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Aquel joven de 27 años, griego pero educado en Francia, caía gordo a todo el equipo de rodaje. Ni hablaba el idioma --por lo que los actores difícilmente entendían lo que se les transmitía de parte del director-- y lo poco que lograba transmitir lo hacía “de modo autoritario pero justo”, como reconoció él mismo 55 años más tarde.
El ambiente en el set de rodaje de aquella película en la Torrevieja de 1960 no era el más favorable. De hecho, algunos de los miembros del equipo planeaban “romperle la cara” a aquel bisoño ayudante de dirección, como le sopló una de las actrices. Ya fuera porque la amenaza surtió efecto o por otro motivo, el joven Costa-Gavras (Atenas, 1933) cambió de actitud. Se hizo amigo íntimo de Virgilio, un técnico español que trabajaba en la película, y entre ambos elaboraron un diccionario básico que le permitió al aprendiz de director reconducir las relaciones (o al menos suprimir cualquier conato de violencia física contra su persona) con el equipo artístico, amén de aprender el significado de otras expresiones no necesariamente técnicas, como “Me lo dices o me lo cuentas”.
Una adecuada comunicación provocó que el joven Gavras se enamorase de España para siempre (habla un castellano perfecto, como se pudo comprobar la pasada semana, cuando la Universidad Complutense le concedió el doctorado honoris causa por su “excepcional forma de mostrar los conflictos sociales y políticos con el foco en la defensa de los derechos humanos”); y, de paso, cambió la entonces (peligrosa y amenazante) realidad a la que se enfrentaba en Torrevieja (además de otros beneficios inesperados, como aprender a hacer paellas, supongo, porque tres meses en Torrevieja dan para mucho).
Porque ésa es la clave de la obra de Gavras: utilizar el cine como un canal de comunicación en el que el autor no juzga los hechos, sino que, como apuntó el rector de la Universidad Complutense, Carlos Andradas, en la lectura de la laudatio con motivo del reconocimiento académico, su obra “nos saca de la zona de confort en el que vivimos para meternos en la historia de lo que ocurre o ha ocurrido en diversos lugares del mundo, con lo que nos enfrentamos a una realidad que a menudo preferimos no conocer”.
Gavras, con casi 83 años, 22 películas a sus espaldas y dos oscars (a la mejor película de habla no inglesa por Z en 1969 y al mejor guión original por Desaparecido en 1982), entre otros reconocimientos internacionales, ha sido tradicionalmente encasillado como un director más cercano a la izquierda que a la derecha, quizás porque sus dos películas más representativas y antes citadas eran inequívocas denuncias de violaciones de derechos humanos y movimientos surgidos en los claroscuros de la diplomacia norteamericana de los años 70.
Gavras es, sencillamente, un observador incómodo, el creador y máximo exponente (quizás tan solo junto a Ken Loach) de un género de cine crítico y sociopolítico. Volviendo a citar al rector Andradas, la obra del nuevo doctor honoris causa “es un imperativo categórico de denuncia de la maldad y el odio, es un combate contra la injusticia”.
Es lo único que persigue Gavras: la denuncia de la injusticia y de los totalitarismos, ya sean financieros (El Capital, 2012), procedentes del estalinismo (La Confesión, 1970), con el beneplácito de EEUU (Desaparecido, 1982) y de amistades mal avenidas (Amén, 2002). También denuncia el absolutismo de los medios de comunicación (Mad City, 1997) o el riesgo del fascismo que espera su momento en el sur de Estados Unidos (El Sendero de la Traición, 1987).
El cineasta greco-francés es, como afirma el profesor de Ciencias de la Información José Antonio Jiménez de las Heras, la prueba de que “un buen narrador, al frente de una excelente historia, puede conquistar la mente y los corazones de quienes un día podrán cambiar la realidad”. Nunca sabremos si todo empezó realmente un verano en Torrevieja, en una España dictatorial, hace más de 50 años.
Aquel joven de 27 años, griego pero educado en Francia, caía gordo a todo el equipo de rodaje. Ni hablaba el idioma --por lo que los actores difícilmente entendían lo que se les transmitía de parte del director-- y lo poco que lograba transmitir lo hacía “de modo autoritario pero justo”, como reconoció él mismo...
Autor >
Héctor Asensio Gómez
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