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“¡Comes con los ojos!”, decía mi abuela Ángela cuando llenaba mi plato con espíritu glotón. Sin embargo no me dejaba nada. Comía con los ojos pero toda la comida pasaba por la boca y luego por mi memoria que es el estómago invisible en el que procesamos lo que masticamos y también lo que nos pasa en la vida.
La antigua tradición gastronómica europea popular de antes de la “nouvelle cuisine” se basaba en los llamados “guisos pardos”, largas cocciones que espesaban los caldos y fundían los sabores de las sustancias o ingredientes diversos que acaban en la cazuela. El resultado era un plato de color dorado, oscuro, tostado y una apariencia informe poco definida. Entonces importaba más el sabor que la apariencia. Con los ojos de hoy son guisos feotes aunque su sabor sea potente y exquisito si está bien cocinado. Y tenía que estarlo porque sólo eso, el saber cocinar, convertía aquellos ingredientes tan poco apetitosos, y a veces hasta tóxicos, en un alimento reconfortante y nutritivo.
Luego, tras la guerra mundial, la sociedad de consumo se puso a vender también cocina. Las grandes empresas fabricantes y sus marcas necesitaron comunicar y publicitar lo que ofrecían, hacer muy atractivos sus productos, idealizar su imagen y su sabor. La fotografía de comida se convirtió en una sofisticada técnica, casi en un arte. Y aunque hoy todas esas fotografías de los cincuenta o los sesenta anunciando helados o sopas de sobre, yogures y pastelitos nos parezcan planas, naíf, tópicas o primitivas fueron entonces muy efectivas. Los consumidores, nuestros padres, se dejaron convencer de que toda esa comida procesada era mejor y estaba mucho más rica que la que hacía la abuela. Sobre todo era más cómoda, más moderna y más bonita.
Tú y yo hemos nacido aquí, en un mundo virtual de imágenes ideales de comida y cuando nuestra abuela se atreve a hacer uno de aquellos ancestrales guisos pardos arrugamos el morro. Sin embargo ese mundo de maravilla de las fotografías de comida preciosa que nos asaltan en Internet y en toda la publicidad no se reflejan bien en el espejo deformante de la realidad. La comida que nos pareció tan atractiva, apetitosa y bella en la fotografía, en nuestro plato es una cosa mediocre, apagada, mustia, estridente y muchas veces horrible.
Ese mundo de maravilla de las fotografías de comida preciosa que nos asaltan en Internet y en toda la publicidad no se reflejan bien en el espejo deformante de la realidad
Al poco de comenzar a trabajar como investigador de mercados tuve que testar una campaña de publicidad de unos nuevos calamares a la romana que iba a lanzar una multinacional de la alimentación. Con curiosidad presencié la interminable sesión de fotos. Los calamares eran perfectos, las anillas redondas, con la medida justa, el rebozado dorado y brillante. El fotógrafo se tomó su tiempo y cambiaron varias veces la rodaja de limón que acompañaba al bodegón porque se iba secando. Al terminar la sesión quise hincar el diente a una de aquellas anillas pero no pude clavar el tenedor. Un técnico del estudio me sonrió y me contó el secreto de aquellos calamares ideales. Las anillas estaban hechas de aros madera y el rebozado tenía un conservante y un colorante especial que además no era comestible. Hoy, cuando compro un paquete de esos calamares ultracongelados ya no me asombro cuando descubro unos aros grumosos, irregulares, demasiado amarillos, que al freírlos se empapan de aceite y se quedan medio crudos por dentro. Y tras el rebozado sé que me espera un minúsculo redondel de volador chicloso.
Ahora Martin Parr, prestigioso fotógrafo británico, miembro de la Agencia Magnum y un pionero del uso de la fotografía como documentación social, muy útil para comparar las diferencias o semejanzas culturales en un mundo condenado a ser global y homogéneo, va a publicar un estupendo o atroz libro titulado Real Food, “comida real”. Son fotografías de la comida que podemos degustar en un restaurante corriente o en nuestra propia casa, en un bufet de Benidorm o en una pastelería de un barrio cualquiera de España, India, Australia, Perú, Turquía, México, Hungría, Estados Unidos, Hungría, Egipto, Italia, Reino Unido o Japón. Da igual el sitio. Comida poco apetecible, desoladora, muchas veces horrible, pero no especialmente mala, sólo corriente. De esa que “no entra por los ojos” y sin embargo comemos sin mayor reparo. Comida fea.
Porque la comida guapa está en otra parte. No sólo ante los objetivos y photoshop de los fotógrafos de las grandes agencias de publicidad y los anuncios de las grandes corporaciones alimentarias sino en esos lugares elitistas llenos de estrellas Michelin y cocineros mediáticos que pretenden hacer de su guiso una composición pictórica llena de colorín y brillo, vapores inquietantes y exóticas formas. Unos platos que llenan las revistas del papel cuché y el Internet gastró causando admiración, deseo y envidia. Luego está la moda de Instagram, pero esas fotografías de comida, muchas veces realizadas con eficacia y buena factura, no hablan tanto de lo comido como del quién, de aparentar, de una nueva forma de presumir... Así que… ¿seguimos comiendo por los ojos? Tal vez sí pero ya no podemos quitarnos de delante unas enormes gafotas de culo de vaso que nos permiten aceptar la vulgar comida real y soñar con la comida guapa, unas extrañas lentillas opacas que nos permiten aceptar y comprar unos calamares a la romana aun sabiendo que la distancia entre la fotografía del envase y lo que hay dentro es de años luz.
Al estudiar las fotografías de Real Food sólo puedo exclamar como decía Claude Lévi-Strauss “¡Tristes trópicos!”, hemos sustituido los guisos pardos por la comida de plástico
Suerte que mi paladar es antiguo y lo educó una abuela de pueblo a base de guisos pardos y pocos artificios. Desde este paladar juzgo por igual los fuegos artificiales de la llamada alta cocina y el precocinado siniestro, la preciosa hamburguesa de un anuncio o la fotografía del plato combinado del día o de la paella hiperamarilla que está en todos los baretos para turistas de España. Eso me salva. Al estudiar las fotografías de Real Food sólo puedo exclamar como decía Claude Lévi-Strauss “¡Tristes trópicos!”, hemos sustituido los guisos pardos por la comida de plástico. La humilde gastronomía de la subsistencia ha sido arrasada por los alimentos precocinados de sabor tosco, llenos de azúcar, sal, colorantes y aceites trans.
Pero me ha entrado hambre. Hoy me voy a hacer unas patatas fritas. Podéis decir que os vais a hacer unas “manzanas de tierra al zumo de olivas” si os parece, dicho así suena más dietético y más fino. Pero yo no busco convertir en espuma un potaje ni hacer malabarismos con la entrepierna, no quiero un cocido zen ni un ligue líquido como diría Zygmunt Bauman. De ahí mi interés estos días de nuevo por el mundo de la fritanga y sus fronteras. La patria del aceite de oliva caliente, tan anticuado y tan mágico. Algunos cabrones, dietólogos, astrólogos, vendemotos, charlatanes, matasanos dicen que el aceite, que los fritos engordan, no te jode, qué novedad, es una grasa, no va a ser adelgazante. Pero la fritanga es una ideología potente, viva, contumaz, nos tatuaron la adicción seguramente antes de soltar la teta de nuestra madre y es imposible ser exfritívoro sin caer en la melancolía o, peor, en la tristeza. Me temo que el árbol de la ciencia del bien y del mal no era un manzano sino un olivo. Eso cuenta también la nueva película de Icíar Bollaín.
Y mis patatas fritas de hoy, que en nada se parecen a las transgénicas que aparecen en el Real Food de Martin Parr, son mi forma de volver de nuevo a la cocina vieja alejada del arte y de la ciencia, alejada de la dictadura de la apariencia o las nuevas texturas, también del Instagran y el Photoshop. Quiero olvidar las fotos del libro de Martin, necesito volver a los “guisos pardos”, a la ausencia de artificios, química y E-621. Volver al sexo con asombro, sin pastillas azules, sin preservativos de colores, ni texturas diversas, ni lubricantes con sabor a fresa ácida o menta del Caribe. Tu sexo sabe a sexo y por eso me gusta, porque es verdad y me asombra que sea verdad, igual que un guiso de liebre, unas gachas, una paella de conejo y caracoles, un suquet marinero, una butifarra asada, una sopa de tomate, una tortilla de patatas con cebolla y poco hecha, unas ostras vivas, un bacalao al pilpil, un atascaburras o un potaje de garbanzos no es bonito, bello o fotogénico. Tampoco feo.
Pero aún tengo pesadillas con aquellos calamares de madera…
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Notas:
El libro de Martin Parr Real Food está en la editorial Phaidon. A mí me gustó mucho su trabajo comprometido y ochentero denunciando el deterioro de la vida de la clase trabajadora durante el Gobierno de Margaret Thatcher.
Esta semana se estrena la película El Olivo de Icíar Bollaín, una de las directoras de cine que más admiro. Fijo que a ella también le encanta la fritanga.
Me gustan mucho los libros de cocina, sobre todo los que no tienen fotos, y mucho menos fotos de famosos en la portada. Merece la pena el que ha sacado Almuzara titulado Grandes maestros de la historia de la Gastronomía, de Almudena Villegas Becerril. Nada de lo que habla es moderno, un alivio.
“¡Comes con los ojos!”, decía mi abuela Ángela cuando llenaba mi plato con espíritu glotón. Sin embargo no me dejaba nada. Comía con los ojos pero toda la comida pasaba por la boca y luego por mi memoria que es el estómago invisible en el que procesamos lo que masticamos y también lo que nos...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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