Manuela Carmena
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Tengo una amiga que es socia del Club de Campo. Socia por matrimonio --canónico--, ya que accedió a él por casarse con un señor que ya lo era. Siempre recuerda, al primer vino de turno, su debut en la piscina de ese fabuloso recinto. El mes de junio de 2004, con su biquini, su protector solar y su kilo de complejos, como toda mujer de periferia al mezclarse con gente plagada de apellidos compuestos. Recuerda cómo la señora que le dio la toalla, al ver su carnet provisional, le dijo con ardor: “¡Qué suerte tienes, te has casado con un socio!”. Y las carcajadas del socio en cuestión cuando ella le contó la anécdota.
También recuerda cuando, mientras se cambiaba de ropa en el vestuario, una amable compañera de taquilla le recriminó el escote de su bañador. Cómo le echó en cara su falta de pudor, “y delante de niños”. Las ganas que le entraron de decir algo, lo mucho que se arrepiente de no haber sacado a pasear el barrio que lleva dentro. Al menos conserva el bañador y no apostó por el cuello vuelto, tan de moda en usuarias de la copa A de sujetador.
Han pasado once años y mi amiga, aficionada cerril a la sociología barata, se encarga de deleitarnos las reuniones con todo un tratado de los socios. Con ese tipo de sinceridad empapada en sarcasmo que le da cuando, más de una década después, sigue sin socializar con nadie. Su socio tampoco. Ya saben: Dios los cría y ellos se retroalimentan.
Entre caballos, jugadores de golf, chapoteos y horas pasadas viendo columpiarse a las criaturas, decenas de clones disfrutan como ella de unas instalaciones que son 51% propiedad del Ayuntamiento de Madrid.
Con una cuota nada barata pero apenas un tercio de lo que costaría si fuera un recinto privado, señores conservadores, con cara de auditor, oposición y socio de Garrigues desde que nacieron disfrutan del patrimonio público.
Ellos hablan de dinero, de vez en cuando se permiten ese tipo de comentario machista que tantas carcajadas genera en el público que les escucha. Ellas, mientras tanto, se quejan de la chica que tienen en casa y no salen del diminutivo cuando se dirigen a sus hijos. Ellas, las pijas madrileñas. Con sus tonos tierra y su eterno cansancio. Tan diferentes a mi amiga, a la que se le sigue escapando un ejque de vez en cuando. Tan lejos de esas familias bien, expresión que detesta sin miramientos. Buena familia, buena boda. Tan decimonónico. Mi amiga y su marido han sobrevivido al malvado Zapatero, a la decepción pepera por la enooorme (pronúnciese engolado o no cuela) subida de impuestos y hasta a Esperanza Aguirre, la “única que tiene lo que hay que tener”. Y ahora se preparan, llenos de júbilo y toneladas de sarcasmo, a que les conviertan el club en granja.
Porque si Zapatero era malvado y rompió España, Carmena es la mismísima Satanasa pasada por un juzgado. Que a saber si aprobó las oposiciones o es todo una fábula y lo que tiene es un curso CCC y de regalo un paloselfie. "Carmena nos quiere expropiar los caballos y llenar esto de comunistas, Bosco. Con lo que nos ha costado sacar esto adelante… “¿Por qué no se propone a los gerentes que vayan regalando abonos VIP a Manuela Carmena y a sus camaradas? Con un poco de suerte, luego ya no querrán hacer una granja escuela y abrir el club a todo el mundo”, propone uno de los socios, mientras otro pide que no se hagan bromas al respecto, “que van a acabar montando un 15-M”.
Entre hoyo y hoyo. Lo peor es que se nos llene esto de comunistas tatuados. Lo de que el Club de Campo sea propiedad pública es un detalle menor, lo que importa es que está lleno de buenas familias y en las buenas familias hay hueco para Cayetano de Alba y la infanta Elena (“la única que vale de la Familia Real porque Letizia es republicana, nieta de taxista, una estirada y come niños por la noche”) y algún que otro corrupto con logo en la camisa y cinturón con bandera rojigualda. También para algunos conocidos periodistas, como Francisco Marhuenda, Raúl del Pozo y Ernesto Sáenz de Buruaga, a los que los gestores del club se encargaron de obsequiar con tarjetas VIP para que pudieran desestresarse a costa del contribuyente y del socio. Doble combo.
No cabe un pijo más, por eso a mi amiga le miran raro, porque no cabe en ese ecosistema endogámico, en el que los compañeros de colegio se casan entre ellos y sus vástagos hacen lo mismo. Un bucle en el que mi amiga y su escote y su marido antitaurino y nada aficionado a la caza no entran ni entrarán. Tampoco encajarán en las hordas trotskistas que okuparán el club durante el próximo quinquenio. El club convertido en un koljós, con sus huertos ecológicos, sus bongos y sus flautas. Tengo amigos raros. Y pienso seguir teniéndolos.
Tengo una amiga que es socia del Club de Campo. Socia por matrimonio --canónico--, ya que accedió a él por casarse con un señor que ya lo era. Siempre recuerda, al primer vino de turno, su debut en la piscina de ese fabuloso recinto. El mes de junio de 2004, con su biquini, su protector solar y su kilo...
Autor >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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