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El espigón de La Concha está lleno de gente, abarrotado. Desde el aire se pueden distinguir mareas humanas agrupadas según el color de sus camisetas, hasta ocho diferentes. Azules, rojas, negras, amarillas. Todo es fiesta, pasión. Las apuestas se cruzan, las banderas ondean, las gargantas amenazan con quedarse roncas. Allí, al fondo, las embarcaciones. Allí, al fondo, las traineras, remando, bogando en la baliza que hay ya casi fuera de la bahía. Momento tenso, fundamental, delicado. Precisión de cirujano, fuerza de herrero. Allí las traineras. Los aficionados enardecen. Es la Bandera del año. El Cantábrico se tiñe, mar azul y olas blancas, de tradición.
Una trainera es una tripulación alargada y ligera, de unos doce metros de eslora y poco más de 60 centímetros de puntal, sobre la que se encuentran trece remeros (seis parejas y el proel) y un patrón, que es quien la dirige por las aguas llevando el timón y marcando el ritmo de las paladas. Antaño las traineras estaban construidas de madera de haya o cedro, pero hoy en día, volcadas ya a la práctica deportiva, se fabrican en fibra de vidrio o kevlar…
¿Cómo? ¿De la madera a la fibra de vidrio? Sí, porque las traineras han pasado de ser un medio de vida a una manifestación deportiva de carácter lúdico, casi festivo. Y es que si hoy ningún pueblo de costa que se precie puede pasar sin su Bandera (al ganador de las competiciones de traineras se le entrega tradicionalmente la bandera de la población donde se llevan a cabo, por lo que se ha venido usando el término de “Bandera” para referirse a estas pruebas) durante las fiestas patronales, antes estas pequeñas y rápidas embarcaciones sirvieron como sustento económico en una época complicada y llegaron a provocar un cambio en los medios de producción de ciertas poblaciones cantábricas.
Lo cuenta excelentemente, claro, Ander Izagirre. La primera trainera, o la primera embarcación que compartía características con las actuales traineras (barcas largas, estrechas, rápidas y manejables, con quilla curvada que permitía girar rápidamente y maniobrar con más facilidad) surge en Hondarribia sobre el año 1750, tal y como recoge la exacta crónica que hizo Henri-Louis Duhamel du Monceau, miembro de la Academia de las Ciencias Francesas. Lo hace, además, como una necesidad, ya que los caladeros tradicionales de bacalao y grandes cetáceos que faenaban los marineros cantábricos desde hacía siglos en Terranova o el Gran Sol quedan vetados después de la Guerra de Sucesión Española, merced a ese Tratado de Utrecht que tanto sale a relucir cuando se habla de Gibraltar. Pues bien, también en el norte se dejaron sentir sus efectos, privando a poblaciones enteras del que era medio de vida desde hacía generaciones. Así que, a falta de algo mejor, se reinventaron. Si no podemos ir al frío e inmenso Atlántico pescaremos aquí, en nuestro furioso y cambiante Cantábrico. Y si no hay bacalao en la bajura nos dedicaremos a pescar sardinas y bocartes. Y lo haremos con un nuevo tipo de embarcación, más sigilosa, más rápida que las pesadas chalupas de ultramar, donde llevaremos unas mallas especiales para capturar pequeñas piezas. Unas que se llaman traínas. Así, de esa forma, surgen las traineras.
Evidentemente pronto empiezan a surgir piques entre poblaciones, carreras improvisadas, competiciones que empiezan a remo y acaban a piedras. Y se comienza a fijar una forma de hacer las cosas, una estética y una filosofía que ha llegado (casi) hasta nuestros días. Seis parejas de remeros de espalda a la mar. Un proel solitario en proa. Y en popa, de pie, él, El patrón, el alma de la tripulación. El que dirige, el que marca ritmos, el que anima con palabras cortas, con gritos certeros. El que exige siempre un poco más, su brazo extendido acompañando a la palada de los remeros. El que busca coger esa ola, esa precisamente que hace avanzar a la trainera como si fuera empujada por una mano invisible, la que puede hacer ganar una Bandera…o perderla. Busque, busquen algún vídeo… hay pocos espectáculos tan estéticos, tan plásticos, tan impactantes, como ver a una trainera perfectamente sincronizada subida en la cresta de una ola que la arrastra durante docenas de metros, gotitas de espuma blanca mordisqueando la quilla. O, mejor aún, busquen algunas imágenes de Banderas con mal tiempo, quizás incluso con galerna. Con traineras luchando frente a las olas, que las alzan de proa a popa antes de dejarlas caer violentamente en el agua dejando una lluvia de sal sobre los remeros. Con embarcaciones arfando de un lado a otro, avanzando a duras penas hacia la baliza mar adentro, antes de dar media vuelta en ella, lo más pegado posible (maniobrar la ciaboga, se llama la técnica) y volver a tierra…
Cada septiembre las traineras reinan en el Cantábrico. Es entonces cuando se celebra la Bandera de La Concha en San Sebastián, la más importante, la que tiene más solera, la que todos quieren ganar. Y entonces la Bella Easo se llena de aficionados que se desplazan desde sus pueblos para apoyar a los suyos (aunque ya no sean tan los suyos, aunque ahora haya remeros de otros pueblos, hasta de otros países) en un proceso casi identitario, casi genético que va pasando de generación en generación. Uno nace “siendo” de Pedreña, de Urdaibai, de Orio. Y punto.
Hablamos de una competición que se celebró por vez primera el año 1879, y viene disputándose de forma ininterrumpida desde finales de la Guerra Civil, lo que la convierte, sin duda, en una de las más antiguas, sino la que más, manifestaciones deportivas aún vigentes… Y en todos estos años cientos de historias, cientos de anécdotas, y algunos nombres para el recuerdo. Las primeras bancadas de Donosti, las de los Carril o Kiriko; la poderosa Getaria del cambio de siglo, el pueblo que fabricó la primera trainera para uso exclusivo deportivo, llamada Golondrina y botada en 1916 en Mutriku; la casi invencible de Pasai San Pedro de los años veinte y treinta, con el Aita Manuel de patrón; la tripulación corajuda de Pedreña en los años cuarenta, aquella que preparaba el legendario José Bedia y que se revolvía mejor que ninguna en temporal; o la sempiterna presencia de los amarillos de Orio, que con 31 ostentan el récord de banderas de La Concha.
Acérquense, acérquense a la Bahía de La Concha para disfrutar de este auténtico espectáculo. Disfruten del ambiente, del bullicio, del clima de fiesta. Apuesten, si quieren, coman algún pincho, mézclense con las aficiones de cada pueblo. Y, sobre todo, miren a la mar (aquí será siempre en femenino, ella, la mar), y observen la suave danza de las embarcaciones sobre sus olas. Les prometo que reúne una estética visual que pocos deportes pueden alcanzar, y que, además, comporta una serie de elementos simbólicos y tradicionales que aumentan su atractivo. Aunque ya no salgan, estas traineras, estos remeros, a buscar sardina y bocarte mientras el alba despunta.
El espigón de La Concha está lleno de gente, abarrotado. Desde el aire se pueden distinguir mareas humanas agrupadas según el color de sus camisetas, hasta ocho diferentes. Azules, rojas, negras, amarillas. Todo es fiesta, pasión. Las apuestas se cruzan, las banderas ondean, las gargantas amenazan con quedarse...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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