistas y sus grupos de teatro, sus galerías o sus centros culturales alternativos acaban desapareciendo y siendo sustituidos por supermercados caros y cafeterías de franquicia. Y sus lofts industriales dan paso a rascacielos de cristal.
Recientemente el dramaturgo británico Simon Stephens lanzó un grito de advertencia (desde Manchester) contra los abusivos precios del mercado inmobiliario que se manejan en Londres. El precio medio de un alquiler en la capital es de 1.500 libras, en el resto del país es la mitad. "La ciudad corre el riesgo de convertirse en una urbe bellísima y vacía. Me preocupa el futuro de las artes en Londres. Se ha convertido en una ciudad tan cara que es imposible desarrollar en ella una profesión creativa. De hecho, ya ha comenzado un éxodo de actores y directores hacia Edimburgo, Cardiff y otras provincias". Es decir, si el éxodo que provoca la gentrificación suele empujar del centro de las ciudades hacia su extrarradio a los artistas, el paso siguiente es expulsarles a unos cientos de kilómetros. Peckham, que fue ‘la siguiente frontera’ para los jóvenes creadores londinenses, ya ni siquiera es asequible para muchos de ellos.
La gentrificación te obliga a hacerte preguntas. ¿Qué ciudad queremos, la de los tomates orgánicos a diez euros el kilo del supermercado de lujo o la del yonqui babeando en la esquina mientras fuma crack? ¿Por qué hay que vivir en uno de los dos extremos? ¿No es posible encontrar un punto medio? Me hago la pregunta desde un barrio periférico (y absurdamente caro) de Londres, a 40 minutos de viaje del centro, donde vive gente con recursos pero no lo bastante altos como para acceder a una vivienda en ese centro donde se rifan los apartamentos entre millonarios y donde las calles, si no fuera por el Big Ben, la National Gallery y algún que otro monumento inconfundiblemente británico, parecen réplicas de las de París, Ginebra o Nueva York.
Lo más curioso es que los políticos continúan concibiendo la cultura como una sucesión interminable de museos y centros de arte firmados por grandes arquitectos donde el concepto se reduce a la exposición blockbuster con largas colas en la puerta. Olympicópolis, en la antigua ciudad olímpica de Londres, es el siguiente megaproyecto de este tipo. Centros de arte, universidades, todo grande y con nombres muy sonoros. Pero se olvidan de que para crear cultura hay que invertir en las personas que la producen y son parte de ella: los artistas. Si son expulsados de las capitales del planeta, como parece estar ocurriendo a escala global, esas ciudades mutarán definitivamente en parques temáticos adonde iremos a pasar el día con cara de turista, admirando sus museos y sus auditorios faraónicos pero donde no habrá más vida que la que los artistas pintaron sobre un lienzo hace cientos de años.
Es una palabra, gentrificación, que está de moda, pero cuando la escuché por primera vez sólo se utilizaba en países anglosajones. Claro que estoy hablando de aproximadamente hace quince años, cuando España aún no había empezado a...
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí