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La vida en El Escudo

Él espera. Tiene todo el tiempo del mundo. Espera. ¿Sonríe? Si lo hace las nubes no dejan verlo… Viento inmisericorde, espejismos de mares interiores. Allí. El Escudo

Marcos Pereda 9/09/2015

<p>Pierre Brambilla, ciclista italiano (más tarde nacionalizado francés) que venció en la etapa de El Escudo de la Vuelta a España en 1942</p>

Pierre Brambilla, ciclista italiano (más tarde nacionalizado francés) que venció en la etapa de El Escudo de la Vuelta a España en 1942

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Un cachito de roca que se empeña en escaparse del verde. Quizá, y solo quizá, el punto donde se empenacha la niebla, insistente, que mira y no deja mirar, dijo el otro. Allí, inmóvil. O no, tan solo lo parece. Porque él, él espera. Tiene todo el tiempo del mundo. Espera. ¿Sonríe? Si lo hace las nubes no dejan verlo… A su alrededor buitres leonados planean mientras las alas, negras como el abismo, se cubren de gotitas brillantes, pequeñas perlas redondas que calan sin mojar. Allí, en ese bloque de piedra que es su cima. Viento inmisericorde, espejismos de mares interiores. Allí. El Escudo.

Cuando el 5 de septiembre la Vuelta a España afrontó la subida al Puerto de El Escudo, de camino al escénico final en la Fuente del Chivo, el buen aficionado al ciclismo pudo reconocer un aroma a carrera antigua, a dificultades clásicas, a horas y horas pegado al transistor para saber quiénes llegan primeros a la cima de uno de los altos que con más fuerza laten en el corazón de este deporte. La leyenda de un enemigo áspero, cruel, que ha sido transitado en no demasiadas ocasiones por la ronda española, pero que se supo forjar, en sus primeros años, fama de juez inmisericorde…

20 de julio de 1947. El ciclista italiano Pierre Brambilla va primero en la general de este primer Tour de Francia de la posguerra. Es la última etapa y parece que tiene todo de cara para convertirse en el tercer transalpino, tras Bottecchia y Bartali, coronado en París. No cuenta con el genio de Jean Robic, bretón pequeño y tenaz, de fortaleza implacable, modales toscos y hablar atropellado. Un hombre que lleva siempre en carrera un anillo con una inscripción en brezhoneg, esa lengua de lluvia y de verde que hablan en Bretaña: “kenbeo kenmaro”. A vida o muerte. Así, en esa última etapa el sagaz Robic se escapa y da un golpe de mano genial (y polémico, comprando a varios ciclistas para que le ayudasen) que le viste con el amarillo definitivo y deja a Brambilla sin su mayor éxito. Y, de rebote, a El Escudo sin una bonita muesca en su palmarés.

Y es que fue precisamente Pierre Brambilla el primero en hollar su cima durante la Vuelta a España. Sucede el 11 de julio de 1942, un sábado caluroso en el que los ciclistas tienen que afrontar el Alto del Portillón antes de la definitiva escalada a El Escudo, paso previo a la meta en Reinosa. Brambilla es primero en el puerto (con Bejerano muy cerquita) y repite puesto en Reinosa. El Puerto queda presentado en sociedad de la mano de un italiano que más tarde se nacionalizará francés y que forma parte de una de las dinastías más fructíferas del ciclismo, con un sobrino-nieto profesional en la actualidad (fue descalificado hace un par de años de la Vuelta, precisamente, por liarse a puñetazos en plena carrera con Rovny…cosas veredes, Sancho). Eran, los de Pierre, otros tiempos. Tiempos en los que la salida de la prueba la daba el general Uzquiano (que fue el mismo del desembarco de Alhucemas, antes de convertirse en uno de los más importantes capitostes del bando franquista durante la Guerra Civil y aún después, cuando los militares copaban la vida administrativa), no sin antes recomendar a los ciclistas la máxima deportividad y el debido respeto a los valores que el Régimen ostentaba con orgullo…

El Puerto había causado impacto. No especialmente largo, sin llegar a los diez kilómetros de subida real, sus largos tramos sostenidos por encima del diez por ciento y sus puntas del 18 habían impresionado a los ciclistas, y lo colocaban de forma automática como uno de los puntos más temidos de aquellas vueltas primitivas, junto con Pajares o Urkiola. Otros tiempos, otros nombres. Años después el enorme campeón belga Rik Van Looy, el primer hombre de la historia en ganar los cinco monumentos del ciclismo, ponía pie a tierra sobre las ásperas rampas de El Escudo. “He venido aquí a subir puerto, no paredes”, dijo. Leyenda, pues.

Hace años el Puerto de El Escudo era uno de los más conocidos de la cornisa cantábrica. Protegía, como si fuera un cachito de muralla, el litoral y se contaba siempre entre los primeros en amanecer cerrado por la nieve cuando llegaba el invierno, cortando así la nacional que comunicaba Santander con Burgos y de allí con la capital. Y así, de esa forma, el verde quedaba encogidito sobre sí mismo, y las vacas moteaban aquí y allá las praderas cubiertas de blanco, pindias y resbaladizas. Allí donde vive la niebla, donde las nubes, a veces grises con barriga de burra justo antes de descargar trapos, esconden una tierra en la que viven los mitos, en la que se refugian, cuevas y vericuetos, ojáncanos grandes como casas, anjanas de cabellos rubios, trastolillos saltarines por camberas y prados de rejos. Y el tiempo pasaba, moroso como solo puede serlo cuando el mundo se cubre con la algodonosa sensación de la irrealidad y apenas hay otros sonidos que el de la lluvia chocando contra las lascas de pizarra.

De un tiempo a esta parte seguramente la realidad es diferente. Las bicicletas son más ligeras, las carreteras están mejor asfaltadas, los rampas son menos duras (en El Escudo se han eliminado algunas de las que más hacían agonizar a los corredores) y yo hace años que no veo a ningún ojáncano caminando por entre bardas y cajigas (el último fue cerca del Monte Dobra, en una tarde de otoño, pero esa es otra historia, creo…). Incluso puedes subir El Escudo sin pasarte un buen rato oliendo a embrague, que era una de las señas de identidad del puerto. La cercanía de una moderna autovía que hace mucho más cómodo el viaje a Madrid ha hecho casi desaparecer el tráfico aquí. Bueno, eso, y que ahora los coches no son iguales, y suben sin problemas estas rampas, no como antes, que debían de coger todo el impulso posible en el pequeño descanso que hay dos kilómetros antes de la cima, junto a uno de esos bares de montaña donde los habitantes de la zona van a cruzar sus ojos con otros similares mientras juegan la partida junto a la chimenea, y fuera el agua cae. Antes se hacía eso, digo, el acelerar en llano para enfriar el motor, pero ahora no hace falta, porque las mecánicas son más potentes, los pollos no saben a nada y las barbas están de moda. O tempora, o mores.

Con todo, sigue siendo uno de los puntos más temidos por camioneros y conductores, que tienen miedo a los frenos recalentados que se enfadan y dejan de frenar. Casi al final de la bajada hay un tramo de desaceleración, uno de esos que consiste en una pared donde ir rayando la carrocería y grijilla para que puedan detenerse las ruedas. Y está usado, vaya si lo está…el muro multicolor lo atestigua. Como las cuadras de los alrededores, algunas de ellas tachonadas con tejados también de mil colores. Hace años, muchos años, un autobús en el que viajaba una banda de música se despeñó bajando este puerto. El vehículo cayó tan abajo, dio tantas vueltas de campana hasta acabar en el fondo del valle, junto al río, que nadie se ha molestado en sacarlo de allí. Y parte de su chapa la han utilizado los ganaderos de la zona para rematar sus cuadras. Dicen que allí las vacas producen la leche con sabor a Nocturno de Chopin.

Con todo, no se fíen si se animan con este puerto sobre la bici, porque aún es suficientemente contundente como para hacerles pasar un mal rato. Allí triunfaron ciclistas como Loroño, Criquelion, Galdeano o Emilio Rodríguez. Allí, en su cima, esa que se abre al espejismo de ver, en el Pantano del Ebro, un mar interior, los buitres enseñorean el viento y una pirámide ciclópea recuerda a los italianos que fallecieron durante la Guerra Civil en este mismo punto. El lugar es, claro, un punto etéreo, irreal. Cielo y montaña. Y niebla, mucha niebla.

Siempre, casi siempre, niebla y verde.

Un cachito de roca que se empeña en escaparse del verde. Quizá, y solo quizá, el punto donde se empenacha la niebla, insistente, que mira y no deja mirar, dijo el otro. Allí, inmóvil. O no, tan solo lo parece. Porque él, él espera. Tiene todo el tiempo del mundo. Espera. ¿Sonríe? Si lo hace las nubes no dejan...

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Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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