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Mario Crespo, el joven historiador y crítico literario, de enorme cultura y rigor, y amplio abanico de intereses, muchos de ellos centrados en nuestra tierra común, Cantabria, acaba de publicar El cancionero de José María de Cossío, en la Colección Visor de Poesía. Yo creo que este trabajo suyo, que abre la puerta a muchos investigadores de la poesía española del siglo XX, es crucial. Y que, como pone también su gusto de antólogo, junto al trabajo minucioso de dar fe de los pliegos coleccionados por Cossío durante casi cuarenta años, y cuyo catálogo seguía inédito hasta ahora, pues le tocará bregar con sus más y sus menos, que en el mundo de los poetas silban, si no las balas, sí las cucharas afiladas. Claro, que eso es algo que siempre le ha gustado a Chus Visor, editor y director de la colección.
El Cancionero que se guarda como oro en paño en la Casona de Tudanca es una colección de autógrafos. Pero a ver: Cossío entregaba a los poetas que le parecían bien (y eso abarcaba desde la Generación del 27 que era la suya, y sus maestros, muy particularmente Manuel Machado, a la de los novísimos, pasando por todas las estéticas que en España fueron), les entregaba, digo, unos cuadernillos de papel estupendo, todos iguales, en los que el poeta pondría manuscritos un manojo de poemas, preferiblemente inéditos.
Los cuadernillos estaban destinados a ser preciosamente encuadernados, y así están en los cuatro enormes tomos, tamaño folio (más un quinto compilado después por Rafael Gómez, primer director de la Casona cuando, a la muerte de Don José María, pasó a depender de la Diputación Provincial de Santander). Mario Crespo recoge todos los poetas, con su ficha completísima que incluye su bibliografía. Pero ni todos tienen poema, ni de cada uno hay más que uno. Si ven el tomazo de Visor, lo entenderán. Y Crespo lo pone por delante en su esclarecedor prólogo.
Además, Mario Crespo nos pone en suerte a José María de Cossío. Una figura muy olvidada de la Generación del 27, mantenida fuera del catálogo aunque estuviera en los festejos de Góngora que dieron nombre y fecha a ese grupo de poetas, y alude, discreto como es pero sin callarse nada, a su amistad con Gerardo Diego y con Jorge Guillén y a su feroz enemistad con Pablo Neruda. Neruda, que le había acusado poco menos que de la muerte de Miguel Hernández, y parece que muy injustamente: Cossío, con quien había trabajado Hernández en la redacción de Los Toros, y al que estimaba mucho, intervino en la conmutación de la pena de muerte que había dictado un sumarísimo franquista contra el poeta, y trataba de tramitar su libertad cuando le pilló la muerte.
Neruda, que había escrito aquellos versos terribles, Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre/ en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos de perra,/ silenciosos cómplices del verdugo, en fin. Pero Neruda, también, que había sacado a Vicente Aleixandre de una checa madrileña, en un episodio muy poco conocido. Y Aleixandre cuidaba a la familia de Hernández, y, según mis noticias, Cossío también.
Mi recuerdo personal de José María de Cossío es lejano y escaso. Sé que alguna vez le vi, con mi padre, quizá en el Café Gijón, quizá en Santander, quizá –sí mira, sí– en el Ateneo de Madrid: qué curiosa la memoria, qué bien funciona cuando una empieza a escribir. Como que le estoy viendo en su viejo despacho de presidente, de negro, con un puro en la boca negra de humo, mientras en la mano de mi padre, mucho más joven, humea incesante la pipa de tabaco también negro. Pero no en la Casona de Tudanca, hasta donde sí he ido después muchas veces, y alguna vez entonces.
Cossío sería ahora absolutamente incorrecto políticamente. Y no lo digo por su ideología, que goza de demasiada buena salud con lo que cae, ni por su fumar placentero y continuo, que ahora no le sería permitido ni en su despacho. Lo digo sobre todo por “el Cossío”, su monumental obra sobre los toros y la tauromaquia, que para los que tienen esa afición es insustituible. Y es que a él le gustaba, y entendía, y, como otros muchos de la Generación del 27, frecuentaba a los grandes toreros de su época, como Joselito, El Gallo, Antonio Bienvenida, Domingo Ortega o Ignacio Sánchez Mejías; se dice que él se lo presentó a Federico (García Lorca, por supuesto). El proyecto de Los Toros lo comenzó en 1934, y lo terminaría en 1961, y lo fue publicando Espasa Calpe en cuatro grandes volúmenes.
Si ahora alguien publicara, entero, el Cancionero, yo creo que sería tan voluminoso como el Cossío. Pero él no lo quería impreso. Recuperaba los cancioneros renacentistas y prerrenacentistas, y hacía esa colección por su gusto y placer, a sabiendas de que lo iba a dejar en dominio público, para los estudiosos. Como su correspondencia nutridísima, como sus dibujos, primeras ediciones, objetos y cosas que hacen de la Casona de Tudanca un lugar para el placer del lector y el historiador, como lo fue para tantos escritores, que, como Rafael Alberti, se refugiaron allí a gozar de la espléndida hospitalidad de Cossío, y a escribir algunos de sus mejores versos, cuando los tiempos eran propicios.
No me quiero poner lírica, pero el paisaje ya sería suficiente: es el que describe y recorre José María de Pereda en Peñas Arriba, en una experiencia viajera completamente autobiográfica. Mario Crespo nos ha puesto delante este segundo Cossío, que nos entrega, abierto a los historiadores, un catálogo de poemas y poetas que recorre todo el siglo pasado.
Mario Crespo, el joven historiador y crítico literario, de enorme cultura y rigor, y amplio abanico de intereses, muchos de ellos centrados en nuestra tierra común, Cantabria, acaba de publicar
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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