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Gazpacho primitivo. Este es el gazpacho más antiguo que conozco. Se remonta a la época griega y romana. En él no hay ni rastro de los alimentos de América que miles de años después transformarían por completo esta sopa fría. Pero aun así es un guiso perfecto para refrescar la mañana y preparar el cuerpo, el alma y sus periferias para las impertinencias de vivir.
Recuerdo a mi abuela Ángela diciéndome que había que “rendir” la lechuga, bien picadita, remojándola en un caldillo minimalista compuesto por agua muy fría, chorro de vinagre y sal. Luego, tras una hora, ya rendida, vencida y agotada la lechuga, añadía cebolla dulce cortada finísima, chorro de aceite, berros salvajes picados y el majado a conciencia de un puñado generoso de almendras marconas crudas. La cosa quedaba muy aguada y era una fresca sopa blancuzca en la que nadaban abundantes pedacitos verdes. Eso bebo y mastico hoy para purificar los excesos de ayer, los vinos, la caracolada, los mejillones picantes y la certeza de que somos bien poco: apenas un pedazo de carne pegada a un ADN.
La lechuga refresca y limpia. Aunque esté “rendida” aún crujen sus pedacitos entre los dientes mezclando su sabor con la dulzura de las almendras, el picante de los berros o la acidez aromática y persistente del vinagre de jerez. Nunca imaginó mi abuela Ángela que yo la evocaría tantas veces, que tantas aparecería ella en mi cocina y mis palabras junto a Catulo y Cicerón amantes de este gazpacho milenario.
Gazpacho antiguo. El “gazpacho puré”, de batidora, es una cosa moderna. Quiero evocar ahora el gazpacho a la antigua, hecho en cuenco de corcho. Los alcornoques a veces tienen algún defecto en el tronco, nudos en la madera que producen, al cubrirse de corcho, un precioso cuenco curvo natural. Conservé durante muchos años uno de estas curiosas piezas de vajilla que da la naturaleza y el ingenio del hombre antes que la sociedad de consumo propusiera sus objetos de plástico. En él me hizo una vez Florencio este gazpacho iniciático, machacando los ingredientes, picados con cuidado, a navaja, y devorado luego por mí con una cuchara de boj de mango grande y redondeado.
El sabor es bien distinto al del “gazpacho puré” ya que los ingredientes no pierden su identidad sápida y masticar los pequeños pedazos de tomate, pimiento, cebolla, pepino, ajo y pan, junto con el agua fresca de un venero secreto aromatizada con la sustancia de estas hortalizas, más el vinagre, el aceite y un poco de guindilla, nutre y refresca. Era el gazpacho de la gente de campo del siglo XIX y mediados del XX, pastores, segadores y hortelanos. Hoy con tanto potito infantil, tanta carne picada hamburguesera y tanta masturbación con termomix nos estamos olvidando de masticar la vida.
Hago muchas veces este gazpacho en memoria de Florencio y echo de menos aquel cuenco de corcho ya pulido y suave por el uso que me regaló aquel día de 1985. Los viajeros europeos del XIX se entusiasmaban cuando comían por primera vez esta original sopa fría en España. Hoy nos ofrecen en los restaurantes el “gazpacho puré” pero con tropezones en forma de pequeños dados de las hortalizas que componen el plato, haciendo así un guiño retórico a aquel antiguo gazpacho campesino.
Gazpacho postmoderno. Paramos en la playa de “Piedras Canyon” junto a la carretera Cabrillo en dirección a Monuntain View. Te tumbaste a tocar con la piel mojada el sol suave de la tarde mientras yo lanzaba un señuelo de plumas en la espuma de las rompientes. Al poco tuve la suerte de clavar una buena lubina en aquel Pacífico desconocido en el que bostezaban grandes tiburones blancos y cantaban sus arias las ballenas azules.
Tuve la fortuna de que conocías a la familia de la casona grande del final de la playa. Ella se parecía a Marlene y él a un Fitzgerald setentón y ya abstemio. Celebraron mucho tu visita, mi pericia pescadora y la botella de oro puro de Mágina que llevábamos en la furgo traída directamente desde España porque entonces en los aviones hacían la vista gorda a este contrabando. Habías comprado en el mercadito de Carmel los ingredientes precisos para elaborar mi particular bálsamo de fierabrás, elixir de la juventud, o ambrosía vegetal: tomates bien maduros, cerezas ambrunés en perfecta sazón, cebollas tiernas, pimientos verdes dulces, pepinos pequeños y ajos morados.
Mientras el nieto de Scott encendía la barbacoa para asar el pescado sin más afeites, yo utilizaba la gran batidora de vaso de la hija de la Dietrich para hacer mi gazpacho de cerezas con tres tomates grandes maduros, rojos y pelados, un buen pedazo de pan de trigo orgánico asentado que aportó nuestra yanki, una punta de pimiento verde, otra punta de pepino, poca cebolla, medio diente de ajo, un vaso de oro virgen, un chorro de vinagre de jerez, sal y un gran puñado de cerezas deshuesadas. Me faltaba el ingrediente mágico, la ramita de flores de poleo salvaje que yo solía recoger en las riberas de los ríos de La Vera de Cáceres, pero nadie puede ser sublime sin interrupción allí tan lejos.
La anciana amiga tomaba buena nota en su cuaderno de recetas tanto de los ingredientes como de sus proporciones dejando escapar alguna exclamación cuando añadí el pepino o las cerezas. Para enfriar de inmediato el brebaje añadimos hielo. Es hielo hecho con agua “Glace” que es agua de iceberg, dijo la vieja. La batidora hizo bien su trabajo y luego pasé por un gran chino el rojizo potaje. Casi nadie hacia por entonces este gazpacho tan rojillo y marxista.
Tras asar la enorme lubina saqué los dos filetones y los aliñe con un moje de aceite, limoncillo, pimienta y sal. Cenamos el gazpacho de cerezas y el pescado mirando el horizonte del Pacífico, hablando de las novelas de Salter y de Cormac con nuestros anfitriones, dejando luego que el silencio y el vino tinto Californiano hiciera sus efectos. Esa noche, en lugar de volver a nuestra habitación del motel nos quedamos en la playa, nadamos a oscuras entre los tiburones y dormimos en la furgo aprovechando los efectos mágicos del elixir-bálsamo-ambrosía.
Hoy me parece remoto aquel 1993 pero también a veces muy reciente. El gazpacho cura la añoranza, la desmemoria, la persistente tristeza, todo lo áspero que nos roza en la vida. Este gazpacho, junto con la sopa fría de lechuga y berros o el gazpacho machacado forman parte de la educación sentimental de mis veranos. Soy de otro siglo, de otra cocina, de otra vajilla. Me quedé en el cuenco de corcho y no evolucioné hasta el rectángulo de pizarra y la loza de Ikea o el plato de cristal con forma "orgánica" de los restaurantes puturrú. Para mi un gran alcornoque no es un árbol bonito sino el tótem de mi tribu. Igual en el amor, me gusta masticar, morder, guisar las sopas frías del verano en el cuenco pulido de tu ombligo.
Para los que no tienen tiempo de tantos bricolajes cocinillas y aborrecen de los gazpachos industriales con los que nos humillan en los supermercados podría recomendar un par de sitios donde comprar este famoso mejunje. Uno es la Gazpachería, en Sevilla y Madrid. Un lugar para comprar gazpacho de verdad y llevarlo a casa. Otro es el gazpacho y el salmorejo de Tomate&Tal. Como no cobro comisión, ni nos hacen publicidad, ni son amigos o familiares, nada me ata a ellos salvo la certeza de que lo que hacen es un gazpacho muy auténtico, fresco y bueno.
Aunque yo sigo insistiendo: ¡hazlo tú mismo!, sobre todo porque en cualquier mercado tenemos buena materia prima para hacer un gazpacho y su preparación no tiene ningún misterio. No voy a dar la paliza con que es sano y tiene muchas vitaminas. Yo lo como y guiso con mucha frecuencia, en invierno o verano, porque está rico, no es necesario ningún otro argumento. El gazpacho romano también es muy bueno y con el de cerezas (del Jerte, por supuesto) triunfareis en la mesa.
Notas:
No podemos olvidar que sin América y sus productos (el tomate y el pimiento) nuestro gazpacho no habría existido. Conseguir un buen tomate, maduro de verdad, al sol y en la propia planta, quizá sea lo más difícil. Tal vez sea este el único secreto de hacer un gazpacho perfecto.
La cereza le da un color más intenso y apenas cambia su sabor original.
El gazpacho romano también es exquisito. Tiene algo del ajoblanco y algo de la sopa de berros. No es necesario echar ajo.
Gazpacho primitivo. Este es el gazpacho más antiguo que conozco. Se remonta a la época griega y romana. En él no hay ni rastro de los alimentos de América que miles de años después transformarían por completo esta sopa fría. Pero aun así es un guiso perfecto para refrescar la...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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