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En cuanto repasé los gustos culinarios de “hunos y hotros” (1): Albert Rivera, Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias, me di cuenta de que serían muy difíciles los acuerdos, los pactos y hasta el simple diálogo. Los gustos de paladar, más que la ideología, dividen y separan mucho a la gente. Si echamos la vista atrás me doy cuenta de que la única con buen diente era la Pasionaria, fanática de las paellas, como cuenta Manuel Vicent en aquella célebre crónica en la que hizo de pinche y avisó que si echaban alcachofas el arroz se podría negro (2). No cito a Manuel Fraga, alías Gargantúa-tragaldabas, ni a la enorme ristra de políticos pijos transicioneros que confraternizaban con los rojos de entonces en Jockey, Zalacaín o Lhardy, ni a los de la gauche divine que se merendaron todos los enormes meros y salmonetes de roca desde Calafell a las islas Medas y mezclaron en buena armonía el marxismo con la butifarra.
No deseo hacer arqueología política y alabar aquí los gustos golosos del presidente Azaña o la afición por el marisco de Negrín (3). No quiero ni acordarme del General Franco y sus gustos cuarteleros hacia el cocido o la sopa del cuarto de hora, los platos únicos y su firme voluntad de matar a unos miles de españoles de hambre durante diez años, tras haber matado a otros tantos con salsa de pólvora y plomo (4).
Tampoco me quiero acordar de la reunión de expresidentes que hubo en Lucio hace poco tiempo: Rajoy, Aznar, Felipe, Zapatero y el Monarca. Y su conservadora cena a base de huevos rotos con jamón, pan con tomate y langostinos. O aquella otra cena de la primera legislatura de Rajoy con Sarkozy degustando ensaladilla rusa, gazpacho y chipirones. ¡Por dios! ¿no somos la capital de la cocina tecnoemocional?, ¿no habíamos vencido por fin el lado oscuro de la Cocina Imperial de la France gracias al Halcón Milenario capitaneado por Adrià? ¿a qué volver otra vez al casticismo?
Vale que a Adolfo Suárez le encantasen sobre todo los garbanzos sobrantes del cocido, que le refreían y que luego comía por la noche. Por la mañana le pirraban los churros, así que se compró una churrera para La Moncloa. Para soportar semejante bomba nocturna y diurna hay que tener el estómago de platino iridiado y una cultura gastronómica retroconservadora inmune a cualquier innovación. Tampoco me quiero acordar de aquella visita nocturna a la cocina de La Moncloa que hicieron Leopoldo Calvo Sotelo&señora y las cientos de cucarachas enormes que se encontraron, confabulando sin duda algún golpe de estado insectívoro (5).
Juan Carlos se funde la pensión, los ahorros y la Corona en los restaurantes patrios de tres estrellas Michelin. Eso es hacer país y no andar gritando que se rompe España
Felipe González en aquellos tiempos era otra cosa y su socialismo de proximidad le obligaba a bajar a los fogones de presidencia a guisar con frecuencia. Montó la célebre Bodeguilla tras forrar un sotanillo con azulejos, hacer una cocina y una chimenea. Pasaron por allí el alemán Helmut Kohl, que se comió una fuente entera de torrijas; Ronald Reagan, que degustó con apetito de vaquero un consomé de perdiz y unas buenas chuletas de cordero, o Mitterrand, que se entusiasmó con el ajoblanco, cuya receta se llevó al Elíseo. A Felipe le entusiasmaban el rabo de toro estofado, las patatas con bacalao y el marmitako de bonito, todo muy étnico.
En cambio, Aznar nunca pisaba la cocina. Sabemos de sus apologías del vino de Ribera del Duero antes y después de conducir o de su afición al Häagen Dazs de café a todas horas. Se rumorea la exigencia de Ana Botella para que los cocineros de Moncloa guisaran las patatas de la tortilla “crujientes pero poco hechas” que, como todo el mundo sabe, es pedir lo imposible, por eso llegó tal lejos esta mujer. De Zapatero se recuerda su fobia a las natas, los dulces y las fritangas, y su afición al huevo escalfado y el gazpacho de sandía, esa cosa tan triste inventada por algún desaprensivo.
En esta última década la corrupción política y la burbuja inmobiliaria crematoria nos han enfrentado a lo peor de los gustos gastronómicos hispanos para presumir, épater y derrochar sin sentido, hemos conocido por la prensa y los jueces a políticos y gánsteres que disfrutaban quemando la visa black, oro y marfil o gastando el famoso sobre sorpresa con menús llenos estrellas Michelin, huevos de caracol a la violeta, caviar de ángel o moco de pez volador y rematando el festín con (me da mucha vergüenza escribirlo) “un volquete de putas”. Esperemos que todo eso sea por fin historia o intrahistoria del pasado.
Analicemos entonces el aquí y el ahora: sabemos que Rajoy no tiene ni idea de cocer mejillones o encender una vitrocerámica y que le gustan platos de cuchara. La debilidad de Albert Rivera son los huevos rellenos y los canutillos de crema, pero también le gustan, menos mal, los embutidos catalanes y el pan con tomate. La comida preferida de Pedro Sánchez es la japonesa y la coreana, sobre todo picante. A Pablo Iglesias le priva el cocido de su madre y la comida china.
Ante este triste panorama gastronómico Ferran Adrià, Juan Mari Arzak o Karlos Arguiñano tienen un rebote y un enfado formidable. ¿Comida china? ¿garbanzos? ¿cocina coreana picante? ¿huevos rellenos? ¡pero esto qué es! ¡tantas revoluciones gastró, sferificaciones y petazetas para esto!, ¿cómo sentar a la misma mesa a esta panda tan triste?, ¡encima ninguno está gordo ni fofisano!, ¡seguro que estos cuatro hasta hacen deporte! ¡el horror, el horror! Tenemos mucha suerte de que el rey Juan Carlos se haya tomado en serio la revolución culinaria española y se esté fundiendo la pensión, los ahorros y hasta alguna piedra preciosa de la Corona en los restaurantes patrios de tres estrellas Michelin. Eso es hacer país y no andar todo el día gritando como histéricos que “España se rompe”.
Los pactos de mínimos no se van a hacer, como en la Transición, alrededor de una mesa de la Taberna del Alabardero. Es una pena, pero son otros tiempos
Corren rumores de que el actual monarca Felipe sufre comiendo todos esos menús puturrú deconstruidos a los que obliga el cargo en las cenas oficiales. Lo que le gusta es la comida libanesa de cierto pequeño bar del centro de Madrid en el que guisan el mejor humus y babahanus que yo conozco… pero…¡de nuevo el garbanzo de ingrediente! Lo que está claro es que los pactos y acuerdos de mínimos no se van a hacer, como en la Transición del 78, alrededor de una mesa en los reservados de la Taberna del Alabardero, el extinto Lúculo de Ange García, las lentejas de Mona Jiménez o los guisotes de casquería fina de Abraham García. Es una pena, pero son otros tiempos.
Tal vez el único mínimo común denominador de todos ellos sea el viejuno cocido. Yo lo defiendo, como el añorado Santi Santamaria: “España es un país de comedores de garbanzos, pero a mí los garbanzos me parecen comida de internado o rancho cuartelero, con claras reminiscencias de tiempos pasados no precisamente mejores (6)” Seguro que los garbanzos de la madre de Pablo Iglesias están muy ricos pero ¿y luego? ¿Qué va a pasar en la sobremesa con tantos gases de efecto invernadero? ¡Alberto Chicote tendrá que decir algo de todo esto!
Vivimos tiempos apasionantes. Albert, Pablo, Mariano y Pedro tendrán que reunirse a hablar muchos días, por fin se acabó la Transición y los guisotes del 78, por fin se hará política al margen del rodillo y el decreto, los gustos culinarios neoliberales de la Troika y las bratwurst de la Merkel. Corren rumores de que al menos sí se han puesto de acuerdo sobre que comer en estos días de discusiones y complicados acuerdos, el plato estrella va a ser la tortilla de patata porque permite un “tenedor y paso atrás” pulcro y ágil. ¿Será la tortilla de patata el cemento que une España? En serio: ¿habremos superado el garbancismo?.
Notas
1. Tomamos prestada la incorrección de Don Miguel de Unamuno: “En este estado y con lo que sufro al ver este suicidio moral de España, esta locura colectiva, esta epidemia frenopática […] figúrese cómo estaré. Entre los uno y los otros --o mejor lo hunos y los hotros-- están ensangrentando, desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo España”. Miguel de Unamuno. Epistolario Inédito. Espasa-Calpe. 1991.
2. Manuel Vicent. El jardín de Villa Valeria. Punto de Lectura. 2002.
3. Isabelo Herreros. El cocinero de Azaña: ocio y gastronomía en la República.Oberon, 2006.
4. He llorado muchas veces leyendo el conmovedor y atroz estudio sobre el hambre en la España de la posguerra de Encarnación Barranquero y Lucía Prieto Así sobrevivimos al hambre, Málaga: CEDMA, 2003.
5. Julio González de Buitrago. La cocina de La Moncloa. Espasa. 2014.
6. Santi Santamaria. Garbanceros.
En cuanto repasé los gustos culinarios de “hunos y hotros” (1): Albert Rivera, Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias, me di cuenta de que serían muy difíciles los acuerdos, los pactos y hasta el simple diálogo. Los gustos de paladar, más que la ideología, dividen y separan mucho a la gente. Si echamos la...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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