TRIBUNA
¿Puede el PSOE ser reformista?
La cuestión es que si el Partido Socialista quiere sobrevivir, y aún más, ser actor principal de la nueva coyuntura, tiene que aprender y hacerlo rápido
Emmanuel Rodríguez 20/01/2016
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Hubo un tiempo (no mucho) en el que a la derechona de abrigo de visón y gemelos de oro, pero que presumía de modernidad en el léxico, le gustaba emplear el término “sociata” para todo aquello que oliera a socialista. En lo “sociata” entraba de todo, desde los ademanes autoritarios del Gobierno y la corrupción institucional, hasta la propensión comunistizante de las “expropiaciones” (Rumasa) y el terrorismo de Estado. Semejante cóctel quedaba resumido con un broche lexical: “sociata”. El afijo derivativo made in Spain (“ata”, “eta”, “ota”) producía un resultado que no era ni aumentativo ni tampoco diminutivo, sino algo distinto, preciso pero difícil de definir.
La cuestión es que “lo sociata” no fue acuñado por la derechona, sino por los ambientes contraculturales y libertarios de los años setenta. En origen, “sociata” servía en efecto para llamar a los socialistas, pero con un deje que hacía referencia a “aquellos que se han creído un cuento y que además viven del mismo”. El “cuento” era inevitablemente el de la Transición, el Estado y la nueva democracia. Como “porreta” o “cultureta”, “lo sociata” nombraba una forma de vida, un estilo que en este caso no venía apegado al hachís o al “mamoneo cultural” —un término también de la época—, sino al Estado. Se puede decir que lo que le viene pasando al PSOE desde el 15M tiene que ver con aquello que un “pasota” cualquiera podría decirle a un militante socialista de los años ochenta: “Hey sociata, no me comas el tarro, que no me lo creo”.
Por aclararnos: caben pocas dudas de que el PSOE ha sido el partido por excelencia de la democracia española. Ha gobernado 22 años de los 37 que se han seguido desde las primeras elecciones constitucionales de 1979. Ningún otro partido ha estado tan identificado con el régimen político español que nace en 1978 y ningún otro puede presumir de haber contribuido tanto a dar una pátina cultural a la democracia española. Por eso, al contrario de lo que se critica muchas veces de la Transición, calificada innecesariamente como “régimen postfranquista”, el PSOE y “su progresismo” encarnan mejor que cualquier otra instancia las “razones” de la democracia española. Y esto vale tanto para las mejores, como la consolidación de los derechos civiles tras la quiebra de la dictadura o la expansión del siempre débil Estado de bienestar. Y también para las peores: las formas de la política española estrechamente ligadas a las clases medias, el permanente trato de favor al capitalismo familiar (acordémonos del célebre “enriqueceos” de Solchaga) y sobre todo una cultura política que tiende a justificar casi cualquier cosa en aras de una razón de Estado confundida, en demasiadas ocasiones, con los intereses directores de ese mismo Estado.
¿Puede el PSOE, en estas condiciones, ser reformista? O en términos de plena actualidad, ¿puede capitanear los pactos que conduzcan a una reforma del Estado en clave aunque sólo sea tibiamente democratizante? ¿O por el contrario, está condenado a seguir actuando en el terreno del bloqueo institucional? Como sabemos, el partido parece roto a este respecto. A un lado, Susana Díaz, convertida en receptáculo de las viejas esencias socialistas, con el respaldo de la vieja guardia gerontocrática. Al otro, Pedro Sánchez todavía bisoño, y en apariencia del todo inapropiado para semejante tarea. Al fin y al cabo, Pedro es un chico del montón, desde los 26 años (toda su vida) no conoce más mercado laboral que la escaleta burocrática del partido; y su único mérito intelectual es el de una tesis de Universidad Privada, esto es, un trabajo escolar entre malo y pésimo. No obstante, a favor de Sánchez se inclina el miedo que produce el permanente aviso de las islas griegas: la desgracia del partido hermano que tras pilotar la Metapolítefsi (la transición griega) acabó destrozado por el empuje de unos advenedizos.
La cuestión es que si el PSOE quiere sobrevivir, y aún más, ser actor principal de la nueva coyuntura, tiene que aprender y hacerlo rápido. Ya no se trata de emular a sus rivales, de imitar el estilo y retórica de Pablo Iglesias & Co., sino de algo mucho más difícil y para lo que existen serias dudas de que esté preparado.
Como a todos los partidos conservadores enfrentados a una situación que empuja contra su posición, el PSOE acomete la misma disyuntiva que anunciara Antonio Maura a principios del siglo XX: “O hacemos la revolución desde arriba [en su argot la reforma] o nos hacen la revolución desde abajo”. Sin republicanismo, sin anarcosindicalismo, sin un socialismo obrero pujante, hoy no sabemos muy bien de qué va esa revolución, aunque después del 15M sepamos que existe y que tiene que ver con la democracia. La cuestión es: ¿sabe el PSOE en qué consiste la reforma?
Hándicap de partida es que el PSOE no ha sido nunca un partido reformista, sino un partido de Estado. La paradoja está en que el Estado democrático de 1978 fue ante todo una criatura del reformismo franquista. En términos institucionales, lo principal lo hicieron los gobiernos de UCD. No obstante, y he aquí la paradoja, armado con la memoria del antifranquismo (a veces más impostada que real), su viva representación de las clases medias, su pátina de modernidad y su marcado cariz europeo y democrático, el PSOE llegó al gobierno en 1982 con un plus que el reformismo franquista no podía siquiera soñar. Tomó el Estado, y con ello esa particular democracia, como algo que le era propio, que le pertenecía “por derecho”.
Curiosamente es esta suficiencia socialista a la hora de afirmar su identificación con el Estado lo que le empuja a su perdición. Un ejemplo pequeño pero pertinente: el referéndum catalán parece inevitable en el marco de la reforma constitucional, al igual que resulta inevitable que una de las preguntas incluya la palabra “independencia”. En el cómo, con quién y cuándo de este referéndum se juega el futuro de la preponderancia electoral en la segunda metrópoli del país que hasta hace poco era caladero principal del voto socialista. Parece claro que negar la necesidad de la consulta (por imperativo “democrático”) es condenarse de principio.
En tanto partido de Estado y pieza principal del “país oficial”, otro inconveniente mayor de los socialistas reside en su increíble alejamiento del “país real”. Otro ejemplo, que es más que un ejemplo: hay demasiadas pruebas de que lo que empuja contra el PSOE, y en general contra el bipartidismo, tiene su origen justo debajo de lo que hasta hace poco fue su asiento social, las clases medias, o más propiamente su descomposición. ¿Quién ha protagonizado todo lo que ha actuado como factor de desestabilización política desde el 15M hasta Podemos? Una multitud de chicos y chicas pasados por la Universidad en el marco de una sociedad (y de un régimen político), que no les reconocía ninguna posición relevante, ya fuera profesional, cultural o institucional.
Paradoja: ¿cuántos en Podemos o en las “confluencias” son hijos o familiares de militantes socialistas, cuántos de cargos del partido o incluso de antiguos ministros y altos funcionarios? O dicho de otro modo, ¿logrará el PSOE ser algo positivo para este segmento social, decirle algo significativo, amén de recordar que gracias a él se salió de una dictadura, que los socialistas jugaron un papel esencial en la democracia, que ellos ampliaron el Estado de bienestar? En definitiva, ¿puede el PSOE ser reformista?
Un último apunte. Para aquellos que pensamos que no hay estabilización posible en el medio plazo, que cabalgamos una crisis que debiéramos calificar de “epocal”, que la mencionada crisis de las clases medias va a seguir en caída libre, que la depresión económica no va a ceder en la próxima década, que nuestro campo de batalla político es Europa y no España, que el enemigo a batir es la dictadura financiera antes que las pequeñas taifas políticas, el reformismo del PSOE sería, en cualquier caso, una buena noticia. Si en el próximo mes, o pasadas otras elecciones, se consigue pactar no tanto un acuerdo de gobierno, cuanto un programa mínimo de reformas constitucionales progresivas se habrá obtenido una pequeña victoria institucional. Esta no supondrá ninguna salida a la “crisis de régimen” —demasiado grande y profunda como para que quede reducida a España—, pero sí un precedente positivo. Valga decir que en la indefinida prolongación de un juego de empates y bloqueos, existen otras alternativas que vamos conociendo allende los Pirineos. Y que éstas no dejarán de formularse también en esta provincia en el próximo año.
Por eso, curiosamente, entre radicales y viejos progres existe un acuerdo inicial, en el que, al menos por unos meses, la supervivencia del partido de los “sociatas” y la reapertura del ciclo político van de la mano.
Hubo un tiempo (no mucho) en el que a la derechona de abrigo de visón y gemelos de oro, pero que presumía de modernidad en el léxico, le gustaba emplear el término “sociata” para todo aquello que oliera a socialista. En lo “sociata” entraba de todo, desde los ademanes autoritarios del Gobierno y la...
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Emmanuel Rodríguez
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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