Lectura
El negocio de la xenofobia
La realidad de los controles migratorios es más compleja que la que suelen presentar los medios de comunicación, y no responde únicamente a las supuestas exigencias de seguridad de Occidente, sino a distintos intereses económicos y tecnológicos.
Claire Rodier 23/04/2015
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El germen de este libro surgió a partir de una constatación y de un interrogante. Los últimos veinte años del pasado siglo y los que van del presente han sido testigos de la progresiva conversión de la inmigración en un tema polémico que rara vez abandona la primera línea de actualidad. Es cierto que, desde la década de 1960, el número de migraciones se ha triplicado a lo largo y ancho del planeta. Pero esta evolución cuantitativa podría considerarse como fruto del orden establecido: después de todo, la mayoría de las recientes oleadas de desplazamientos de poblaciones han sido y continúan siendo previsibles para todo aquel que sepa observar la marcha del mundo. Cuando la coalición internacional tomó la decisión de derrocar al régimen de Muamar el Gadafi en marzo de 2011, ¿acaso no podía imaginar que una de las primeras consecuencias de su intervención militar sería la de provocar el éxodo de un gran número de extranjeros que se encontraban en Libia en ese momento? Este número ha sido estimado en un millón y medio. Por el contrario, todo ha tenido lugar como si se tratase de fenómenos sino inexplicables, al menos imposibles de prever. Y por si fuera poco, existe por parte de aquellos que se encuentran a cargo de la “gestión de los flujos migratorios” una sorprendente tendencia a presentarlos como una amenaza, así como a prometer reiteradamente la instauración de enérgicas medidas para controlarlos, sin dar nunca la impresión de conseguirlo.
Cada época posee su propia forma de negar la evidencia y de repetir la misma cantinela. En Francia, a finales de los 70, los “trabajadores inmigrantes”, a los que durante las décadas precedentes se había hecho venir en gran número, fueron acusados de ocupar los empleos de los nativos en una situación de incremento del paro. Pese a ello, se quedaron. Posteriormente, tras haberlos desplazado deliberadamente junto con sus familias hacia guetos en las periferias de los grandes centros urbanos, nos asombramos de que sus hijos –las “segundas generaciones”, y más tarde las terceras– no aceptasen permanecer en los guetos. Paradójicamente, estos jóvenes han visto cómo se les reprocha el no querer “integrarse”, cuando previamente se había hecho todo lo posible para marginarlos.
De forma paralela, los grandes conflictos internacionales causados por las independencias, y más tarde el hundimiento del bloque soviético, han forzado el desplazamiento de centenares de miles de personas hacia todas partes del mundo, y en particular hacia los países occidentales. En lugar de considerar estos movimientos como la consecuencia lógica de un siglo de desorden y de dominación, y por tanto establecer políticas ad hoc para enfrentarse a esta nueva situación, políticas basadas, por ejemplo, en un reparto equitativo de los recursos del planeta, los gobiernos de estos países se han dedicado a levantar barreras para protegerse de los “invasores”. En realidad, estas barreras, sean reglamentarias (visados), físicas (muros, verjas...) o virtuales (radares y otros sistemas de detección), están lejos de ser infranqueables: una proporción no desdeñable de inmigrantes calificados como indeseables consigue superarlas una y otra vez.
Esto se debe a varias razones. En primer lugar, es difícil concebir un bloqueo de fronteras completamente hermético para los “clandestinos” sin arriesgarse a comprometer la libre circulación de todo aquello de lo que se nutre la globalización. Igualmente, no está claro que, pese a los discursos dominantes, el fin perseguido sea el de mantener a todos los inmigrantes fuera de las fronteras: es sabido que las economías de los países industrializados no pueden privarse de una fuente de mano de obra flexible y explotable, y los sin papeles responden a esta necesidad. Por último, la movilidad, aunque reducida, sigue siendo una válvula de regulación, una forma de ajuste necesaria en las crisis que la comunidad internacional no sabe resolver, como ciertos conflictos o catástrofes medio ambientales. Y sin embargo, en un mundo cada vez más propenso al desplazamiento, no pasa ni una sola semana en la que en alguna parte no se invente un nuevo dispositivo de control migratorio. ¿Por qué?
Introducción
Cuanto más se difuminan las fronteras, más se vigilan
Apéndices paradójicos de la globalización, los controles migratorios contienen dos contradicciones. La primera reside en el hecho de que su intensificación se desarrolla paralelamente al crecimiento de la movilidad internacional. A partir del último tercio del siglo XX, la expansión de los intercambios económicos, la democratización de los transportes aéreos, y los fulgurantes progresos técnicos de los medios de comunicación han pulverizado las distancias y han hecho desaparecer en gran medida determinados atributos de las fronteras, como las barreras aduaneras. De hecho, varias regiones del mundo se han organizado para formalizar esta desaparición: es el caso de la Unión Europea, de la ALCNA (que agrupa Canadá, Estados Unidos y México) y también de MERCOSUR en Sudamérica. Al mismo tiempo, los controles migratorios no han cesado de desarrollarse. La creación de la Agencia Europea de Fronteras (Frontex), la progresión del muro que separa Estados Unidos de México, el despliegue de patrullas marítimas en el Mediterráneo para interceptar a los boat people procedentes del norte de África, así como el uso de técnicas de escaneo y de biometría como medio de verificación de pasaportes en los aeropuertos, son ejemplos de la importancia concedida por los Estados a la vigilancia de los límites de su territorio.
La creación simultánea en la Europa de los años 80 de un espacio de libre circulación, por un lado, y del mecanismo Schengen, por otro, es representativa de estas tendencias antagonistas. El primero, instaurado en 1986, pretende facilitar la circulación de bienes, capitales, mercancías y personas entre los países miembros de lo que entonces aún era la Comunidad Europea, mediante la supresión de los controles en sus fronteras internas. El segundo, cuya elaboración tuvo lugar entre la firma del acuerdo de Schengen en 1985 y la de la convención del mismo nombre en 1990, se concibe con el fin de organizar la respuesta policial al “déficit de seguridad” producto de la mencionada supresión. Especialmente, es preciso evitar que beneficie a aquellas personas procedentes de un país no perteneciente al “club Schengen”, es decir, actualmente la mayor parte de los Estados miembros de la Unión Europea. Lejos de limitarse a proteger las fronteras exteriores de una Europa convertida en un santuario, el mecanismo Schengen, junto con otros dispositivos asociados, como por ejemplo el fichero Eurodac, implanta un sistema de filtro virtual que permite llevar a cabo una selección entre aquellos que pueden circular en su interior y aquellos que no, designados como indeseables. Y no se limita a lo virtual: una reforma del acuerdo Schengen presentada en 2011 apunta a posibilitar el restablecimiento de controles en las fronteras físicas de los Estados miembros en caso de urgencia migratoria.
Cuantos más controles hay, más hay que controlar
La segunda contradicción, esta vez intrínseca, de los controles migratorios, es su propia tendencia a multiplicarse. Su innegable desarrollo está cuajado de declaraciones políticas o policiales que insisten en la necesidad de proteger las fronteras contra la inmigración irregular, como corolario a la lucha contra el crimen organizado y el tráfico de seres humanos. Para lograr este objetivo, parece que sea preciso implantar cada vez más controles, debido a una presión migratoria creciente, o inminente, o masiva, según el caso y el discurso. Así, las autoridades israelíes construyen un muro que separa su país de Egipto para evitar que las “fronteras sean utilizadas para inundar el país de trabajadores ilegales”; Grecia obtuvo en 2010 la autorización por parte de sus compañeros de la UE para intervenir de urgencia en ayuda de las brigadas de guardas fronterizos especializados, con el fin de hacer frente a la “afluencia masiva” de inmigrantes a su frontera con Turquía; y la Comisión Europea decidió en febrero de 2011 enviar patrullas de la agencia Frontex a la zona mediterránea afectada, porque temía que la relajación de la vigilancia de las playas tunecinas debida a la “revolución de los jazmines” provocase un éxodo de tunecinos hacia Europa. Se podría pensar que estas iniciativas se basan en la búsqueda de la eficacia. Pues bien, al revisar la acumulación de medidas tomadas a lo largo de los años, puede comprobarse que ha sucedido todo lo contrario, como si en lugar de aportar la seguridad prometida, cada nuevo dispositivo de control puesto en marcha no tuviera otra utilidad que poner de manifiesto los fallos y las lagunas de los precedentes, ni otro objetivo que justificar los siguientes.
De hecho, y aunque el acceso a datos y cifras fiables no resulte fácil debido a la fuerte carga ideológica que poseen todas las cuestiones relacionadas con las migraciones, en realidad nada permite pensar que los esfuerzos desplegados por los países ricos para impedir o canalizar la movilidad de las personas en busca de una vida mejor o de protección estén teniendo éxito. O más bien: aún suponiendo que lo tengan parcialmente –lo que probablemente es el caso en el plano cuantitativo, aunque sólo sea por el número de personas que mueren durante el recorrido de migración– este factor resulta indiferente en vista del proceso. Es como si, soslayando la importancia de la eficacia de los dispositivos de vigilancia de las fronteras existentes, la necesidad de implantar otros nuevos se impusiese con claridad. Los informes anuales de la citada agencia Frontex rebosan de cifras, cada una más indemostrable que la anterior. Dan cuenta, y se felicitan por ello, del número de arrestos de “inmigrantes ilegales” llevados a cabo en tal o cual puesto fronterizo, de las negativas de entrada a personas desprovistas de los documentos necesarios para franquear las fronteras europeas, de las intercepciones marítimas que han dado lugar a tantas denuncias, de los desmantelamientos de redes de traficantes, etc. Pero no se encuentra el más mínimo rastro, o cuanto menos no más que en los balances elaborados por las instituciones europeas de las que depende la agencia y que la financian, de un análisis global de su impacto en términos de costes y beneficios. Incluso sin entrar a considerar el coste humano de sus intervenciones, sería interesante conocer el número de nuevas rutas migratorias que se abren cada vez que se cierra un punto de paso. Se trata por tanto de una realidad que relativiza el alcance de los resultados ofrecidos. La autosatisfacción anunciada parece ante todo destinada a justificar el aumento de los medios humanos y materiales puestos a disposición de Frontex, con el fin de luchar en mejores condiciones contra la inmigración irregular. Durante sus cinco primeros años de existencia, esta agencia vio como su presupuesto, que constaba de 6,3 millones de euros en 2005, se multiplicó por quince.
Historias de poder y mucha pasta
Esta apariencia de carrera sin fin hacia un objetivo que nunca se alcanza, y que regularmente provoca declaraciones alarmistas que incluso sugieren que más bien se aleja, no puede por menos que llevar a preguntarse sobre las funciones reales de los controles migratorios. Si, pese a lo que sostienen aquellos que los promueven –responsables políticos, policiales y diversos expertos–, no sirven más que de forma muy marginal para controlar los desplazamientos de las personas emigrantes, disuadiendo o reorientando los “flujos” en función de una organización planificada, ¿para qué sirven los controles? Seguidamente se esbozan algunas pistas a modo de respuesta, extraídas de la actualidad de los últimos diez o quince años, principalmente –aunque no de forma exclusiva– en Europa.
Una de las explicaciones que se proponen se basa en el creciente papel que juega la “economía de la seguridad”, definida en este caso como aquella que obtiene beneficios procedentes de los dispositivos cada vez más sofisticados para cerrar las fronteras. Tecnología punta en materia de vigilancia a distancia, sociedades privadas especializadas en la gestión de centros de detención de inmigrantes o del traslado de los expulsados, reciclaje en el ámbito civil del saber militar actualmente infrautilizado, el primer capítulo de este libro proporciona algunos ejemplos de los mercados que se han desarrollado para responder a los programas políticos de lucha contra la inmigración irregular. Para responder a ellos, o más bien para articularse con ellos, es decir, para concertarse con aquellos que toman las decisiones: en vista de los intereses en juego, podría perfectamente darse el caso –esta es la tesis que se defiende en este libro– de que constituyan un potente motor para estas políticas, si es que no son el principal.
El segundo capítulo intenta definir y describir las funciones ideológicas de los controles migratorios, es decir, la forma en la que son presentados como una respuesta a las supuestas preocupaciones de la opinión pública frente a una amenaza de la que regularmente se alerta en forma de inmigrantes depredadores o de aumento de la delincuencia extranjera. Esto incluye, por ejemplo, el trato de Italia y Francia sobre la cuestión de los romanís, la edificación de muros en numerosas zonas fronterizas, y, de forma más general, la creciente criminalización de la inmigración irregular. Se trata de la muy conocida táctica del chivo expiatorio: en el contexto de la crisis económica y social que marca el comienzo del siglo, la “manipulación de la incertidumbre”, según la expresión de Zygmunt Bauman, permite al poder, incapaz de aportar soluciones a los problemas de la población, consolidar su autoridad –sabemos cómo protegeros– por medio de la designación de culpables: aquellos que pretenden franquear nuestras fronteras. Los recurrentes anuncios desde hace décadas de las mismas medidas milagrosas para expulsar a las amenazantes hordas, sin que se haya evaluado su eficacia –ni, por otra parte, la realidad del peligro–, así como su incremento en periodos electorales, constituyen claros indicios de que esta táctica juega un papel nada desdeñable en el desarrollo de los controles migratorios.
El tercer capítulo está dedicado a la identificación de lo que podría calificarse como dimensión “geopolítica” de los controles, examinando el lugar que ocupan en las discusiones diplomáticas y en las negociaciones estratégicas entre los países o regiones de inmigración con los países o regiones de emigración o tránsito. Las relaciones de Europa con sus vecinos constituyen un buen campo de estudio. Ejemplo de ello son las negociaciones de la UE y de Italia con Libia para que este último país ejerza una función de guardia fronterizo, el chantaje de las “concesiones de visados” ejercido sobre los países de Europa del Este y los Balcanes, y los acuerdos migratorios establecidos entre España y Senegal.
Igualmente, se entra a valorar la tendencia a la “externalización” de la gestión de los pasos fronterizos, según la cual los países ricos, aquellos a los que se desplazan los emigrantes, subcontratan cada vez en mayor medida las tareas de vigilancia y de control, trasladándolas a los países de los que parten o que atraviesan dichos emigrantes. La resultante deslocalización de los controles (hoy en día, el territorio de la UE no termina en España, sino en Marruecos, en Mauritania y en Senegal, como tampoco en Grecia, sino en Turquía o en Irán), aparte de tener el interés de que sean otros los que lleven a cabo el “trabajo sucio”, supone la continuación de una relación de fuerza multiforme, cuyo emblema ha sido la colonización: la dominación más allá de las fronteras.
Puede que el lector encuentre arbitrario el esquema de desarrollo de este libro. Y tendrá razón. Así, los muros de migración, aquí tratados en el segundo capítulo, son mucho más que un arma ideológica. También son fuente de beneficios, y el signo claro de una relación de fuerza entre los Estados que los edifican y aquellos a los que se les impone su presencia. Se podría, por tanto, haber hablado de ellos en el primer capítulo, o en el tercero. Igualmente, la equiparación practicada entre inmigración y terrorismo no es tan solo un trapo rojo agitado por los políticos necesitados de legitimidad, sino que responde a tácticas económicas que favorecen la carrera hacia las tecnologías punta en materia de identificación y de control. De forma inversa, estas tácticas económicas no explican por sí solas la privatización de las compañías que organizan las escoltas de los inmigrantes extraditados, lo que contribuye a la banalización de la expulsión. Se podrían haber agrupado de forma diferente las partes del libro en cuatro capítulos. Pero lo esencial no es eso. Se trata de identificar, con una lupa de gran aumento, ciertos recursos ocultos de los controles migratorios. Finalmente, en el último capítulo se verá, basándose en dos ejemplos emblemáticos (la agencia Frontex y los campos de extranjeros), la forma en la que en general cohabitan, o más bien se mezclan, estos diferentes recursos.
Sería exagerado afirmar que los controles migratorios no responden en absoluto a los objetivos de vigilancia y de disuasión establecidos por aquellos que los implantan. Esto sería negar una realidad que conocen demasiado bien los millares de personas detenidos cada día en las proximidades del muro que separa México de Estados Unidos, perdidos en el desierto del Sahel, naufragados en el golfo de Adén o en el estrecho de Mesina, extorsionados entre Argelia y Marruecos, y escondidos en los ejes de un camión articulado entre Calais y Douvres; todos aquellos para los que la ruta del exilio es sinónimo de carrera de obstáculos, y que tal vez no lleguen jamás a su destino. Pero este libro postula que la gestión de las fronteras sirve también para muchos otros intereses de aquellos que pretende defender. Y que estos intereses, imponiéndose al resto, socavan toda posibilidad de reflexión coherente sobre la organización de un mundo en el que la gente nunca cesará de desplazarse.
Fragmento de El negocio de la xenofobia. ¿Para qué sirven los controles migratorios?, de Claire Rodier. Traducción de Iván García Barbeitos. Clave Intelectual, 2013.
El germen de este libro surgió a partir de una constatación y de un interrogante. Los últimos veinte años del pasado siglo y los que van del presente han sido testigos de la progresiva conversión de la inmigración en un tema polémico que rara vez abandona la primera línea de actualidad. Es cierto que,...
Autor >
Claire Rodier
Es jurista, cofundadora de la red europea Migreurop y especialista en políticas de inmigración.
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