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Gismonti le estuvo dando muchas vueltas, y al final decidió que no tenía más remedio que visitar a Mariana. Aquella aguja lo había dejado impresionado, cómo rompió la vena de Ana, pero sobre todo le resultaba increíble que hubiera sido ella misma la responsable de la iniciativa y que pareciera encantada con todo aquello. No sabía explicárselo o, mejor dicho, no alcanzaba siquiera a concebirlo. Era algo que le venía de fuera, de una parte remota del mundo y desconocida y seguramente oscura, pero su problema más grande era que lo único real que había tenido de verdad en las manos era Ana. Si Ana se volvía irreal por coger una jeringuilla, si de pronto dinamitaba lo que Gismonti tenía por correcto y previsible, algo empezaba a no ajustar. Todo se le estaba derrumbando desde aquella noche.
No quería saber nada de Kelvin, al que le atribuía toda la responsabilidad. Empezó a obsesionarlo aquella desenvoltura con la que se habían saludado en el Sweet Home. Rebobinaba una y otra vez la secuencia y la volvía a proyectar. Ana con su gin tonic en la mano, luego alejándose medio perdida, y cómo después encontraba el camino e iba directa. Ahí Gismonti frenaba, y entonces repasaba el proceso a cámara lenta. Coño, Ana caminaba con determinación, sabía adónde se dirigía. Y luego esa risita y el beso en los labios. Insoportable.
Tampoco quería ver a Milton. Se había descubierto hablándole todo el rato. Estaba en la ducha, por ejemplo, y le decía que se iban a llevar los paquetes mañana mismo, que ya estaba bien de tanto abuso, que él era una persona dispuesta a colaborar y que nunca puso ninguna pega, pero que ya no podía ser, todo tiene su punto final. Eso decía Gismonti: todo tiene su punto final. Pero en realidad se estaba duchando, no tenía sentido esa conversación consigo mismo que le estaba dirigiendo en realidad a Milton. Lo peor es que se iba enervando, estaba cada vez más furioso, pero nunca terminaba de dar el salto. En cuanto se ponía a hablarle de Ana a su amigo, a ese Milton imaginario de la ducha, ya de pronto no podía seguir. No le puedo contar estas cosas, se decía. No puedo relacionar a Ana con los paquetes, no tiene sentido. Ana forma parte del mundo de la oficina. Y Milton, bueno, Milton era un taxista que conoció cuando fue a Barajas a coger un avión el día que había muerto su madre. Si es que fue eso lo que lo confundió todo, se decía Gismonti ya delante del espejo empañado, limpiándolo con la punta de la toalla y viendo aparecer su rostro confundido y sus labios hablándole a la nada. Eso lo estropeó todo, que muriera su madre. ¿Y ahora qué? Estaba perdido. Se descubría torciendo la boca, ya no sabía si ponerse a reír o simplemente a lanzar un aullido o, por ejemplo, dedicarse a dar golpes y partirse los nudillos.
Ana era de la oficina y Milton venía de un taxi, pero algo había producido después aquella combinación milagrosa que lo había hecho tan dichoso. Y Ana, como pasó la última noche, había terminado acurrucándose en sus brazos. ¿Es entonces una extraña o es ya parte de mí mismo?, se preguntaba Gismonti en sus largos e inútiles monólogos. Ana, por otro lado, se había largado hace unos meses de la oficina y de su vida. Y Milton se compró un Mercedes negro y dejó el taxi. Así que las piezas ya no eran las mismas. De todas formas, Ana era la de siempre: cuando me dio aquel pequeño puntapié en el Sweet Home, cuando se puso a reír mientras caminábamos, luego en el taxi, ahí en el sofá cuando nos estuvimos besuqueando, y después a cada momento Ana era Ana, claro, y Gismonti era Gismonti. Eso se decía. Pero aparecía la aguja aquella y lo confundía todo. Ana ya no era Ana y Gismonti ya no era Gismonti. Pensó, después de darle vueltas y vueltas, que sólo Mariana podría ayudarlo a salir de aquel barullo.
Llegó el sábado, consideró que plantarse en casa de Mariana antes del aperitivo era una buena idea (no tenía su teléfono). Así que se levantó animoso y dispuesto a obedecer una única consigna, que pasara lo que pasara no se iba a echar atrás. En la cama había estado repasando aquellos primeros días.
--Debo ponerme el sombrero, como hacía entonces--, se dijo Gismonti.
Lo llevaba precisamente cuando conoció a Mariana, el día que invitó a Ana a la Casa de Campo. No había pasado ni siquiera un año. Fueron luego al zoo. Cuando hablaban de sus animales preferidos, Mariana eligió los loros. Gismonti sonrió: ¡los loros!
Vaya idea. Pero eso lo animó. Sólo Mariana podía ser en ese momento su confidente, sólo a ella podría explicarle sus tormentos más profundos. Solo a ella, a la muchacha a la que le gustaban los loros, a la antigua novia de su amigo, a esa chica tan tranquila y alegre, era la única que parecía deslizarse por unos carriles previsibles.
Gismonti se puso su traje claro y se plantó el sombrero. Salió de casa con la idea de caminar un poco por la ciudad, era pronto, podía demorarse en cada vitrina y ojear las revistas en el quiosco. Estaba ejercitándose para que se le fuera de la cabeza aquella imagen de Ana después del pinchazo, se le habían dulcificado los rasgos, pero lo que más le inquietaba era la impresión de que había empezado a mirarlo desde un sitio diferente, un lugar que desconocía, lejano, raro. Y con precipicios, se decía Gismonti. Miraba y era como si estuviera asomada al vacío. Realmente, pensó, yo ya no estaba allí. Ya no contaba. Aunque luego enseguida nos enredáramos de nuevo y volviéramos a hacer el amor.
Iba por la calle, se cruzaba con la gente. Es un día hermoso, es un día hermoso, recitaba como una letanía. Sonreía, pero tenía la cabeza en otra cosa. Debería llevar un bastón, se le ocurrió, para empujarlo contra el suelo y tener otro punto de apoyo. Compró unas flores, unos claveles rojos.
--Milton se fue porque quiso irse, y no creas que estaba mejor antes con el taxi. Lo único que hacía era quejarse. No sé de dónde te has sacado esa idea--, le dijo Mariana.
--Bueno, yo lo encontraba siempre muy contento cuando venía a visitarme.
--Tampoco es que yo lo vea triste ahora. Cuando lo veo, que son muy pocas veces, y siempre por casualidad. Gismonti, cada cual hace lo que puede. No le des más vueltas.
Mariana tenía un pequeño salón y estaba sentada en el sofá de su salón, con las piernas apoyadas sobre una pequeña mesa. Las uñas de los dedos de sus pies estaban pintadas de color rojo, pero algunas tenían ya como pequeñas muescas. Se había puesto una bata cuando el timbrazo de Gismonti la despertó, debía ser la una, y le sirvió un café, medio atontada por el sueño y doblemente sorprendida. Uno, por aquella visita. Dos, por los claveles.
Pasaba por aquí, le dijo Gismonti, y eso que se había jurado que jamás utilizaría una fórmula tan gastada. Llevaban ya un rato largo. Mariana puso la cafetera, se metió en el cuarto de baño, salió con el pelo agarrado con unas pinzas, así que ya no le caía desordenado sobre la cara. ¿Cómo va todo?, le había preguntado al sentarse. Se le abrió un poco la bata, Gismonti vio que no llevaba sujetador. Vaya, igual no llevaba nada por debajo. No supo cómo conducir la conversación hacia Ana y había terminado por decirle que debía volver con Milton. Mariana puso mala cara. Y poco después, Gismonti ya buscaba la manera de salir de allí.
--Tengo que marcharme--, le dijo de pronto con brusquedad.
Gismonti le estuvo dando muchas vueltas, y al final decidió que no tenía más remedio que visitar a Mariana. Aquella aguja lo había dejado impresionado, cómo rompió la vena de Ana, pero sobre todo le resultaba increíble que hubiera sido ella misma la responsable de la iniciativa y que pareciera...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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