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Felipe González.
Luis GrañenaEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Es el único culpable de su pelo. Ha escogido la peor de las opciones capilares a las que puede optar un personaje histórico. Ese blanco espuma, aireado y persistente, tiene una remanencia de brisa de proa y sugiere la superioridad que suelen arrogarse las cabelleras de gente muy rica y con el meñique muy estirado. Felipe González es la prueba de que el hedonismo envenena todo lo que toca, incluso los símbolos políticos.
Había que verlo fumar en los 70. González tenía un traje de pana y chupaba el puro como si ya pudiera medir su vivienda en hectáreas. No hubiera estado mal, tampoco, fijarse en la forma de su ceja, que tenía un grosor chato y repentino en la parte exterior. Aquella era una ceja acomodaticia, muy poco marxista, para entendernos, una ceja cheslong.
Su ‘por consiguiente’ era un principio político. Este conector obsesivo ha sido muy imitado, pero poco espulgado. Se trata de una locución muy socioliberal, útil para renunciar a los principios con alguna excusa de fuerza mayor y, a la vez, vestir de gala la traición ideológica y recubrirla con las pompas de la progresía. Imposible imaginar una cabeza más densa y rentable para una socialdemocracia que pronto empezó a padecer de poliomielitis.
No gasta una voz precisamente democrática. Despliega una de esas seriedades colonialistas y expansivas que imponen estados de ánimo y no dejan libertad al interlocutor. Habla con recámara. En sus palabras resuena siempre una advertencia o una amenaza perceptible-pero-etérea, igual que el Estado de Derecho que “se defiende desde las cloacas y desagües”. Sin embargo, también ha mostrado con destreza una sonrisa muy mojada que implica a toda la cara y que consigue provocarnos una especie de síndrome de Estocolmo.
Habla del socialismo como si, con los años, no le hubiera ido engordando el cuello hasta asemejarse a un capellán que sabe dónde está la puerta secreta del convento. Por supuesto, su habilidad comunicativa queda fuera de toda duda. Ha limpiado sus contradicciones y miserias a golpe de ceño. Su entrecejo y su morro simiesco se alían para crear el famoso asentimiento felipista: un tono proverbial que sirve tanto para modernizar un país como para ocultar los GAL o avalar a un empresario corrupto: “Abre espacios absolutamente increíbles”, “completando esa personalidad intentando crear una estructura”. Una maravilla expresiva, y todo mientras recuerda que ha olvidado regar los bonsáis.
Porque Felipe González conoce bien las posibilidades comunicativas de un buen sillón. Un cojín mullido y unos buenos reposabrazos le ayudan a ordenar con éxito su discurso y a recalcular su postura. Su gesticulación otorga grandes competencias a sus muñecas, las usa para descolgar las manos y, sobre todo, para ofrecer la palma abierta muy cerca de su cabeza y de su orgullo. Pero si González hace política con alguna articulación, sin duda, es con los codos. Esta bisagra, aparte de fijar el cuerpo a las mesas, actúa siempre en la sombra y golpea hacia atrás. En última instancia, uno siempre puede negar ser responsable de sus codos.
Cuando piensa mira hacia abajo y busca ideas en un sótano que sólo él puede percibir. Y si se queda callado le conquista el rostro una bruma que oscila entre lo siniestro y el cansancio.
Le cuelga mucho la molla de la oreja y el mogollón facial le ha ido cediendo. Dar muchos puñetazos en la mesa crea inercias que acaban pasando factura. Las bolsas de sus ojos son la reserva moral del PSOE: poco importa que vayan avanzando hacia arriba y terminen por cerrarle los párpados hasta convertirlo en un patriarca ciego. Son bolsas inusuales, durísimas, incluso marciales, que le añaden mucha acritud a su expresión, pero que no impiden, en cambio, imaginarlo contento en el buffet libre de un hotel con mucha estrella.
Lo que más le apasiona ahora es decir qué cosas son serias y cuáles no, o palabrear sobre lo legítimo como si hablara de su finca. A veces, se le sube al atril un tonito de reprimenda irónica de padre que, aunque él no se dé cuenta, suena apenas como la bronca de un tío político. En esos casos, habla más con los dientes de abajo que con los de arriba; por ejemplo, cuando dice “bolivariano” adelanta la mandíbula y deja ver su dentadura marrón cohiba.
Es el único culpable de su pelo. Ha escogido la peor de las opciones capilares a las que puede optar un personaje histórico. Ese blanco espuma, aireado y persistente, tiene una remanencia de brisa de proa y sugiere la superioridad que suelen arrogarse las cabelleras de gente muy rica y con el meñique muy...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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