La agonía del mediapunta
Acostumbrarse a los milagros
Emilio Muñoz 20/04/2016
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Treinta y tres partidos no son nada, como diría el bolero si decidiera dejar los años aparcados. Tres equipos en un punto y un puñado de goles que desharían los posibles empates. Solo quedan cinco jornadas. La mitad de las que el de Hortaleza, que por algo era un sabio, afirmaba como decisivas en cualquier campeonato. La Liga, tras casi encamarse en azulgrana, vuelve a posar su mirada en los demás, veleidosa. Esperarían días de transistor si hubiera alguno que hubiera sobrevivido a estos tiempos de redes sociales, podcasts y partidos a deshora. A los dos sospechosos habituales para los que cada año se prepara el baile se les vuelve a unir el Atleti, una vez más sin invitación. Escribió Chesterton que lo más increíble de los milagros es que ocurren. Tenía razón, pero desde el prisma del Manzanares admitiría rectificación. Lo más increíble de los milagros es llegar a acostumbrarse a ellos.
A la temporada de los rojiblancos le restan ocho enfrentamientos en el mejor de los casos. Como hace un par de años, soñar no es un lujo para los de Simeone. Llegados a este punto, diferencias presupuestarias y confianzas menguan como una camiseta de Primark lavada con agua caliente. El Atleti vuelve a mostrarse como la única y principal amenaza al poder establecido. Su milagro es el trabajo. No hay más. Quien se pregunte aún por el secreto escondido en poder codearse con la rancia nobleza continental de lo balompédico, que mire al señor vestido de negro riguroso que se encierra, sin éxito, en la jaula de las áreas técnicas anexas a los banquillos. Su discurso no se mueve: ahora toca conquistar el Nuevo San Mamés. Ya se sacará al locuaz Rummenigge de la alacena, ya se hablará de matemáticas una vez se haya disipado el humo que se expende como genérico remedio para quien quiera engañarse. El camino hacia la gloria solo puede imaginarse partido a partido.
Siete u ocho choques a afrontar con la fe en máximos históricos. El aficionado atlético mira al césped y encuentra un portero con hechuras de póliza de seguros a todo riesgo, laterales con filo de puñal, centrales a los que solo les falta el bigote para poblar las pesadillas del delantero más audaz, centrocampistas que compaginan toque y sudor y atacantes a los que el gol, otrora esquivo, vuelve a sonreír. No es posible imaginar mejor compañía ni mejor actitud para encarar la batalla. Toda la plantilla está preparada. El asalto a los cielos es más un estado de ánimo que una obligación.
Las niñas ya no quieren ser princesas, ahora quieren ser del Atleti y dejarse enamorar por cada desmarque de Fernando. Los niños tildan de frivolidad lo de soñar en convertirse en astronautas o bomberos y aspiran a imitar las arrancadas de Diego desde la cueva. Los más mayores morimos con las diabluras de Antoine, con la jerarquía de Saúl y con Gabriel haciendo de todos los personajes de la obra. Se vienen las fechas que lo decidirán todo y Koke se ha vuelto a poner su mejor traje. Los dados giran en el aire y, lejos de ser superado por la bisoñez, Lucas muestra serenidad de cincuentón imberbe. La magia habita en la varita de Ángel y no hay galgo que cace a Yannick en campo abierto. La meta se adivina en el horizonte y el conjunto rojiblanco se acerca a ella latido a latido, convencido de que si se cree y se trabaja, se puede.
Apenas quedan unas pocas citas y el equipo que no jugaba a nada, el que aburría y el que recurría a la violencia como modo de vida –todo eso decían, dicen– alcanza en puntos a plantillas que parecieran sembrar de laureles cada comparecencia sobre el pasto ¡Quién lo iba a decir! El milagro sobre el que el Atleti lleva cabalgando los últimos años ya ha ocurrido. Desde este punto hasta el final solo puede hacerse más grande. Que los que vivimos en colchonero nos hayamos acostumbrado solo lo convierte en más extraordinario.
Treinta y tres partidos no son nada, como diría el bolero si decidiera dejar los años aparcados. Tres equipos en un punto y un puñado de goles que desharían los posibles empates. Solo quedan cinco jornadas. La mitad de las que el de Hortaleza, que por algo era un sabio, afirmaba como decisivas en...
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Emilio Muñoz
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