"El Portugués" de oro
Joaquín Albaicín 23/04/2015
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Los acentos y la doliente languidez en la ligazón de los tercios de Ramón Suárez Salazar han sido ingredientes fundamentales del néctar cuya picazón ha marcado mis gustos como catador del cante. Por eso, Ramón El Portugués –El Portugués de Oro, como reza el título de uno de los temas del disco de su hijo Paquete- puede estar hoy retirado de los escenarios, pero desde luego no lo está –ni lo estará nunca- de mi corazón flamenco. Escucharle ha supuesto siempre para mí un revulsivo anímico, una vitamina para el espíritu, un cerciorarme de que el Ángel de la Guarda existe. También un padecer, un sufrimiento, cuando veías que la fuente no manaba, que las estrellas no se juntaban en la casa astrológica donde mejor conjunción podrían formar.
Pero eso era lo bueno: que Ramón no formaba parte del escalafón de los obreros de la bulería, del pelotón de los que siempre están “bien”, de los que siempre rozan una buena “media”. La medianía apenas dista un paso de la mediocridad, y ese medio metro –gracias a Dios- nunca ha sabido ni podido recorrerlo él, incapacitado en todos los aspectos para engañar al público, incluido el que gusta de serlo. Ir a escuchar cantar a Ramón El Portugués era como sacar tendido para ver torear a Curro o a Rafael, o décadas antes a Cagancho o El Gallo. Era ir a sufrir, porque nunca sabías cómo iba a salir aquello y, lo mismo que augurabas y saboreabas con anticipación la apoteosis, te temías lo peor. Las cosas de Ramón, en fin, han sido las de los grandes nombres cantaores de la historia del flamenco, en la que ocupa un lugar de honor no sólo por su crepitante duende, sino por la notoria influencia que sobre tantas gargantas y oídos ha ejercido.
Problemas de salud le han forzado a apartarse de esos escenarios que con su cante por tangos tantas veces bendijo, y el homenaje estaba al caer. Antonio Benamargo, que, sin plegarse a los rendibúes exigidos por los funcionarios de la cultura, ha sido durante muchos años y hasta hace muy poco –retirado Alejandro Reyes- prácticamente el único promotor independiente de espectáculos flamencos de toda España, ha sido el organizador de la velada, que cobró cuerpo –como la que recientemente montó a Güito- en el céntrico Auditorio Marcelino Camacho. Un agasajo sin funcionarios de por medio. A cargo de la familia, los amigos y la afición. Y con un cartel de lujo.
Desde dos horas antes, la cola de la taquilla deba la vuelta a la manzana y se respiraba ambiente de arte: Toni El Pelao, Samara Losada, Juan Cantero, Anya Bartels-Suermondt, Martín Guerrero, Chiki Porrina y su socio de Flamenco Lifes Luis Jiménez, bajado de la Ribera navarra… Y Juan Antonio Salazar, y Pepe Luis Carmona, que prepara disco con las guitarras de su tío Pepe y Tomatito, entre otras… Rumor. Runrún. Expectación. ¡Como en las tardes en blanco y negro de la vieja Vista Alegre! No por casualidad estaba allí Gitanillo Rubio, frescos aún en su memoria aquellos triunfos en Carabanchel, adonde iban Ramón, Serranito y Luis Pastor a pedirle la oreja.
Con lleno hasta la bandera y Marote entre bastidores, rompe plaza Jesús de Rosario, que con su solo por bulerías deja alfombradas de laureles las tablas sobre las que irá posando su vuelo el resto de los artistas. Pepe Habichuela, compañero en tantas galas de Ramón para, sentado a su izquierda, incensar con sus seis cuerdas el agua bendita salida de su hisopo, alumbra esta vez el enjundioso y bravo cante por soleá de su hermano Guadiana, hoy principal estandarte cantaor de los Porrina. Montoyita hila falsetas con primor para inspirar los entregadísimos decires por Levante y tientos de Carmen Linares y el paladar de su hermano Antonio Carbonell, que iza de un airoso tirón el oriflama de la siguiriya. Montse Cortés engasta en oro y marfil detalles preciosistas sumamente elocuentes acerca de las razones por las que es una de las pocas jóvenes cantaoras cuya carrera, en los últimos años, ha logrado consolidarse. Pitingo, antes de la tanda por bulerías, marca distancias con una versión personal, de guiños marcheneros, de una ranchera de la gran Lola Beltrán. Florean y caracolean las guitarras de Paquete y Josemi Carmona y el caramillo de Jorge Pardo entre los vados y meandros marcados por la percusión de Sabú, Bandolero y Joselín Vargas. Los Chunguitos casi ponen a bailar a todo el teatro. Y, antes de que Tomasito prenda fuego a las tablas en el fin de fiesta, canta por tangos y bulerías Potito: poquísimos hay con su don, su genio y su fructífera intuición. ¿Por qué no figura el nombre de este gitano, cuyo cante de modo tan patente impacta al público, en el cartel de unas veinte veladas importantes? Habría que solucionar eso pronto, pues no es cierto eso de que el tren sólo pasa una vez en la vida. Hay para quien no pasa nunca, y hay a quien le espera en muchas estaciones. Él es de los que siempre tendrán un vagón aguardando a que suba.
De momento, ha firmado el mes que viene, en Casa Patas, un mano a mano con Guadiana y con Diego del Morao a la guitarra. Allí estaremos, claro, pues, tras haberle vuelto a escuchar, lo suyo es eso. Y es que Potito -como lo ha sido Ramón, que de su Extremadura vino para quedarse y para hacer historia de arte y bonhomía- es cantaor de esa estirpe y ese corte: de los que hay que seguir. Tuvimos la suerte de vivir sus comienzos como artista y tal vez tengamos también la de narrar la recogida de dorados frutos que parece esperarle tras la patada por bulerías con que Ramón El Portugués –cuyo arte con tanta generosidad nos alimentara- se ha despedido del cante en una noche para el recuerdo. Ya les contaremos, por tanto. Y pronto.
Los acentos y la doliente languidez en la ligazón de los tercios de Ramón Suárez Salazar han sido ingredientes fundamentales del néctar cuya picazón ha marcado mis gustos como catador del cante. Por eso, Ramón El Portugués –El Portugués de Oro, como reza el título de uno de los temas...
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