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Restaurante Casa Guanchao, Canillejas. Madrid. Menú 8 euros.
El gran Imperio Chino no fue poderoso entre la dinastía Qin (221 a. C.) y la dinastía Qing (1912 d. C.) sino tras la muerte de Mao Zedong en 1976, superados sus intentos de distopías marxistas-leninistas convertidas en dos pesadillas siniestras llamadas Gran Salto Adelante y Revolución Cultural, tras la etapa Deng Xiaoping, cuando en los años noventa Zhu Rongji y sus boys inventaron la cuadratura del círculo o el "socialismo capitalista chino" y consiguieron una tasa de crecimiento del PIB del 11,2%. Luego con Hu Jintao, ahora con Li Keqiang, el Gran Imperio Chino hoy, ahora, en el presente, es de verdad grande y poderoso. China es el gran prestamista, el gran inversor, el gran fabricante y traficante de todo lo que de imaginable e inimaginable compramos en occidente. ¿Comunista?, "no importa gato blanco o gato negro si caza ratones" y con un PIB anual de 17,63 billones de dólares los caza todos. ¿Derechos humanos? Con un salario medio mensual de 270 euros y las facilidades de logística de la globalización los capitalistas más montaraces y reaccionarios están encantados con la República Popular, el paraíso de cualquier multinacional que quiera fabricar bueno, bonito y barato desde un iPhone de Apple a un gatito dorado que saluda. Aquí el Gobierno de Rajoy no es menos y está entusiasmado con que los nuevos ricos chinos compren el Edificio España, monten de verdad un Eurovegas en la carretera de Extremadura o adquieran la producción presente y futura de todo el jamón ibérico.
Hummm… ¿no era esto Gastrología?, ¿a qué viene ahora resucitar la momia de Mao y joder con un PIB del 11%? Así es, pero la visión del arroz tres delicias y el cerdo agridulce de este restaurante que nos ocupa hace que me vaya por las ramas y recuerde que a Mao le encantaba el hong shao rou, una especie de panceta cocida en soja y anís estrellado. El sabor de este pan de gambas y los tallarines con brotes de bambú hace que me disperse y piense en las miles de "tiendas de chinos" que han aparecido en las últimas décadas en nuestras ciudades y recuerde aquel primer restaurante de mi adolescencia (doscientas pesetas el menú, poco más de un euro) en el que devoraba con avidez los rollitos de primavera inundados de salsa agridulce rosa fluorescente, y recuerde con ternura a mis amigas marxistas-leninistas-maoístas, mi primer wok comprado en Londres o aquel puñado de pimienta de Sichuan importada por cauces poco legales. Y el espectáculo de este plátano frito del postre, cuan magdalena de Proust, provoca que rememore mi alucinado paseo de veinteañero por los mercados de Chinatowm, mi sorpresa ante frutas y verduras extrañas que jamás había probado, las mil clases de peces y mariscos que se venden vivos y se exponen en acuarios y cubos con agua, galápagos, ranas inmensas, anguilas, tilapias, carpas boqueantes, patas de gallina, crestas, vísceras de todos los colores y formas de animales casi mitológicos o sin casi. Descubrí entonces, en aquel mercado del barrio chino de Nueva York, que los extremeños tenemos algo de chinos o los chinos de extremeños, debe ser la necesidad, la cultura de la carencia, el ingenio del hambre porque también nuestra cocina está o estaba llena de platillos exquisitos de vísceras, comíamos lagartos y ranas, extrañas yerbas del campo, rabos o cortezas crudas de cerdo y muchos otros suculentos alimentos que hacen arrugar el entrecejo a más de un turista despistado que se pierda por la China o la Extremadura más profunda. Por eso, hoy, cuando tengo morriña de mi tierra, no voy a la tienda étnico-delicatessen de El Corte Inglés de Callao a devorar un poco de morcilla de calabaza sino que me acerco al mercado de la plaza de los Mostenses y entre los puestos de vísceras diversas, yerbas raras, montañas de patas de pollo y peces con barbas, me siento como en casa, no es broma. Además en la parte de arriba del mercado hay dos restaurantes de cocina chifa (chino-peruana) de lo mejor de Madrid y muy baratos.
Pero confesemos la verdad: la cocina china no existe, como no existe una cocina europea o, si me apuran, una cocina española. No podemos olvidar que la quinta parte de los habitantes del planeta son chinos y que la diversidad cultural de ese continente es enorme, así que no todo son palillos, salsa de soja, salsa de ostras, polvos de glutamato, fideos de arroz o pato lacado a la pequinesa, tenemos la cocina mandarina, la de Jiang-Huai, la de los Hakka, la de Sichuan, Chiuchow, Shanghái, Fujian, Macao, Yunnan, Hainan o Nan Yan, la imposible cocina arqueológica imperial con recetarios propios de un sueño húmedo de Marco Polo o la humildísima y rica cocina de los hutongs del casco antiguo de Pekín que nos cuenta el conmovedor libro de recetas del músico Guo Yue. Guisos de cuando era niño en los sesenta, vivía o sufría la Revolución Cultural y su único juguete era una libélula viva. Las cocinas chinas nos deslumbran a poco que metamos la lengua en ellas sin prejuicios ni prevenciones. Se trata de cocinas inventadas o destiladas por miles de años de tradición, una cultura que une íntimamente alimentación y salud, que utiliza cientos de productos del reino animal, vegetal y mineral, una cocina de contrastes, rarezas y sorpresas propiciada por décadas de hambrunas y carencias que obligaron a la imaginación humana a convertir en delicia una piltrafa, un desperdicio, una alimaña o un yerbajo.
Para un antropólogo glotón las grandes cocinas del mundo son sin duda, por su variedad, sofisticación y tradición: la china, la mexicana y la francesa. Luego tendríamos las que agrupamos bajo el común denominador de "la dieta mediterránea", hoy extinta (España, Italia, Grecia y Marruecos), pero esta es otra historia pendiente de explicar.
¿Y qué hay de esas míticas y complicadas cocinas chinas en este restaurante "chino" de un barrio obrero de Madrid?, ¿qué hay en este menú de chopsueys y pollo con shiitakes que sea de verdad "chino"? Todo. Nada. Los restaurantes chinos han sufrido la mala prensa de la arrogancia e ignorancia del español nuevo rico devorador de mariscadas y ternascos, la propia del prejuicio y el miedo al diferente, al desconocido, al extraño. Sus defectos o virtudes, el estado de sus cámaras, despensas o fogones, son similares a cualquier otro restaurante de ese precio: ocho euros el menú (no hay puturú ni sferificaciones, lo siento). Además, el refrán "gato por liebre" es español y del XVIII. La fama de su abuso del glutamato monosódico es similar al uso que dan de esta sustancia los restaurantes playeros para turistas lowcost, las hamburgueserías industriales, las sopas de sobre o los snacks de colorines que los españoles consumen sin empacho.
Me gusta este chino. Su carta es similar a la de los otros cuatro mil restaurantes chinos que hay en España, sea cual sea la región de la que vinieron estos intrépidos aventureros y comerciantes. Soy extremeño, no lo olviden, tal vez en lugar de descendiente de los Vettones hurdanos, mezclados con romanos emeritenses, trufados de vándalos de Báltico y bereberes de numidia, salpimentados de judíos y moriscos conversos y de alemanes pelirrojos venidos con Carlos V amantes del pimentón americano, corra por mis venas algo de sangre china. Y si no corre hoy ya correrá mañana, que el futuro y el amor son siempre agridulces.
Nota: Muy recomendable el libro MÚSICA, COMIDA Y AMOR. Sabores y sonidos en la China de la Revolución Cultural, de Gou YUE y Clare FARROW. Editorial Kailas. Con riquísimas recetas de los barrios más pobres de Pekín.
Blog del autor: Gastropitecus Glotón. Porque somos lo que comemos y amamos.
Restaurante Casa Guanchao, Canillejas. Madrid. Menú 8 euros.
El gran Imperio Chino no fue poderoso entre la dinastía Qin (221 a. C.) y la dinastía Qing (1912 d. C.) sino tras la muerte de Mao Zedong en 1976, superados sus intentos de distopías marxistas-leninistas convertidas en dos...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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