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Vaya marzo revuelto que tengo: como la liebre de Carroll, como si hubiera decidido meter los dedos en todos los ventiladores, cosa que desaconsejaba, y en eso tenía un juicio sano el general Perón. Si quieres conservar tus dedos, no los metas en el ventilador.
Cuando esto escribo es 8 de marzo, jornada en la que conmemoramos el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, que, mira tú por dónde, somos la mayoría absoluta (el 52%) de población humana pero, como nos han fastidiado toda la vida de dior, y siguen, tenemos que tener una fecha reivindicativa. Este año celebramos los cientipico de la fecha decidida en aquella reunión de la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, en Copenhague, en 1910, cuando se decidió que el 8 de marzo era una jornada de lucha por la igualdad, no para felicitar ni regalar bombones, que para eso están el día de la madre y el de los enamorados.
Eso era, y es, desde justo el año siguiente, el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, que Naciones Unidas, con más o menos tes de trabajadoras, según nos vamos socialdemocratizando, ha hecho suyo desde 1977. Pero lo consiguieron dos mujeres (vale: entre muchas convencidas): Luise Zietz, socialdemócrata alemana, y la española Clara Zetkin, una roja divina muy poco estudiada, a lo mejor porque era judía. Y por ahí andaban, en 1910, seres míticos como Alejandra Kollontai o la mismísima Rosa Luxemburgo, que pagó su brillantez y su coherencia, como todas sabemos, con una muerte medieval. Sí, como la que se les da a muchas mujeres en estos días y en ciertas geografías morales y políticas: a pedradas, a palos, a mordiscos. Y en geografías más cercanas, y en el cuarto de la tele, patadas, palos, cuchillos, tiros. En España, dos asesinadas por semana y de todas las edades.
Sin que hayan hablado en ningún atril, estaría bueno. ¿Que estos no son asesinatos políticos? Hace mucho, muchísimo, que sí. En realidad, siempre lo han sido. La igualdad de la mujer, amigas, es cuestión de Estado. De política. Y de vida o muerte.
Pero vamos a la literatura, Pereda. Dos novelas recién publicadas, completamente distintas entre sí, de dos mujeres que también deben serlo. Departamento de especulaciones, de la norteamericana Jenny Offill (Libros del Asteroide), y Enterrad a los muertos, de la canadiense Louise Penny (Salamandra).
De Departamento de especulaciones, lo más interesante es su modo de narrar. Completamente fragmentaria, se yuxtaponen materiales de distintos orígenes, desde la imagen quieta al brevísimo relato de una acción concreta, o a la cita literaria muchas veces relacionada con el trabajo de la protagonista-narradora, o de sus lecturas. De su panteón literario. Fragmentos, párrafos aparentemente inconexos, a través de los cuales va transcurriendo la acción principal. Que es la historia de un amor, un matrimonio, una maternidad y una crisis matrimonial.
Quebec es una zona irredenta que cada equis años reedita un referéndum independentista. No me cuesta conectar con ese mundo, del que en España tenemos un par de escobas
Es, pues, una historia de lo cotidiano, contada con sutileza y modernidad. Y sí: hubiera hecho las delicias de los telquelianos, porque, ahí detrás, está la novela europea de los sesentas: el nouveau roman y las prácticas estructuralistas, en fin, la llamada novela experimental, tan pronto arrumbada por la narración-narración. Como yo he tenido y tengo debilidad por esta literatura, comprenderán que me ha encantado. Y léanla sin miedo: el lenguaje es voluntariamente transparente y eficaz. Y el resultado es conmovedor, con un final abierto, como la vida misma. Es que Offill es profesora de escritura en un par de universidades importantes, y se sabe muy bien lo que es contar una historia para un mundo global, pero sentido en… en 140 caracteres. No llegan a tan poco sus párrafos, aunque alguna vez sí.
Enterrad a los muertos responde a otra de mis pasiones lectoras (como soy tan omnívora, no es raro): la novela policial. Bueno, la novela que contiene una trama policial, y que aparece en una colección de serie negra. Louise Penny desarrolla en esta historia tres líneas argumentales: un asesinato en el presente, una trama histórica y mítica en el pasado fundacional, y la búsqueda del perdón, o al menos de la paz interior, después de unos hechos terribles. Y, además, multiplica las perspectivas, aunque se unifiquen en una tercera persona narrativa, que siempre hace distancia.
Es un novelón de casi 500 páginas, donde lo importante, me ha parecido a mí, está en otra parte. Está en cómo, a partir de unos hechos novelescos, cuenta el mapa de Quebec. El mapa físico y arquitectónico (leída, tengo la impresión de que alguna vez estuve allí, sobre todo en la parte alta de la ciudad, y les juro que no), pero también su plano histórico (cómo no contar, obligada por la trama, qué había antes de lo que ahora hay) y aún más: cuenta la quiebra de dos comunidades, la francófona y la anglófona, y la manera en que, subterráneamente, funciona para todos.
Ya saben: Quebec es una zona irredenta que cada equis años reedita un referéndum independentista. La francophonie contra el Canadá angloparlante. Lo pierden siempre, pero en las conciencias francohablantes, y en las inglesas también, la historia se carga de importancia, y la creación de los mitos, con cierta base o sin ella –todo el mundo, parece, tiene el derecho a reescribir su historia– actúa sutilmente en las conciencias individuales. Y allí están los paisajes y los libros, los papeles y las leyendas. Y los silencios. No me cuesta conectar con ese mundo, del que en España tenemos un par de escobas. Y les aseguro que es bastante iluminador. Así que policiaca lo es, pero Enterrad a los muertos es algo más, bastante más.
Karenina y Bovary, son historias de chicas, de adulterio, contadas por dos señores, y ahí las tienes, entre las primeras novelas universales y de la galaxia
Dos mujeres, dos narrativas, dos intereses. La primera –Jenny Ofill– hace un experimento escritural para contar, desde una móvil primera persona, una “historia de chicas”. Bueno, no otra cosa son Karenina y Bovary, historias de adulterio, contadas por dos señores, y ahí las tienes, entre las primeras novelas universales y de la galaxia. En ésta, la buena, la que habla, es la esposa, no la amante. La arquitectura, el modo de contar, y la fracturación de la prosa, la vuelven cinematográfica. Más bien de Godard y su pandilla.
Louise Penny tampoco hace una narrativa lineal, aunque mueve la cámara una autora oculta, pero que lo sabe todo. Un cine rápido, ágil, con sus flashback y sus contrapicados, con sus cambios de plano, sus fundidos a negro, su montaje alterno, y sus de todo. Para contar una historia moral y política. Para contar cómo la historia, la tradición y esa rara conciencia de pertenencia (¿nacional, cultural?) intervienen en las conductas humanas, no siempre tan santas.
Son sólo dos ejemplos. Es 8 de marzo. Dos novelas bien distintas, dos propósitos literarios distantes, dos historias que nada tienen que ver. Las dos nos iluminan, en la vida cotidiana una, en la vida social bastante próxima, la otra. Dos mujeres que se demuestran, como muchas, como tantas. ¿Literatura femenina? ¿Qué rayos es eso?
P.S.: Obligado citar a las traductoras, y reduzco al femenino: María Figueroa se ha ocupado de Louise Penny y Eduardo Jordá de Jenny Offill. El castellano de ambos suena estupendamente.
Vaya marzo revuelto que tengo: como la liebre de Carroll, como si hubiera decidido meter los dedos en todos los ventiladores, cosa que desaconsejaba, y en eso tenía un juicio sano el general Perón. Si quieres conservar tus dedos, no los metas en el ventilador.
Autor >
Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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