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Un balón rebotado y el oportunismo de Pedrag Mijatovic. Su hábil recorte para alejar el cuero del meta Peruzzi y un suave remate con el que besar la escuadra más dulce del Amsterdam Arena. Si a un madridista le pidieran su opinión acerca de un enfrentamiento ante la Juventus de Turín, ¿cómo no evocar aquellos gloriosos segundos? Porque 32 años amenazaban con ser demasiados para seguir creyendo el cuento contado por padres y abuelos. El de un rey de Europa sin corona, sin gloria ni celebraciones en color.
Sin embargo, si tuviéramos que elegir una sola imagen con la que inmortalizar el choque entre dos de los colosos de la historia del fútbol europeo, ésta bien pudiera ser otra. Podría ser la de David Trezeguet fulminando a Casillas tras enganchar de primeras un balón suelto en el área. O la de Alessandro Del Piero sacando la lengua, burlón él en su alegría por haber agujereado una vez más la defensa madridista. O podría ser la que retratara la impotencia de Fernando Hierro, zarandeado hasta la lástima en mayo de 2003.
La memoria juega a veces malas pasadas y opta por esconder los recuerdos más duros en beneficio de los bellos. Para el Madrid, la historia de sus enfrentamientos ante la Juventus es un buen ejemplo de ello. Aliviados por ahorrarse el sofocón de batirse en el Camp Nou o en el Allianz Arena, los blancos, lejos de su mejor momento, sonrieron al verse enfrentados a los turineses en la última parada antes de la final de Berlín. Y los antecedentes no invitan al optimismo. A pesar de la Séptima y de que en 1986 Buyo salvara en Turín una tanda de penaltis, el balance en la historia reciente difícilmente puede ser peor: desde que la Champions League fuera concebida como tal en 1992 cada emparejamiento con los italianos en una eliminatoria ha supuesto el adiós de los blancos a la competición. De hecho, nunca han ganado en Turín a excepción de la primera vez que sus caminos convergieran. La primera y la última. Fue en 1962 y Di Stéfano marcó el gol del triunfo.
Aliviados por ahorrarse el sofocón de batirse en el Camp Nou o en el Allianz Arena, los blancos sonrieron al verse enfrentados a la Juve. Y los antecedentes no invitan al optimismo
Sin esperanzas ante el futuro campeón
Superando una ausencia de cuatro años, el Real Madrid volvía a la Copa de Europa en la temporada 94-95. Se estrenaba en la rebautizada Liga de Campeones y en ella empeñó su campaña, tan nefasta en España que quedó excluido de toda competición internacional al año siguiente. A pesar de perder ambos partidos contra el Ajax, vigente campeón, en la fase de liguilla (1-0 y 0-2), el juego desplegado en el Bernabéu frente a la Juventus disparó el optimismo en Chamartín. Era la ida de los cuartos de final y el Madrid, cuajando su mejor partido del año, había avasallado a su rival. Únicamente el marcador, muy corto para la vuelta en Delle Alpi (1-0), ensombrecía las expectativas madridistas. Raúl había aprovechado uno de esos pases sin mirar que tanto gustaban a Michael Laudrup para adelantar al Madrid al poco de empezar, pero el marcador no volvió a moverse. Un clamoroso error de Zamorano en el mano a mano con Peruzzi permitió a la Juve volver a casa viva. “Sólo hemos jugado una parte”, advertía el técnico juventuno, Marcello Lippi.
Dos semanas después el Madrid aterrizó en Turín con las bajas de Buyo, Sanchís, Redondo, Hierro y Zamorano, y lo que es peor: la sensación de que sostener la ventaja obtenida en la ida iba a ser casi imposible. El abatimiento condenó a los de Arsenio y dio alas a los bianconeri que, reafirmando las palabras de su entrenador, dieron la vuelta a la eliminatoria sin grandes alardes. Del Piero en la primera mitad y Padovano en la segunda certificaron el pase sin que el Madrid inquietara apenas la meta de Peruzzi.
La Juve acabaría proclamándose campeona de Europa, destronando en los penaltis al Ájax de Van Gaal, mientras que el Madrid se echaría a los brazos de Fabio Capello y sus nuevos refuerzos. A Concha Espina llegaron entonces los Seedorf, Roberto Carlos, Mijatovic, Suker, Illgner y compañía con los que Jupp Heynckes lograría la ansiada Séptima Copa de Europa, la primera en color, precisamente ante la Juventus. Volverían a encontrarse cinco años después, en busca de una final que se celebraría en Manchester.
Vete a tu pueblo, Hierro
El proyecto ‘florentiniano’ de los galácticos, aquella fantasía megalómana con la que se aventuraba la conquista del mundo, pasaba por su momento álgido en 2003. A su colección de estrellas, coronada en Europa por novena vez (la tercera en cinco años), se le había unido Ronaldo, resucitado en un Mundial de Japón y Corea del Sur donde había demostrado que aun sobrándole unos kilos y faltándole carreras era, sin lugar a dudas, el artillero más letal del planeta.
Aun así, aquel derroche de calidad de los galácticos desafiaba las leyes futbolísticas del equilibrio, y la tendencia al escaqueo de sus estrellas en tareas defensivas provocaba algún que otro disgusto a los suyos. A punto estuvo de costarle la eliminación en Europa, pues en la fase de grupos el canterano Portillo, sobre el cual se depositaban todas las esperanzas de futuro por entonces, había salvado a la galaxia del más espantoso de los ridículos con un gol en el descuento de Dortmund.
La Juve no tuvo menos apuros para llegar a los partidos decisivos. Con el Manchester United dominando su grupo, los italianos pugnaron con el Deportivo y el Basilea por hacerse con el segundo puesto. Un triple empate dio el pase a los turineses, que habían tumbado al Dépor con gol de Tudor después de remontar un 1-2 a los coruñeses. En otra demostración de superación, la Juve se deshizo en cuartos de final de un Barça que en Europa compensaba los vaivenes que sufría en Liga. Sólo un empate ante el Inter había evitado el pleno de victorias azulgrana en las dos primeras fases. Dos empates a uno llevaron la eliminatoria a una prórroga en la que Zalayeta enmudeció al Camp Nou. En semifinales esperaba un Madrid que había recuperado todas sus credenciales tras exhibirse frente al Manchester United, al que había endosado en dos partidos seis goles, tres de ellos de Ronaldo, despedido con honores en el Teatro de los Sueños.
El Real Madrid tenía una bomba con la que dinamitar los partidos y ese año no había defensa que pudiera desactivarla. Con apenas veinte minutos de juego, Ronaldo conectó con Morientes para dirigirse a la meta defendida por un imponente Buffon. Nada importó. En tan solo dos toques encauzó el balón y con la facilidad a la que sólo los maestros pueden aspirar, firmó el 1-0. La Juve aguantó y cuando el descanso estaba servido Trezeguet encontró un balón perdido a escasos metros del gol. 'Demasiado bueno para ser verdad', debió decirse (1-1). Las malas noticias siguieron para los blancos, pues Ronaldo tuvo que abandonar el partido por una lesión muscular. Sólo Roberto Carlos, cuando mejor pintaban las cosas para los visitantes, pudo animar al Bernabéu con un fuerte disparo desde más allá del vértice izquierdo del área grande (2-1). La ventaja, aun exigua, daba aire al Madrid que recuperaba a Raúl para el partido de vuelta y se reservaba en el banquillo a un Ronaldo cuya presencia en la convocatoria ya suponía un milagro. El protagonismo, en cambio, no estuvo en la delantera del autoproclamado mejor equipo del mundo, sino en el corazón de su defensa. Allí, su baluarte durante tantos años pasó una de sus peores noches en un campo de fútbol. Aquel 14 de mayo en Turín Fernando Hierro vivió una pesadilla.
Su baluarte durante tantos años pasó una de sus peores noches en un campo de fútbol. Aquel 14 de mayo en Turín Fernando Hierro vivió una pesadilla.
La Juventus, sabia, no especuló con el gol que le bastaría para llegar a la final. Era perfectamente conocedora de la pólvora con la que contaba el rival, demasiada como para apostar a un partido con pocos goles. El bombardeo no se hizo esperar. Nedved colgó un balón pasado sobre el arco de Casillas que el hábil Del Piero, suspendido en el aire supo devolver al juego. Esperaba el balón Trezeguet, al que Hierro no había acompañado en su marcaje y que solo, a bocajarro, no dudó en fulminar a un Casillas. Delle Alpi, disimulaba su pista de atletismo y bullía convertida en una olla a presión. La locura se apoderó de la capital del Piamonte cuando a escasos minutos para el descanso Del Piero ‘pinchaba’ un semi despeje de su defensa y encaraba a Hierro. Un amago, dos, latigazo al palo corto de Casillas antes que el zaguero del Madrid pudiera siquiera recomponerse. Ya en la segunda mitad, Nedved ponía punto y final a la aventura blanca en ‘Champions’ con una carrera que volvía a retratar al ‘4’ del Madrid, al que Manolo Lama lapidaba con el famoso Vete a tu pueblo, Hierro.
Antes había hecho aparición Ronaldo, cuya sola presencia en la banda junto al cuarto árbitro había desatado los temblores entre los defensas juventinos. No era para menos, pues poco le bastó para provocar un penalti con el que igualar la eliminatoria. Pero Figo falló ante Buffon. Nedved no, y el gol postrero de Zidane no sirvió de nada (3-1). Los galácticos habían caído descosidos en defensa y abrumados por un equipo con más corazón e ímpetu. Aquella noche retiró a Hierro del Real Madrid. No solo a él, pues junto al malagueño tomó la puerta de salida el entrenador Vicente del Bosque. “La alineación me ha extrañado un poco”, comentó Florentino Pérez, al cual no le bastó la consecución de la 29ª Liga para renovar a su técnico. El Madrid no volvería a una semifinal europea hasta ocho años más tarde.
Una muerte al ritmo de Capello
No hubo que esperar tanto para asistir a un nuevo duelo entre los dos gigantes. Dos años después sus caminos volvían a cruzarse, en esta ocasión en los octavos de final. El banquillo del Madrid ya se había convertido en una patata caliente que explotaba a impulsos de una presidencia que disimulaba menos su mano en la dirección deportiva. Vanderlei Luxemburgo, tercer entrenador de la temporada, dirigía al equipo cuyo rumbo había encauzado García Remón en Champions, salvando la primera fase por detrás del Bayer Leverkusen. Su segundo puesto le dejaba sin ventaja de campo y le condenaba a jugar contra un primera espada del torneo. Otra vez la Juve.
Para reemplazar a Lippi (reclamado por la nazionale en busca de un Mundial que acabó consiguiendo) los Agnelli habían elegido a un viejo conocido por la afición madridista, Fabio Capello. No tardaría en notarse la mano del áspero director de orquesta: los bianconeri eran un conjunto organizado, ganador y aburrido. Su eficacia estaba fuera de toda duda: seis goles le bastaron, uno en cada partido, para liderar su grupo con cinco victorias (dos de ellas frente al Bayern) y un último empate con el liderato garantizado.
No tardaría en notarse la mano de Capello: seis goles en seis partidos bastaron a los juventinos para liderar su grupo
Lanzado hacia el primero de sus dos scudettos consecutivos, la Juventus se plantó en el Bernabéu y el Real respondió. Los galácticos habían iniciado un inexorable declive pero era un equipo de grandes noches y la ocasión lo merecía. Zidane, de capa caída durante todo el año, supo atender las necesidades del partido y se dejó ver para alegría del respetable. El poste frenó por dos veces a los blancos, que al final sólo cosecharon un gol a merced de la chepa de Iván Helguera a la salida de una falta botada por Beckham. La Juventus volvía a escaparse viva de Chamartín (1-0).
En Italia la Juve escurrió el partido gota a gota al gusto de Capello. El técnico juventino dejaba correr el tiempo sin que pudiera detectarse un mínimo de inquietud en los suyos, en desventaja desde el principio. Embotado en una falsa sensación de seguridad, el Madrid se dejó llevar sin más arma que la de Ronaldo, huérfano en punta. A falta de quince minutos para el final, los blancos vieron (o revivieron más bien) cómo Trezeguet, quién si no, le hacía un gol en exactas condiciones al conseguido en la misma portería dos años antes. El partido ya estaba igualado y los locales no necesitaban más. El Madrid acabaría diluido en la prórroga y su única apuesta para llevarse el partido, Ronaldo, se despedía expulsado del sueño de una ‘orejuda’ que nunca llegaría para él. Zalayeta, verdugo del Barça dos años antes, puso punto y final al drama de unos galácticos que volvían a estrellarse, y de un Madrid que sucumbía de nuevo en Turín.
Un balón rebotado y el oportunismo de Pedrag Mijatovic. Su hábil recorte para alejar el cuero del meta Peruzzi y un suave remate con el que besar la escuadra más dulce del Amsterdam Arena. Si a un madridista le pidieran su opinión acerca de un enfrentamiento ante la Juventus de Turín, ¿cómo no evocar aquellos...
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