Cartel de Soraya Saenz de Santamaría en las calle de Madrid
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Desde que aterricé en Madrid hace unos días me siento como el extraterrestre del libro Sin noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza. No me ha hecho falta transformarme en Marta Sánchez o en el conde-duque de Olivares como en aquella novela de surrealismo marciano. Soy la misma de siempre en una ciudad que ya no es la mía y ahora, en elecciones y con esta convocatoria tan diferente a las que había vivido hace años, me siento desubicada. En mi primer día en la ciudad me llevé un susto enorme al ver toda una calle empapelada con caras de Soraya. No entendía. Creía que el candidato del PP era Mariano Rajoy pero allí no había ni rastro del actual inquilino de La Moncloa. Me mosqueó bastante. ¿Por qué ella y no él? ¿Hay un plan maquiavélico del que yo no sabía nada? ¿De verdad que esa mujer es el rostro fresco del Partido Popular, el que nos colocarán de presidenta si Ciudadanos se alía con el PP para gobernar y exige, por motivos cosméticos, que el gallego impasible abandone para firmar una alianza? Desde la lejanía son cosas que uno no piensa, sobre todo porque desde la lejanía uno se lee lo que cuenta la prensa extranjera sobre la corrupción en España y no se imagina que pueda volver a ganar el PP pero cuando miras los carteles electorales desde una acera madrileña, la perspectiva adquiere otros matices.
También me sentí extraterrestre al escuchar a dos taxistas, enzarzados en una discusión sobre política, a los que oí decir “hay que ir a votar”. Le pedí a uno de ellos que me llevara y, ya subida en el taxi, el conductor calificaba de ‘tarao’ a su compañero por su intención de abstenerse. Él no me dijo qué papeleta pensaba meter en la urna pero fue tajante: “Votaré a cualquiera que no sean los mangantes del PP”. Fue como una estridencia. Me pitaron los oídos y sentí un ligero mareo. ¿Un taxista madrileño renegando del PP? Llevo quince años viviendo fuera. Ni antes de irme ni en las muchas ocasiones en que he vuelto he conocido un taxista que no fuera del PP. Es como la COPE, ¿saben los taxistas madrileños que existen otras emisoras? Incluso este extraño espécimen con el que hablé la escuchaba, pero increíblemente, renegaba de su partido-madre.
Al bajar del taxi me encontré en una gran avenida decorada con ‘marianos’ de arriba abajo. Eran muchos, literalmente un ejército, pero ninguno me miraba: los carteles electorales de Mariano Rajoy no te miran ni te sonríen, están como pasmaos mirando hacia algún lugar en el que no estamos. En realidad son un fiel retrato del hombre de carne y hueso, un señor que está ahí, como solía estar cuando le veíamos en el plasma, pero cuya presencia es puramente virtual porque nunca se implica, ni explica, ni se pronuncia, ni siquiera habla. Nunca te mira a los ojos porque o no sabe, o no quiere, o no le interesa. Está ahí, pero en realidad está en un limbo al que quién sabe si al menos Soraya y sus más íntimos tienen acceso metafísico. Es un hombre en la octava dimensión, o en otra galaxia. Y eso mismo dicen sus carteles.
Luego está Pedro Sánchez, pálido y desmejorado en unos carteles enormes que inundan el metro de Madrid. Les han quedado mal. Su arma más poderosa, dados los malos tiempos por los que atraviesa el partido, es ser guapo. Lo sé, es un arma absurda pero seamos realistas, en estos mundos nuestros regidos por la imagen, puede ser muy potente. Sin embargo las fotos del metro no le hacen ningún favor. Me parece inexplicable. Si no vende su cara bonita no sé qué va a vender porque, en el ámbito de las ideas y de las palabras, no es precisamente un lince. Más bien un gatito muy mono que maúlla mucho pero no sabe morder. Sólo patalear. Me quedó claro la otra noche al encender la tele.
Lo primero que veo al darle al botón es a un señor con bigote al que la mesa le llega a la altura del sobaco tratar con muy poca energía de evitar que otros dos señores chillen al mismo tiempo. Me fijo mejor y veo que el bigote me suena, aunque tiene canas: es Manuel Campo Vidal, parte del mobiliario de toda la vida de la tele española. Supuestamente modera un debate entre Rajoy y Sánchez: en realidad parece más bien que esté de espectador novato de un partido de tenis: cabeza a la derecha, cabeza hacia la izquierda, centro, cara de no haber entendido la jugada y conversación interior con las musarañas. El listón del mundo debate, que tanto había elevado el periodista Carlos de Vega hace pocos días, ha caído en un pozo sin fondo. No hay futuro. Y si lo hay, huele a naftalina.
De Ciudadanos puedo hablar poco. La cara de bueno de Albert Rivera también me resulta novedosa. Los políticos españoles siempre fueron feos, o cuando menos, de rostro peculiar y hablaban, con excepciones, bastante mal. Éste tiene cara de niño bueno y encima es capaz de venderte una preferente y que te parezca el negocio de tu vida. ¡A estas alturas! Mi hermano me dice que los de Ciudadanos son ‘pijos viajaos’: hijos de familias bien de toda la vida que antaño veraneaban en Marbella y en las nuevas generaciones han hecho Erasmus y han cogido ofertas de Easy Jet para conocer Europa. Eso, obviamente, les ha abierto un poco las miras respecto a los del PP de toda la vida. Pero también me cuenta que muchos son tránsfugas de ese partido, aunque hay otros que han entrado en política por primera vez con la ilusión de crear algo nuevo. No sé, me faltan datos, pero la sensación de escuchar a un comercial que sabe estupendamente hacer su trabajo de vendedor no me la puedo quitar de la cabeza, sobre todo tras ver el debate de El País. Si les votara me sentiría como cuando entras en una tienda y te pruebas algo que no te convence y la dependienta te come la cabeza tan bien que te lo acabas llevando. Y luego, ya en casa, te das cuenta de que en realidad vas como un adefesio.
En el otro extremo hablo con gente que va a mítines de Podemos y llora. Se emocionan y se suenan los mocos, desconsolados de felicidad. Por primera vez en años creen en alguien, creen en algo. Me lo cuenta una persona a caballo entre los cincuenta y los cuarenta. Y también alguien en la treintena. Y un señor en la carnicería ya jubilado que no pisaba un mitin desde los años ochenta. Éste también lloró. Me queda claro: vender kleenex en las concentraciones de Podemos es el mejor negocio electoral. De mi generación hacia abajo no se conocía el llanto por entusiasmo político. Es una enfermedad nueva. Contagiosa, parece, aunque de todos los virus extraños que he descrito, me parece el más sano. Son mis percepciones de marciana. Pero ojalá el domingo el virus se propague.
Desde que aterricé en Madrid hace unos días me siento como el extraterrestre del libro Sin noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza. No me ha hecho falta transformarme en Marta Sánchez o en el conde-duque de Olivares como en aquella novela de surrealismo marciano. Soy la misma de siempre en una...
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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