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Charlas flamencólicas (II)

“La metamorfosis de Kafka es mi autobiografía”

Miguel Mora 14/05/2015

Israel Galván.
Israel Galván. RENE ROBERT

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El riesgo y la anarquía son los sellos de Israel Galván (Sevilla, 1973). Es un raro, un revolucionario duro que amaga el baile clásico y lo hace pedazos. Galván sale a escena vestido como para matarlo, pero en cuanto despliega ese arte extraño, a medias intelectual y enamorado, dan ganas de llevárselo a casa. Taconeos sincopados que suenan a Stockhausen, punterazos vanguardistas, medios tonos y fraseos a medias, requiebros de un surrealismo como sin terminar, parones y braceos llenos de humor y sabor, carreras suicidas, escobillas matizadas que recuerdan al laboratorio enduendado de Morente, percusión golpeando con los dedos en los dientes como Vicente Escudero, ramalazos de baile primitivo-contemporáneo-corralero-femenino...

Descifrar ese mundo subconsciente (Galván coreografió La metamorfosis) requiere más un psicoanálisis que una crónica flamenca. Galván es un solitario que ha destruido y reinventado el baile flamenco, el niño prodigio que decidió rebelarse contra sus maestros y dedicar su talento a desestructurar el arte de La Malena y la Macarrona para  renovarlo desnudando ante el público los frágiles hilos secretos de la estética y la representación clásicas.

Aprendiz a la fuerza desde los cinco años porque era hijo de bailaores, Galván odió el baile hasta los 18 años. En 1995 y 1996 ganó tres de los concursos más codiciados del país haciendo el clásico baile macho y farruco que le había enseñado su padre, José Galván, pero entonces ya llevaba en el corazón la postura de Mario Maya que le hizo pensar que el baile merecía la pena.

Entonces montó Los zapatos rojos con Manolito Soler, bailaor y percusionista, genio cómico del ritmo, y empezó a reírse de sí mismo y a destruir lo que había aprendido. Fijándose en los más antiguos, Escudero, Ximénez, Vega, se convirtió en el más genuinamente moderno.

Tartamudo, tímido, rubio, bajito, aquejado de escoliosis, con barba rala, metido en un cuerpo mal acabado y de estampa antiflamenca, Galván fue dinamitando poco a poco los cimientos del baile gitano con su actitud individualista y radicalmente valiente. Su danza está hecha de gestos sin acabar, intuición corporal, olvido. Pero se recuerda siempre. Es una especie de búsqueda instantánea, un ramalazo que sin embargo revela reflexión, poesía, ternura, cuerpo. Su flamencura parece abstracta y fría pero siempre emociona o perturba. A ratos huele a inteligencia, otras a coraje; pero hay también humor no exento de autocrítica, minimalismo, sinceridad, rabia.

Entre la incomprensión de sus padres y la ceguera de gran parte de su entorno profesional, Galván fue imponiendo poco a poco el sello de una genialidad a veces hermética pero siempre sorprendente: Nueva York, Roma, París, Lisboa... La sencillez de sus propuestas escénicas, siempre alejadas de artificios y alérgicas al desplante que busca el aplauso fácil; la sabiduría en la elección de la música y los cantaores (Morente, Poveda, Diego Carrasco, Terremoto…), la brutalidad y belleza de su presencia le han convertido en el bailaor más personal del panorama flamenco y por tanto en el más interesante. Israel Galván es el palestino que ha ganado la Intifada del baile con una sola piedra: el talento. Esta entrevista fue realizada en 2008 para el libro La voz de los flamencos, publicado por la editorial Siruela. 

No busco que me entiendan, eso me da igual. Lo único que quiero es que la gente no aparte nunca los ojos del escenario. Y que una vez acaba el espectáculo sientan que ha cambiado el estado de su cuerpo.

¿Podría definirse en cuatro palabras?

Soy un tipo inquieto, me hicieron bailaor a la fuerza, desde chico caí en una familia flamenca ortodoxa y a los cinco años ya me llevaban arrastrado a la escuela de mi padre. Yo sólo quería ser un niño normal, no un niño que baila. En la pubertad me encerré en el baile. Todavía no bailaba al revés; estaba entre lo que me enseñó mi padre y la disciplina de Mario Maya. Entré  en su compañía en 1992 y un poco más tarde fui al Ballet Andaluz. Debuté en Réquiem como solista. Luego bailé para los jurados en los concursos de Córdoba de 1995 (gané La Farruca) y en el 96 en La Unión (El Desplante) y la Bienal de Sevilla (Mejor Joven). Tengo dos carreras, la de antes de Los zapatos rojos y la de después.

Los zapatos rojos fue el inicio de la rebelión.

Noté que tenía dos públicos: se hizo una bola entre la ortodoxia, la disciplina de Maya, aunque Mario sea un innovador, y la necesidad de no aburrirme. Me cansaba mirándome en el espejo y viendo siempre el mismo bailaor. Cada espectáculo iba cambiando la técnica, la forma de bailar, para no repetirme, y ahora tengo dentro muchos personajes, muchos bailaores. Con las herramientas ortodoxas del cuerpo me he convertido en una máquina de gestos libres. A todos los movimientos y a los no movimientos de la vida les veo cabida en el flamenco. Sin que esos gestos se sacrifiquen a un guión, sino siendo libres, no para explicar el guión sino para enseñar la libertad del movimiento libre.

¿Se siente flamenco?

Lo que siento es que he ganado la libertad y que mi libertad es flamenca. Eso me da fuerza. Cada vez me siento más flamenco. Me dicen que estoy más raro que nunca, pero yo me veo más flamenco. Cuando vas a festivales de danza fuera de España ves que el flamenco es diferente a todas las demás danzas. Por eso yo rechazo la palabra fusión, hago flamenco a mi manera, sin más. Me tomo ciertas libertades, claro, pero lo importante es la forma; sus movimientos son distintos a todas las danzas, pero eso no tiene que atajar los gestos del cuerpo. Hay una base antigua que te mediatiza, pero es bueno salirse de esa base para volver a ella.

Paradoja: Morente dice que siendo tan moderno es usted el que más recuerda a los antiguos.

Uso poses de Vicente Escudero, de El Lamparilla… Muchas veces parece que el flamenco empieza en Gades y en El Güito. Pero Escudero bailaba más libre. Luego el flamenco se teatralizó, lo que pasa es que la gente no echa la vista tan atrás. Lo genial de Escudero es que en su decálogo se contradicen unos mandamientos con otros.

Madre gitana, padre payo. ¿Su baile es gitano?

No hay pasos gitanos, quizá lo gitano se distingue en la forma de hacer los gestos más simples. Los payos pueden bailar tan bien como los Farrucos; Farruco fue un heterodoxo también, se salió, creó su propia fuente, y de ella beben muchos. Hay un estilo farruquero más que un baile gitano: el baile farruco, macho, salvaje, masculino; Mario Maya es gitano y puede parecer afeminado; nada que ver. El Güito hace flamenco, no hace baile gitano ni payo.

¿Tuvo suficiente formación en baile contemporáneo?

Si no hubiera tenido esa formación flamenca no me habría atrevido tanto a destruirla. La idea es: me formé y ahora lo deformo. Tengo la enseñanza justa para lo que hago; me hubiera gustado que el baile me empezara a gustar antes de los 18; si hubiera sido más curioso, habría estudiado folclore y sabría tocar palillos, bailar la jota, esas cosas. Si hubiera sido niño de vocación ahora bailaría danzas españolas, y eso lo echo de menos; estudié un poco de clásico con Mario Maya, hora y media diaria. Tuve suerte, si hubiera aprendido la técnica Graham, o Bausch, quizá el cuerpo se me hubiera educado; todo lo que he hecho saliéndome de la ortodoxia flamenca era espontáneo, ineducado, huyo de todo lo que huela a moderno o contemporáneo, imitar eso no sería flamenco, sería una fusión mala. Desde Nijinski y Duncan hasta ahora ha pasado mucho tiempo, pero el flamenco tiene que ver el mundo como es. Con los años, la libertad ha ido creciendo. 

Y hay muchos rincones por explorar…

El yugo del flamenco rítmico que impusieron Paco y Camarón ha impregnado todo, queda por descubrir toda la parte oscura; tenemos que investigar, no bailando palos nuevos sino descubriendo formas nuevas de bailar, basadas en el ritmo, en sacar de contexto el guión, la estructura del baile, acabando con ese guión fijo: falseta-llamada-escobilla-bulería-remate. Hay que desestructurar ese baile, los pies pueden ser la guitarra, el cante para bailar ha evolucionado y ahora cantan para el baile, y no como antes que se bailaba para el cante; pero hace falta cambiar la gramática del baile, usar los palos ya hechos para desarrollarlos; romper las estructuras hechas es el reto. Hay que apedrear el escaparate estético para poder ver los bailes por dentro.

¿Qué es lo siguiente?

Quiero plasmar textos bíblicos sobre el Apocalipsis con el fin de ver el baile flamenco en su forma más bestial, más extrema, más siniestra; los textos siempre los preparo sobre una idea, con Pedro G. Romero, un artista plástico. Él es la persona que me ayuda a despejarme, a aclarar ideas, pero elijo los textos yo mismo. En el nuevo espectáculo están los textos sobre la Ramera y la Bestia Salvaje; el gran terremoto, los Cuatro Jinetes, el gran silencio, la Resurrección… Todo eso me sugiere formas musicales y una forma nueva de bailar. Trato de reinventarme con pasos nuevos, gestos nuevos, pero lo más importante es encontrar una nueva técnica; en el caso de la Ramera me da la oportunidad de bailar como una mujer. A ver lo que sale.

¿Le importa que se entienda el argumento?

Cada persona ve una cosa; sacrificarme para ser entendido no me interesa; me da igual que se les olvide todo lo que hecho; lo único que me interesa es meter al público en un viaje de ideas, de ritmos, de efectos visuales, con el cuerpo y con la música; aunque no entiendan nada, que se queden con un estado de cuerpo distinto. Me gusta que el escenario sea un laboratorio y dejar que vean lo que estoy haciendo sin dar muchas explicaciones; me preocupa que, aunque no se entienda, la gente esté conectada. El peligro es cuando el ojo no ve una emoción sino una sucesión de pasos; eso me da miedo y huyo de eso.

¿Y los aplausos? ¿Eso que Pilar López llama el “Viva Cartagena”?

Los efectismos para buscar el aplauso no me interesan nada; la forma del baile, la estructura, no la sé por adelantado, tengo un guión personal en cada palo, libre, que no sigue las escobillas en un sitio, el remate en otro…; a veces todo va junto; recuerdo una farruca con Gerardo Núñez que tenía un guión hecho deconstruido; todas las llamadas en un sitio, todos los marcajes en otro y todas las escobillas o zapateados en otro; pero habitualmente no lo hago así, depende del espectáculo.

 ¿Quiere contar cómo han sido sus espectáculos? Podemos empezar por el último, Tábula rasa.

Llevamos seis funciones; la idea es bailar con el clima del que sale antes: primero hay un concierto de piano flamenco, de El Churri; luego sale la cantaora Inés Bacán dándose compás en una mesa con los nudillos… El título se refiere a que se trata de hacer el flamenco lo más despojado posible… Después hay una coreografía mía, sin música: bailo un palo que no hay. La gente reconoce la siguiriya por la lentitud, por el movimiento, pero no está definido: está todo, se huele, pero no se ve. El reto es que el público vea una guitarra y un cante sin verlo.

¿El anterior es La edad de oro?

Sí, la idea era hacer palos chiquititos, un muestrario de palos; por ejemplo la soleá, que duele durar entre 12 y 20 minutos, la hice en tres o cuatro. Me fijé en los anuncios de televisión: te venden un café en un minuto y te enteras perfectamente; pensé que se podía contar la soleá en mucho menos tiempo. El cantaor es Terremoto, que es menos rítmico que los de ahora. Antes los cantaores para bailar hacían la soleá de otra forma, más libre; resulta que cantar así ahora se adapta a mi libertad. El espectáculo sólo enseñaba los tres elementos básicos del flamenco: un cantaor, un bailaor y un tocaor. Sin adornos. La idea surgió cuando en un festival me dijeron: “Tráete el violín”. Me dio coraje que me metieran en un paquete, y decidí hacer ese formato minimalista.

Arena ha sido su incursión en el mundo del toro.

El toro siempre estuvo en casa. Mi tío era novillero. En los espectáculos flamencos siempre me pareció que el bailaor toreaba, que cogía el capote. Una frase de Dominguín, Luis Miguel: decía que el público era la muerte, te daba la muerte. Eso me conectó con un espectáculo de clima taurino, arriesgando con la escenografía para que el público me diera la muerte artística si fallaba, si me descuidaba. Me obligaba a estar en el alambre. Salía encerrado con seis bailes, y todos tienen que ver con el toro, cada uno con un clima distinto. Cada palo tenía el nombre de un toro que había matado a un torero. El primero trataba sobre la idea de Belmonte de parar el toreo; era una rondeña en la que se para el cante y la guitarra. Luego había un dúo con una mecedora de hierro, que simbolizaba el riesgo; y unas alegrías con el cuerno del Gastor, un instrumento que suena un poco árabe. Otro toro es una bulería, lo más festero, con Diego Carrasco. El quinto es un toro que es persona y se enfrenta con el muro del burladero, cualquier muro del mundo; y el sexto era el reto de bailar Paquito el Chocolatero. Me puse a leer y descubrí que el toreo está lleno de detalles muy filosóficos, pero traté el toreo de una forma neutral, sin contarlo bonito ni feo. La fiesta del arte, pero también muy bestia. Morente me grabó unos vídeos cantando en la Maestranza que no tienen precio. Él daba el paso de toro a toro.

Morente también colaboró en el anterior, en lo de Kafka...

No conocía el libro, pero lo leí entero la noche que lo compré en el Vips. Pensé que era una novela nueva de ciencia ficción y cuando lo leí me vi reflejado en mi familia. Había hecho antes Los zapatos rojos y mi madre me quería encerrar, no quería que nadie lo viera, querían acabar con ese bicho raro, ese fantasma. La novela me recordó mucho a mí. Se parecía mucho, era mi autobiografía. La idea para representar el bicho fue coger bailaores antiguos de estilo distinto, raros como Enrique el Cojo que era jorobado, deforme. Bailaores-bicho para hacer el paralelismo insectos-bailaores. La música de Ligetti, y la de Enrique, creaba un clima de cuento angustioso. Como en flamenco nunca se había hecho Kafka, los titulares sólo hablaban de Kafka. Pero el caso es que a mí nunca me pareció raro, veía el clima del libro completamente actual, familiar, normal. Y en el romancero encontré muchas letras sobre bichos: las busqué y había montones, ja, ja. Se ve que hay una conexión clara entre Kafka y el flamenco. Cuando alguien destaca, los flamencos decimos siempre: “Ese es un bicho”.

Y acabamos en Los zapatos rojos.

La relación con Manolito Soler fue fundamental. Él fue el maestro diablo que me limpiaba los zapatos y me enseñaba el camino del ritmo y el aspecto cómico del baile flamenco, que es tan importante, porque el flamenco sin esa vertiente cómica no es nada. Tenerlo tan cerca, en un dúo permanente, ver la reacción del público riéndose de gestos que no eran flamencos, y que incluso los flamencos se rieran de esos gestos, me hizo entrar en un universo nuevo.

Dicen de usted que es un moderno. Pero no deja de bucear en lo antiguo... ¿Quiénes han sido su inspiración?

La mejor manera de encontrar ideas es volver al flamenco de antes. Eso siempre es bueno, aunque te pegues dos años encerrado en ti mismo, siempre es bueno volver a Sabicas. Me sorprenden mucho Farruco y Mario Maya, son muy distintos pero en el movimiento tienen cosas muy especiales, los brazos de Farruco, el movimiento de un centímetro de Farruco es mágico, está lleno de cosas; Mario Maya es igual, en un estilo totalmente distinto, y como lo conozco lo tengo en la consciencia siempre: tiene la habilidad de ser hombre y mujer a la vez sin dejar de ser gitano, sin perder esa atmósfera, y tiene una elevación del cuerpo que es única, pero sin ser ballet clásico. Y Vicente Escudero: la manera de bailar en ese momento es increíble, su genialidad, su valor…

¿Los bailaores de ahora le interesan?

Me gusta la forma de hacer el guión del baile de Javier Barón; Cortés y Canales, cada uno a su manera, son buenos bailarines y bailaores. Me gusta que existan El Pipa, El Grilo y Farruquito. Y en mujeres, todo lo que hizo Carmen Amaya, su rompimiento de la mujer, y el clasicismo de Pilar López; luego hay un cambio en Belén Maya, y creo que la que recoge el trabajo de todas las bailaoras anteriores es Eva Yerbabuena: la que se lo explica a la gente. Resume el trabajo de Carmen, Pilar, Belén, y lo enseña. El futuro parece que ahora es de las mujeres; Rocío Molina le echa mucho valor; hay muchas cosas explicadas pero lo interesante es la forma de contarlo.

¿Y qué dice la familia de Kafka después de que haya triunfado en todas partes?

Mi madre no entiende bien que salga adelante; sólo se resigna o se alivia cuando me ve bailar por bulerías y tangos. Pero me temo que no lo va a entender nunca. No entiende siquiera cómo eso le puede gustar a alguna gente. Conecto mejor con los flamencos de la época de Soler que con los jóvenes; aunque mi público es más variado, parece que la generación anterior lo entiende mejor. Mario Maya tiene su propia disciplina y todo lo que se salga de esa estética le choca. Pero, en el fondo, el día que vi una postura suya en Ay jondo vi la puerta abierta a la heterodoxia. ¿Mi padre? El estilo de mi padre es más bien Farruco. Aunque Maya se salió de Gades y El Güito, a los dos les resulta difícil ver su estética rota...

El riesgo y la anarquía son los sellos de Israel Galván (Sevilla, 1973). Es un raro, un revolucionario duro que amaga el baile clásico y lo hace pedazos. Galván sale a escena vestido como para matarlo, pero en cuanto despliega ese arte extraño, a medias intelectual y enamorado, dan ganas de llevárselo a casa....

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Autor >

Miguel Mora

es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).

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