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De todos es sabido que los escritores no comemos. Somos una subespecie del sapiens sapiens que necesita muy pocos alimentos para mantenerse con vida durante largo tiempo. Hasta Franz, Kafka para los amigos, escribió un olvidado cuento titulado Un artista del hambre que puede leerse como una metáfora del escritor medio, un tipo al que todos admiran por pasar muchos días dentro de una jaula sin comer hasta que al final la gente se cansa de la novedad y de sus proezas y le olvidan allí, en la jaula. Además la mayoría somos vegetarianos y con unas hojas de lechuga podemos ir tirando, como los grillos o la célebre cigarra de Esopo. Y los pocos carnívoros que hay en nuestra subespecie se contentan con el famoso caldo de carcasas de pollo y una alitas fritas que puso de moda Andrés Trapiello. Por dos euros puede hacerse un primero y un segundo plato. Además como siempre estamos leyendo, imaginando o escribiendo se nos olvida con frecuencia esa estupidez de comer.
Otra cosa bien sabida por todos es que escribir no cuesta demasiado a los escritores. Se sientan un rato y te escriben sin esfuerzo cualquier cosa, Guerra y paz o lo que se les ocurra, tienen esa facilidad, esa virtud innata, esa rareza como otros saben contar con gracia chistes de Lepe o interpretar la banda sonora de Tiburón tirándose pedos. Además toda la gente sabe también que ganan bastante dinero como Stieg Larsson, Dan Brown o nuestro gran Alatriste, escriben un librito o dos y ya pueden vivir de las rentas, así todos, más o menos. Ganan mucho pero se lo gastan en whisky, viajes sospechosos y casonas en las afueras para hacerse los malditos, en torres de marfil antes, ahora en adosados. Hay casos extremos y atípicos como el tragaldabas de Cela o las latas de caviar de medio kilo que se compraba Hemingway para invitar a los amigotes, pero a la mayoría no les gusta comer, si por ellos fuera con un puñado de pienso de perro o una lata de comida para gatos de calidad tendrían bastante.
Y cuando se jubilan aún menos, se convierten en hombres y mujeres amojamados y ascéticos, sólo hay que ver las fotos, y se mantienen con un poco de orujo, un sopicaldo y dos alitas fritas hasta que les llene de gloria la posteridad. De memoria me salen los más conocidos: el abuelo Cervantes, tito Valle-Inclán, Cansinos-Assens, Luis Cernuda, Rosa Chacel, Gabriel Celaya, María Zambrano, León Felipe, Alfonso Grosso, Gironella. Todos ellos grandes artistas de las letras y también, como el personaje de Kafka, del hambre. Otra creencia popular es que el escritor bueno, de raza, debe vivir en la precaria bohemia con poca calefacción y morir como Alejandro Sawa, en la calle. Además, dicen los tecnólogos que dentro de poco escribirán las novelas unos ordenadores cuánticos fabricados en China, así que para qué mantener a tanto inútil.
Otra creencia popular es que el escritor bueno, de raza, debe vivir en la precaria bohemia con poca calefacción y morir en la calle
Ahora, el Ministerio de Empleo y Seguridad Social persigue y multa a escritores viejos y vivos como Antonio Colinas, Antonio Gamoneda, José Manuel Caballero Bonald, Javier Reverte, Luis Landero y otros tantos porque cobran su pensión de jubilados y encima ganan dinero con sus bolos y sus líos. Si sumando ambos emolumentos, pensión y melindres, ganamos más que el salario mínimo interprofesional, zape, hemos de elegir entre la pensión o los bolos y, si no, multazo gordo. Si somos especuladores en bolsa o tenemos la renta de doscientos pisos en alquiler, entonces no hay problema: podemos cobrar las dos cosas. Son esas leyes que hizo el PP tan graciosas en 2013 para que los escritores no se salieran de su camino en el “artisteo del hambre”. Los del ministerio cuidan la línea de los escritores, les preocupa mucho que engorden o que inviten a caviar y a whisky caro a los amigos y derrochen así su fortuna.
Tenía veinte años recién cumplidos y, carta de papel mediante, fui a entrevistar a un viejo escritor que yo admiraba, del que lo había leído todo y que además yo consideraba que era “famoso”, “popular”. Era muy citado en los institutos de entonces y pocos años antes le habían dado un gran premio nacional por toda su obra. Él debía de tener más de setenta. Vivía en un barrio obrero de Madrid, pero en cuanto toqué el timbre salió y me sugirió ir a una tasca cercana donde le conocían, a tomarnos unos vinos y unos pinchos de tortilla. El hombre fue en todo momento simpático y colaborador, contestó con gracia a todas mis pueriles y tópicas preguntas, rió mis ocurrencias y me dedicó el ejemplar de un viejo libro suyo de poemas que yo le llevé. Por supuesto no permitió que yo pagase los vinos, tampoco los dueños del bar.
Dos horas antes me había encontrado por la calle con Lupe, mi profe de Literatura del instituto; como había sido ella quien me había dado a conocer al autor presumí de la cita a la que iba y Guadalupe me comentó que el escritor lo estaba pasando mal porque no tenía un duro. Al final de la entrevista, muerto de vergüenza y con cierto disimulo, le di en un sobre cerrado las cinco mil pesetas que me acababan de pagar por un trabajillo literario diciéndole que era lo estimado en la revista para el entrevistado, “por la molestia”, que sentía que fuera tan poco, pero las cosas estaban achuchadas en la prensa.
El Gobierno multa a quienes cobran su pensión de jubilados y encima ganan dinero con sus bolos y sus líos. Si somos especuladores en bolsa o tenemos la renta de doscientos pisos, entonces no hay problema
Me pareció que yo había sido muy convincente. Todavía los del bar nos invitaron a otra ronda y luego salimos a la calle. El tipo, en lugar de la mano, me dio un abrazo. Al oído, en voz muy baja, antes de separarnos me dijo: “Gracias, hijo”. Se dio la vuelta y se marchó hacia su portal. Le vi alejarse renqueando, estaba muy machacado ya, dicen que bebía demasiado, siempre lo hizo. Poco después leí que tuvo que ir a un hospital y no podía pagar la factura. He llevado con vergüenza estos años aquella limosna tramposa. Entonces me pareció increíble que uno de los poetas más comprometidos, libres y celebrados de la Transición no tuviera dinero para vivir. Tal vez entonces yo también pensara que los escritores se alimentaban del aire y podían vivir sin nada.
Admiro como a nadie a Javier Reverte, heredero de la mejor tradición europea de trotamundos a la altura de Chatwin o Fermor. Algunos de sus libros han sido mis guías de viajes y lecturas. Ha trabajado toda su vida y ya jubilado sigue en activo como escritor, sin embargo ahora debe elegir entre seguir siendo un pensionista mudo a la fuerza o un escritor y “artista del hambre” puesto que el futuro y el trabajo de un escritor son siempre inciertos y precarios. Y como Javier hay cientos. Nadie habla de no pagar impuestos, de hecho, en la declaración de IRPF aparece todo lo que gana y paga lo que le corresponde, pero es necesario cambiar esa ley, ya, mañana mismo.
Por cierto, a pesar de la creencia popular, no es cierto que los escritores no necesiten comer demasiado o que sean mejores artistas en la precariedad. Es mentira que no les cueste nada escribir o que la mayoría sean ricos con sus publicaciones. Díganselo a los ministros en funciones Montoro y Báñez. Díganles que aunque ahora los piensos para perros y las latas de comida para gatos tienen mucha calidad y casi parecen foie caro, que aunque las alitas de pollo y las carcasas para hacer caldo siguen siendo muy baratas, a los escritores nos gusta comer otras cosas. Díganles además que lo de “un artista del hambre” que escribiera Kafka, no era verdad, sino sólo un cuento.
Notas:
Leí Un artista del hambre en la preciosa edición de Siruela de 1985, una recopilación de cuentos de Kafka hecha por Borges titulada El Buitre. Es una obra de dominio público y no hay que pagar derechos de autor. En eso los escritores también son distintos a los especuladores y a los rentistas.
Sobre la polémica de los derechos de autor está muy bien el librito ¿Por qué Marx no habló de copyright, de David García Aristegui, con prólogo de César Rendueles e Igor Sádaba. Editorial Enclave de Libros. 2015.
De entre todos los libros de Javier Reverte siento especial predilección por Corazón de Ulises (Aguilar). Él, junto a Patrick L. Fermor y Henry Miller, han entendido como nadie por qué Grecia somos todos.
La fábula de La cigarra y la hormiga que escribiera Esopo y luego Samaniego no me gusta, prefiero la que cuenta Javier Bardem en Los lunes al sol, la clarividente película de Fernando León de Aranoa del año 2002.
Alguna vez pasé de nuevo por la calle de aquel escritor donde ahora hay una placa que honra su memoria. Su abrazo me acompaña desde entonces. La poesía sigue siendo un arma cargada de futuro.
De todos es sabido que los escritores no comemos. Somos una subespecie del sapiens sapiens que necesita muy pocos alimentos para mantenerse con vida durante largo tiempo. Hasta Franz, Kafka para los amigos, escribió un olvidado cuento titulado Un artista del hambre que puede leerse como una...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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