LECTURAS
Años de frustración y esperanzas
CTXT publica un adelanto de ‘El oficio más hermoso del mundo’, que recoge las memorias del periodista José Martí Gómez
9/03/2016
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Cuando las cosas pintaban mal, cosa que solía suceder con frecuencia, Manuel Ibáñez Escofet, subdirector de El Correo Catalán, salía de su despacho, se asomaba a la redacción, se levantaba las gafas a la altura de la frente y gritaba:
—¡Si todos los hijos de puta volasen, taparían la luz del sol!
—¡Vaaaaaaleeee... —respondía a coro la redacción.
Si justo en aquel momento el director, Andreu Roselló, cruzaba casualmente la redacción, se limitaba a sonreír. Persona muy encerrada en sí misma por lo que respectaba a su vida privada, nunca explicó que en 1944 había pedido a la Asociación de la Prensa un préstamo de 5.000 pesetas para estabilizar su situación familiar. El tono del escrito dirigido al presidente de la Asociación, un franquista servicial, era propio de la época: «… solicito de la reconocida bondad y comprensión que le caracterizan…», «… con la confianza puesta en sus justas decisiones…». Le denegaron el préstamo porque dijeron que la Asociación había tenido muchos gastos, pero meses después alguno de la junta tuvo piedad de él y se le concedió un préstamo de 2.000 pesetas, a reintegrar a razón de 200 pesetas al mes. Como redactor del periódico cobraba mil pesetas mensuales y completaba su magra economía trabajando por las mañanas como gerente en una librería que también le pagaba mil pesetas al mes.
El Correo Catalán era un diario bicéfalo. Roselló era silencioso, Ibáñez era extrovertido. Roselló e Ibáñez nunca fueron amigos pero formaron una buena pareja para liderar un diario que desde su pasado carlista y eclesial pasó a ser, en los años sesenta, el periódico progresista de Barcelona. Tan progresista que, según datos anotados por la censura, en 1966, de los 101 folios que recogían las desviaciones ideológicas y las buenas costumbres en los diarios de Barcelona, El Correo Catalán ocupaba 42 folios. En la redacción, paulatinamente rejuvenecida con periodistas ideológicamente de izquierdas, trabajaban por las tardes 21 periodistas que, dado el sueldo misérrimo que se pagaba aquellos años, por las mañanas completaban su economía trabajando en otras cosas.
A un redactor le contabilizamos 18 trabajos, uno de ellos «encerrar las ocas»; consistía en pasar por un asilo municipal a firmar por la noche el parte confirmando que todos los viejos asilados estaban en sus camas. Supusimos que los 17 trabajos restantes requerían del mismo esfuerzo. De día, a Roselló se le veía poco por la redacción pero de noche dejaba su despacho y, al regresar de cenar, pasaba por el taller, montaba la primera página, encendía un cigarro habano y se sentaba a la mesa en medio de la redacción explayándose contando anécdotas a los redactores de noche mientras maldecía a la censura, que le devolvía artículos, entrevistas o reportajes tachados con lápiz rojo. Toda su vida la pasó en El Correo Catalán y siempre quiso ser reportero de calle pero no lo logró nunca. Cuando estaba a punto de lograrlo estalló la guerra civil y el diario carlista que «olía a cera de sacristía» fue clausurado.
Era un hombre tranquilo y honesto al que las convocatorias de Fraga a su despacho en Información y Turismo le provocaban diarreas. A Fraga le molestaba la línea del diario, sobre todo la página religiosa de los sacerdotes Casimir Martí y Josep Bigordá, comprometidos con el Concilio Vaticano II.
Fraga mostraba a gritos a Roselló su discrepancia con la línea del diario.
—¿Puede usted explicarme cómo ha podido suceder eso? —le gritó un día.
—Son cosas que pasan en los talleres, una maldita casualidad —susurró Roselló, acojonado pese que no era un hombre pusilánime. En palabras de Ibáñez, «Roselló era prudente pero valiente».
—¡Le voy a decir a usted…! —vociferó Fraga justo en el momento que sonaba teléfono.
El llamado «dialogante ministro de la apertura» arrancó de un tirón el cable de conexión y mientras repetía a gritos «le voy a decir a usted…», sonó otro teléfono y debía de ser algo importante lo que le dijeron porque cuando Fraga lo escuchó despidió a Roselló de inmediato gritándole «ya retomaremos ese tema otro día».
«Ese tema», según Fraga, «la maldita casualidad», según Roselló, había ocurrido días antes. Un linotipista estaba picando las líneas de plomo con el discurso de Franco, que debía publicarse íntegramente conforme lo servía la agencia Cifra. En un momento dado, la linotipia dejó de funcionar, un mecánico vino a arreglarlo y cuando creyó que la máquina estaba a punto le dijo al linotipista que probase. Este picó unas líneas: «estoy hasta los cojones, estoy hasta los cojones» y las líneas, «la maldita casualidad», quedaron como un bocadillo entre el discurso de Franco; los cajistas que montaron las páginas no las vieron y el diario salió a la calle con el discurso de Franco trufado con la frase «gritos de Franco, Franco, Franco, estoy hasta los cojones, estoy hasta los cojones».
Ibáñez estaba poco en su despacho. Siempre se movía por la redacción cagándose en Franco, pegando broncas a media tarde para, por la noche, invitar a una copa al receptor de la bronca. También deambulaba por la redacción expresando sus sueños de dirigir un diario en catalán:
—Fui a explicarle cómo sería el diario a un burgués que ha de poner dinero, cogí media docena de folios y, zas, zas, le dibujé el proyecto del diario. Y el burgués de mierda me dijo que no hacía falta que siguiese la demostración porque el diario sería económicamente inviable bajo mi dirección, visto que sólo para explicárselo había gastado seis folios.
Había sido viajante, decía que todo aquel que negase haber pasado hambre en los años de la posguerra mentía o había sido estraperlista. Estaba bien relacionado con Tarradellas, primero, y Pujol después, y siempre fue un liberal conservador que defendía la libertad por encima de la justicia social. Procedía de movimientos cristianos de signo catalanista y el abad Escarré era uno de sus modelos de vida. Supongo que, dividido entre lealtades, el tema Escarré lo obviaría en sus conversaciones con Tarradellas. El exiliado en la Turena aborrecía al abad:
—Cuando escribió su célebre artículo en Le Monde le remití una carta en la que le decía: «Usted lo que tiene que hacer es ser cardenal de Tarragona y no corresponsal de Le Monde». Escarré pasó al final por víctima pero fue un hombre muy franquista, terriblemente franquista, al que la gente ve a través del artículo de Le Monde, pero en un viaje que hice a Colombia me encontré con un grupo de monjes expulsados de Montserrat por el abad. Los había calificado de catalanistas. En la época de Escarré, Montserrat fue, después del Valle de los Caídos, el monasterio más franquista de España —me dijo Tarradellas, sin un solo titubeo, todavía en los años del exilio.
Ibáñez fabulaba contando historias del estilo «tuve una novia a la que quería mucho pero se apellidaba García y nos separamos llorando porque comprendimos que en Catalunya nuestros hijos nunca tendrían futuro apellidándose Ibáñez García», pero periodísticamente era muy riguroso aunque, en ocasiones, podía pecar de arbitrario en sus juicios e incluso de misógino en años en los que las mujeres ocupaban pocas mesas en las redacciones. En El Correo, concretamente, ninguna.
—Está bien este reportaje… —comentó mientras iba leyendo lo que yo había escrito sobre patentes y marcas, porque en aquel diario los jefes leían antes de mandarlo al taller el material de apertura de cada página cuando iba firmado—.
—Lo divertido es lo que me explicó confidencialmente.
E ingenuo, empecé a explicarle la historia no escrita, viendo como conforme iba hablando él lo iba añadiendo a mi texto.
—Eso es buenísimo —comentó sin dejar de escribir.
—Oiga, si firmo eso el entrevistado me llamará hijo de puta —argumenté.
Levantó sus gafas. Me miró indignado. Me preguntó:
—¿Prefieres que él te llame hijo de puta o yo mierda de periodista?
—Hombre…
Al día siguiente se asomó a la redacción y gritó:
—¡Martí! ¿Te llamó el fulano?
—¡Sí! —respondí, también a gritos, desde mi mesa.
—¿Y…?
—Me llamó hijo de puta.
—¡Bien…! Te invito esta noche a una copa en Boccacio.
Siempre he pensado que el indignado entrevistado tenía razón. No la tenían la Asociación de la Prensa, presidida por el franquista Martínez Tomás, ni periodistas como José Luis Lasplazas, director de El Mundo Deportivo, que pidieron mi cabeza por escribir que muchos periodistas estaban a sueldo del Club de Fútbol Barcelona. El jaleo empezó cuando se lo pregunté a Armand Carabén, gerente del Barça, y su respuesta escueta fue que tan corrupto es el que paga como el que cobra.
La pregunta no se la hice porque sí. Ocurrió que Roselló fue a La Masía a ver a un amigo y cuando le dijo a la recepcionista que era periodista la señora sacó un fichero, miró apellidos y le dijo que él no estaba.
—¿No estoy para qué? —preguntó el perplejo Roselló.
—¿No venía usted a cobrar?
La petición de mi desaparición del mundo periodístico cesó cuando Roselló dijo que de seguir por ese camino él tendría algo que decir. Pasados los años, Carabén y yo nos hicimos buenos amigos. Las tardes tomando copas en el hotel Majestic enriquecieron mi visión pesimista sobre la complejidad de la vida. Economista brillante, gran conversador dotado de un sarcástico sentido el humor, agnóstico hasta sus genes más profundos, fue el que fichó a Cruyff. Como no se autorizaba la salida de moneda para fichar futbolistas ideó, con ayuda de un español experto en movimiento de capitales, residente en Zúrich, pedir divisas a transacciones exteriores para comprar en Holanda un semoviente. Y algo de lógica había porque las vacas se alimentan del pasto y Cruyff le daba a la pelota sobre la hierba.
Cuando la directiva del Barça, dominada entonces por la gente del textil, tenía que ver a Franco para negociar cupos de algodón de importación o ayudas para la reestructuración, la directiva pedía a Carabén que bajase la intensidad del mensaje «més que un club» hasta que pasara la audiencia en El Pardo. Es un dato que me confirmó el profesor Fabián Estapé, lengua tan bien informada y mordaz como la de Carabén.
—Franco, con la junta de la textil formada ante él, acababa diciendo «que no falte algodón a los catalanes». Antes, los del textil habían pasado por el Ministerio de Industria. «Ya están en la antesala los catalanes», anunciaba el secretario al ministro. «Hágamelos pasar cuando ya estén bien llorados», respondía el ministro.
Estapé era enciclopédico contando anécdotas. Me gustaba la que contaba explicando la llegada de Franco al pazo de Meirás para pasar, como cada año, unas cortas vacaciones.
Estapé siempre la repetía igual, pero siempre tenías la sensación de que te la contaba por primera vez.
—No me gustan los patos; se van —susurró Franco al llegar un año al pazo y ver la novedad de unos patos correteando por allí.
—Les hemos recortado las alas, excelencia —dijo un miembro cualificado del séquito de pelotas.
—Se van igual —repitió Franco.
—Si se da ese caso, les recortaremos más las alas para que no se vayan —manifestó el del séquito.
Franco estalló:
—¡Que se cagan, se van, coño!
Fueron años de esperanza. Nos decíamos que Franco moriría pronto, la democracia sería la panacea para el país, podríamos leer diarios que fuesen críticos con los gobiernos de turno. Y fueron también años de frustraciones: veíamos que Franco no se acababa de morir, la oposición interior era débil y estaba dividida, los diarios eran dóciles ante el poder…
Cuando Ibáñez se marchó para dirigir el diario Tele/eXpres, en El Correo nos sentimos un poco huérfanos. En la redacción se produjo un vacío y el diario empezó a entrar en una crisis de imaginación, hasta entonces una de sus características. Roselló había dado forma al diario pero le faltaba el don del grito, la capacidad de galvanizar a la gente. Había en su interior algo del carlismo de sus años jóvenes. La mayoría de la redacción empezó a reunirse en el café Términus para tratar de encontrar una salida y la solución era que alguien comprometido con la democracia comprase el diario. Yo era por entonces secretario de redacción de Cuadernos para el Diálogo en Barcelona y hablé con el abogado Vilaseca Marcet, hombre de Joaquín Ruiz-Giménez y uno de los financiadores de la revista, sobre la posibilidad de que intentasen, él y sus amigos en la oposición al franquismo, comprar El Correo. Su respuesta fue que estaban en eso, pero pedía discreción.
Unos meses después compraron el diario y Jordi Pujol pasó a ser uno de los hombres fuertes en la sombra. Pujol ha tenido la característica de hundir todos los medios de comunicación escritos en los que se ha metido a lo largo de los años. Con el tiempo también hundiría Banca Catalana y terminaría destrozando su imagen pública, con su propia voz, al explicar irregularidades en su fortuna personal. La estatua que el nacionalismoconvergente le había levantado la autodinamitó. Nunca le voté y discrepé muchas veces personalmente pero siempre le respeté, pese a que nuestra relación en el diario no empezó con buen pie.
Faltaban pocos meses para que falleciese Franco cuando el Banco de Gerona entró en crisis. Escribí un reportaje en el que contaba la historia del banco desde sus inicios, como modesta banca de pueblo pirenaico, hasta la realidad de un fracaso.
—Pujol dice que el reportaje no se puede publicar porque va contra el país —me explicó Roselló, que andaba ya por entonces con la mosca detrás de la oreja.
La mosca era uno de los inventos más insólitos que ha dado la prensa de este país, rico en inventos insólitos: los nuevos propietarios habían decidido que Josep Melià sería el director efectivo pero no figuraría en la cabecera: dirigiría el diario desde Madrid y vendría a dar el santo y seña de la semana los lunes y martes. El invento terminó mal, como era previsible.
Semanas antes de que muriese Franco presenté un nuevo reportaje: en reunión ultrasecreta un emisario del Banco de España parlamentaba con Banca Catalana para que esta absorbiese el ruinoso Banco de Gerona. En el reportaje se añadía que los antiguos gestores, propietarios de la entidad bancaria gerundense, habrían incurrido en delitos con responsabilidad penal. El reportaje tampoco se publicó.
—Pujol insiste en que va contra el país —me volvió a decir Roselló, que ya se sentía condenado al cese.
—Me declaro en huelga hasta que Pujol me dé explicaciones —respondí.
Pujol me llamó.
—Los reportajes están muy bien y salvo la afirmación de que los propietarios del Banco de Gerona han efectuado operaciones que pueden parangonarse a las de Matesa, todo lo que escribes es cierto.
Y añadió:
—Aunque todo sea verdad no se puede publicar. Va contra el país.
Pujol estuvo muy didáctico. Me explicó que Catalunya no podía ver cómo se hundía uno de sus bancos. Que en Madrid se iban a solazar con el fracaso. Que no debíamos darles ese gusto. Que los trapos sucios debían de ventilarse en casa y en silencio. Que Catalunya necesitaba una gran banca para sacar el país adelante.
—Banca Catalana ha de salvar estas situaciones —terminó diciendo, y me quedó la duda de si se refería a la Banca Catalana institución o a la banca catalana como filosofía.
—No caiga sobre mí la responsabilidad de hundir Catalunya —respondí patrióticamente mientras Pujol iba encendiendo las cerillas de mi caja y las iba lanzando al aire como un modesto fuego pirotécnico.
Cuando las cosas pintaban mal, cosa que solía suceder con frecuencia, Manuel Ibáñez Escofet, subdirector de El Correo Catalán, salía de su despacho, se asomaba a la redacción, se levantaba las gafas a la altura de la frente y gritaba:
—¡Si todos los hijos de puta volasen, taparían la luz del...
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