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Land of Lincoln

Los restos de Jim Crow

Diego E. Barros Chicago , 25/06/2015

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Vivo en una ciudad segregada racialmente. La más segregada de todo EE.UU. Diversa y segregada porque diversidad y segregación son cosas muy diferentes. El 33% de su población es negra no hispana, el 32% se define como blanca no hispana mientras que los hispanos son ya el 29%. El mapa da cuenta de esta diversidad demográfica. Y también de una segregación de facto que, sobre el terreno, denota desigualdad. Es cierto que hay muchos Chicago pero fundamentalmente se dividen en dos: North Side y South Side. Cuando salgo de mi vecindario, en ocasiones, me olvido de que vivo en la segunda ciudad de EE.UU. ―la “más americana”, decía Normal Mailer―, y, por el estado de las carreteras, me pregunto quién nos habrá bombardeado la noche anterior.

Ir al norte de Chicago es hacerlo no ya a otra ciudad sino a otro país. Mejores infraestructuras, supermercados, bares y restaurantes de moda. Y una población inmensamente blanca que se tiñe (hispanos y afroamericanos) cuanto más hacia el oeste, lo que se traduce también en mayor criminalidad. En los barrios blancos, los camareros son blancos pero los que recogen las mesas suelen ser hispanos. Los afroamericanos brillan por su ausencia. Son esos detalles en los que casi nadie repara, y si lo hace, solo cabe encogerse de hombros.  

Se trata de una segregación sutil que sigue existiendo décadas después de la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la del Derecho al Voto al año siguiente. El espíritu de Jim Crow, las leyes supremacistas promulgadas entre 1876 y 1965 basadas en la perversa cantinela de “separados pero iguales”, se resiste a disiparse del todo. Su manifestación principal son las diferencias en cuanto a pobreza, educación, delincuencia y, por supuesto, encarcelamiento.

Ahora vivimos separados y tampoco seguimos siendo iguales. Hay un presidente afroamericano, sí, pero es el más contestado de la historia y ha sido objeto de la desconfianza incluso de los de su propio color. En enero de 2007, antes de convertirse en candidato a la presidencia, el polémico reverendo Al Sharpton le espetó: “Solo porque seas de nuestro color no te convierte en uno de nosotros”.

Yo vivo en el South Side. Pero en el South Side bueno. En Hyde Park, una especie de isla-parque temático-realidad paralela que poco o nada tiene que ver con lo que la rodea. Hyde Park es famoso por dos cosas: es el barrio del presidente Barack Obama y de la prestigiosa Universidad de Chicago, la novena institución universitaria del mundo, capaz de acumular en sus vitrinas imaginarias hasta 87 premios Nobel. Es privada y solo pasear por su campus hace que a uno le entren ganas de estudiar. Pronto se te quitan al saber que la matrícula ronda los 60.000 dólares anuales, según el caso. Hyde Park es una isla por varias razones.

La primera es su ambiente académico, distinguido y diverso. La universidad atrae a estudiantes (muy buenos) con un alto poder adquisitivo y a profesores llegados de muchas partes del mundo. La universidad es, de hecho, el verdadero poder fáctico en un barrio en el que el Ayuntamiento poco o nada pinta. La mayor parte de la tierra le pertenece y lleva décadas haciendo y deshaciendo a su antojo para mantener un barrio a su medida. Ello incluye, por ejemplo, el hecho de que a pesar de ser una zona eminentemente estudiantil casi no haya bares ―en realidad hay dos, pequeños y jamás pisados por estudiantes--. Los había. Hyde Park tuvo momentos esplendorosos en los años cincuenta cuando era un centro cultural de moda que seguía el tirón de la Black Metropolis (Bronzeville), inmediatamente al norte, el distrito histórico del Blues. De aquello ya no queda nada.

Antes de que se inventara la gentrificación, en Hyde Park ya se había puesto en práctica con éxito. Escarmentada de los disturbios raciales de 1919, la universidad quiso ponerse una venda antes de la herida de los convulsos años sesenta. Hasta tal punto llega el peso de la universidad que cuando llegas por primera vez, la primera pregunta es siempre la misma:

―You’re new in the neighborhood, are you related with the University?

Es decir "no" y ver un halo de decepción en la mirada de tu interlocutor.   

Es un vecindario muy agradable, un poco aburrido para vivir y sobre todo seguro. La universidad tiene policía propia. Y cuando comienza a caer la noche decenas de seguratas se colocan casi en cada esquina del barrio. Está la Policía de la ciudad y, por supuesto, el Servicio Secreto, que custodia la casa de Obama. La segunda razón de su excepcionalidad es que es uno de los vecindarios más diversos de Chicago. El 46.7% de su población es blanca, el 30.4% afroamericana, el 12.4% asiática-americana, el 6.3% hispana, quedando un 4.1% para otros orígenes étnicos. Ello no quita que también haya una división, la que marca la calle 55. Al sur se concentra la población blanca mientras que al norte lo hace la afroamericana. Solo el 5% de los alumnos de la UC son afroamericanos.

Hyde Park es una isla porque está rodeada de tierra por todas partes menos por una, el este, donde el límite es el Lago Michigan. Limita al norte con la 47, al sur con la 61 y al oeste con Cottage Grove Ave. Más allá de estos muros invisibles, como dicen los folletos de la universidad, la policía no puede garantizar la seguridad de los estudiantes. Una especie de "beyond the Wall, wilderness". Washington Park, al oeste, con el 97% de población afroamericana, y Woodlawn, al sur, con el 87%. Ambas son zonas de criminalidad alta (no las peores), guetos.

La mayoría de mis amigos (blancos) viven en el norte de la ciudad. Soy yo siempre el que para salir a cenar o tomar algo pongo rumbo al norte. Me suelen recibir con la misma pregunta:

―¿Qué tal Hyde Park? Es agradable, ¿verdad?

A veces tengo la sensación de que mis amigos creen que vivo en París, un lugar lejano y hermoso, conocido de oídas. Va a hacer un año que vivo en Hyde Park y me han visitado una vez.

Cuando dije que iba a vivir en Hyde Park, también hubo chistes:

―Bueno, si hay disturbios raciales, mejor que sepas nadar.

El nombre de la discordia

Chicago tiene muchos nombres y mil y una leyendas. El último nombre es Chiraq. Por supuesto, hace referencia a los niveles de criminalidad y violencia (en descenso en los últimos años) que soporta la ciudad, lo que no significa que haya episodios tremendos: solo en el fin de semana de Memorial Day se registraron 12 muertos y 43 heridos.

Chiraq se va a convertir en el título de la nueva película del director Spike Lee. Y eso es un problema para muchos, incluido el alcalde Rahm Emanuel. No tanto la existencia de un nombre que viene de lejos, sino que ahora, vía película de un director de cierto prestigio, “vaya a dar mala fama a la ciudad”.

La mala fama. En el fondo y salvando las distancias (evidentemente Chicago no es una zona de guerra como Irak) refleja una realidad que todos los vecinos asumimos aunque no nos guste hablar de ella o, incluso, quede lejos de la realidad de los blanquísimos barrios del norte. Al fin y al cabo, Chiraq es sobre todo Englewood o Garfield Park, ambos al lado de Hyde Park. De nuevo, el debate se centra en los detalles de alrededor, la violencia que causan las armas de fuego es un asunto peliagudo sobre el que no conviene enzarzarse.

Es lo que ha pasado después del asesinato el 17 de junio de nueve afroamericanos en una iglesia de Charleston, Carolina del Sur. El propio Barack Obama, en su declaración tras lo sucedido, hizo referencia a los tres problemas fundamentales: división racial, violencia y armas. Obama apareció cansado y casi resignado. Es la 14ª ocasión desde que es presidente que tiene que hacer una declaración semejante. El presidente es consciente de que pese a sus esfuerzos por poner el foco en la violencia y las armas ―según los datos hay unos 270 millones de armas en manos privadas en EE.UU., una media de nueve armas por cada diez ciudadanos―, todo será en vano.

Aun así dejó un guante que nadie ha querido recoger: “Ahora tenemos que llorar a los muertos y recuperarnos, pero déjenme que sea claro, en algún momento, como país, tendremos que lidiar con el hecho de que este tipo de violencia de masas no sucede en otros países avanzados”.

Tras lo sucedido, el análisis más certero lo ha hecho (como casi siempre) Jon Stewart desde su tribuna resumida en una sola frase: “And we still wont do Jackshit”, algo así como “y a pesar de todo no haremos una mierda”.

Ha sido simpático ver los equilibrios de los candidatos republicanos en sus primeras valoraciones tras la masacre. A excepción de Ben Carson (el único afroamericano), todos ellos prefirieron localizar lo sucedido en un crimen de carácter “religioso”. Quizá para no encolerizar a su principal base de votantes, blancos y sureños. El caso es que todos ellos remarcaron una cosa: “La solución no debe de venir del Gobierno”, llegó a manifestar el libertario Rand Paul haciendo el pino puente y diciendo que cosas así son causa de que “la gente ha perdido la fe”.

Ha sido un crimen de odio salpimentado con las aristas de siempre, pero no se irá más allá. Lo dejó entrever Stewart cuando señaló la “disparidad” de la reacción estadounidense cuando la amenaza proviene de fuera de las fronteras de EE.UU., frente a las amenazas interiores.

Las palabras de Stewart me recordaron algo que me dijo hace tiempo el profesor de Western Michigan University Michael Braun sobre que los principales enemigos de EE.UU. ni estaban en países lejanos, ni profesaban la religión musulmana.

De hecho, los atentados cometidos por radicales de extrema derecha en EE.UU. suman un total de 48 fallecidos, frente a las 26 víctimas de ataques de inspiración islamista en suelo estadounidense. Según el Mapa del Odio elaborado por el Southern Poverty Law Center, en EE.UU. permanecen activas 784 organizaciones extremistas.

Al final todo ha quedado reducido a un problema de banderas motivado por la persistencia en muchos Estados de la popularmente conocida como “la Confederada” (en realidad es la bandera de batalla del Ejército de Virginia) durante la guerra civil que enfrentó a los Estados de norte con los secesionistas (y esclavistas) Estados del sur entre 1861-1865. Se da la circunstancia de que el conflicto se inició precisamente en Charleston, la segunda ciudad de Carolina del Sur, en cuya capital, Columbia, está el Senado Estatal frente al cual se izaba la famosa bandera.

Me llamó la atención el pasado abril, de visita en la ciudad. Sobre la cúpula del Capitolio ondeaban dos pequeñas enseñas, la de la Unión y la del Estado. En un mástil independiente, frente al edificio, estaba la bandera de la discordia. Tras la matanza, parece que todo EE.UU se ha dado cuenta de un hecho que no era ningún secreto. En casi todo el Sur de EE.UU. se repite la imagen. Mississippi incluso tiene la bandera impresa en su enseña estatal, también Georgia.

Pese a las reticencias de los primeros días (“cuestión de historia”, “sentimientos”, “no abrir debates que puedan causar más daño”, llegó a decir el senador por Carolina del Sur, Lindsey Graham), ahora vivimos una fiebre para retirarlas encabezada por algunos que, en principio, se mostraban ambiguos, como la gobernadora del Estado, la republicana Nikki Haley, o el propio Graham. Otros Estados le siguen los pasos.

Historia e icono pop

Los defensores de la presencia de la bandera confederada, que por supuesto es constitucional, dicen que es una manifestación más de la memoria histórica, el viejo “orgullo” dixie derrotado (que no vencido) por los yankees. Es curiosa la memoria histórica. Que andemos a vueltas con ella en España 76 años después de nuestra Guerra Civil puede ser comprensible. Lo tremendo es que ese recuerdo todavía siga persistiendo en EE.UU. 150 años después de la suya, algo que incluye convertir la bandera en un símbolo pop que adorna camisetas, bares o hebillas de cinturón.

Eso fue hasta esta semana porque tiendas como Wal-Mart o Sears se han unido a la repentina autocensura de la enseña y han anunciado que dejarán de vender productos con la misma en sus establecimientos. Lo mismo han hecho gigantes de Internet como Amazon, eBay o Google. Han tardado más de un siglo en darse cuenta de que la Confederada era “un símbolo contemporáneo de división y racismo”, según un portavoz del buscador.

Hace unos años visité Memphis, la ciudad de Elvis en el sureño Estado de Tennessee y dos anécdotas vividas por mi mujer pueden ilustrar lo complicado de la memoria. Mientras hacíamos cola para comer en un restaurante famoso por sus costillas, mi mujer se acercó a la barra para pedir unas cervezas. Tras entregarle al camarero la pertinente identificación estatal que certificaba nuestra mayoría de edad ―en EE.UU. es ilegal servir alcohol a menores de 21 años, una norma que se lleva a rajatabla―, la respuesta de este fue épica:

―Aquí no servimos a yankees.

Mi mujer pensó que se trataba de una broma pero no. El que acabó pidiendo las cervezas fui yo, al tiempo que el mismo camarero, consciente de mi nacionalidad, me glosaba la vida y milagros de Pau Gasol, por entonces en el equipo de baloncesto de la ciudad.

Lo gracioso es que el camarero era negro.

La segunda anécdota tuvo lugar unas horas más tarde en la popular Beale Street, donde se concentran la mayor parte de los bares y locales de música en directo. Cerrada a los menores desde las siete de la tarde, en el centro de la calle había un trono gigantesco y, sobre él, un hombre mayor de larga barba. Mi mujer se acercó a preguntar quién era y qué hacía allí y el diálogo transcurrió tal que así:

―Tú eres yankee, ¿de dónde? ―preguntó el hombre.

―De Michigan.

Tras unos segundos de silencio pensativo, el hombre contestó:

―A ti hubiera sido difícil matarte en la guerra.

El sonido de mis carcajadas cargadas de incredulidad era inversamente proporcional al enfado de mi mujer.

En broma o de veras, la rivalidad Norte-Sur sigue muy en el bando de los perdedores mientras que para los yankees del Norte, el Sur es simplemente “un lugar lleno de paletos racistas”.

Las actitudes racistas están hoy sublimadas por la palabra maldita en el vocabulario estadounidense: nigger, el término con el que los blancos se referían a los negros desde los tiempos de la esclavitud. En los años sesenta se popularizó “de color” para marcar la segregación entre blancos y negros. La lucha por los Derechos Civiles reivindicó el uso de “negro” (en español) como sinónimo de black aunque sigue siendo una palabra vetada a blancos.

Finalmente en los ochenta se popularizó el actual african american. Retoques cosméticos que no han conseguido borrar lo más vergonzoso del pasado de EE.UU. y que el propio Obama, utilizando la palabra maldita (y por ello creando polémica), se encargó de recordar el lunes: “El legado de la esclavitud, las leyes de Jim Crow, la discriminación en prácticamente todas nuestras instituciones, eso deja una larga sombra, y continúa formando nuestro ADN”.

En América, el primer volumen de su trilogía americana, James Ellroy escribe:

“El país nunca fue inocente. Los norteamericanos perdimos la virginidad en el barco que nos traía y desde entonces hemos mirado atrás sin lamentaciones. Pero no se puede atribuir nuestra pérdida de la virtud a ningún suceso o serie de circunstancias en concreto. No se puede perder lo que no se ha tenido nunca”.

Puede que en las palabras de Ellroy esté parte de la explicación de esta obsesión estadounidense por buscar cierta pureza. Centrarse ahora en una bandera en lugar de hacerlo en lo que la hace mecerse al viento es solo el último síntoma.

Vivo en una ciudad segregada racialmente. La más segregada de todo EE.UU. Diversa y segregada porque diversidad y segregación son cosas muy diferentes. El 33% de su población es negra no hispana, el...

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Autor >

Diego E. Barros

Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.

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