GENTES DE MAL VIVIR
El no de Oriana Fallaci
La periodista italiana continúa siendo un referente de lo mejor de un oficio cada día más confundido
Miguel Ángel Ortega Lucas 11/05/2016
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Hubo una vez una niña enamorada de una magnolia. Una magnolia en medio de un jardín. La niña se pasaba días enteros mirándola desde lo alto de una ventanita, a la que sólo podía llegar encaramada a una silla. Las flores de aquel árbol se abrían “como pañuelos limpios que nadie cogía”, por estar demasiado altas. La niña soñaba con que alguien consiguiera alcanzar alguna flor mientras aún fueran blancas.
Un día, una mujer que solía tender ropa en ese mismo jardín también se quedó mucho rato mirando la magnolia. Al poco llegó un hombre: la abrazó por detrás y la sorprendió; cayeron juntos a tierra, donde “se estremecieron largamente”; luego quedaron dormidos. Más tarde apareció otro hombre: enfurecido al contemplar la escena, se abalanzó sobre los dos. El hombre que había yacido con la mujer salió huyendo. Pero el hombre furioso consiguió atrapar a la mujer, a la que levantó en vilo, “como si no pesara”, “y la arrojó al vacío, sobre la magnolia”: su cuerpo golpeó en las ramas con un rumor sordo. Ahí quedó un momento, como otro pañuelo ensangrentado, hasta que finalmente cayó al suelo, arrancando en su estrépito y llevándose con ella una de las flores blancas. “Y desde aquel día la niña creció convencida de que para coger una flor una mujer tenía que morirse”.
La niña se llamaba Oriana, y cuarenta años después recordaría esta historia para otro niño, dentro de su propio vientre, que no llegaría a nacer nunca. No olvidó añadir su moraleja: “Quiera Dios que tú no tengas que aprender tan pronto como yo que gana siempre el más fuerte, el más prepotente, el menos generoso. (…) Aquí, en este mundo, todos causan daño a alguien, niño. Si no lo hace, sucumbe. Hay siempre alguien que se come a otro para sobrevivir”.
Pero aquella niña que tuvo lobos en vez de magnolias no iba a conformarse jamás con sobrevivir, piadosamente: puesto que este mundo es un campo de batalla, el suntuoso vals de las tinieblas, resolvió que iba a pelear en él, con él y contra él, así tuviera que bailar con el diablo. Así tuviera que enamorar al diablo: para poder entrevistarlo después y entender de una vez por qué. Quién, qué, dónde, cuándo, cómo. Pero, sobre todo, por qué. Por qué es este mundo como es. La batalla sin tregua de la indómita Oriana Fallaci, una de las mejores periodistas de todos los tiempos, en la más amplia, más antigua, más noble acepción de esa equívoca palabra –de este confundido oficio.
Aquí, en este mundo, todos causan daño a alguien, niño. Si no lo hace, sucumbe. Hay siempre alguien que se come a otro para sobrevivir
Dijo alguna vez otro maestro de esta rama, Gabriel García Márquez, que si algo había aprendido con la edad era “a decir que no cuando es que no”. El periodismo es –debería ser– sobre todo el oficio de los que aprenden visceralmente a decir que no cuando es que no: ante el engaño, ante el chantaje, ante el miedo, ante la sinuosa espiral del silencio del traje nuevo del emperador que nadie se atreve a señalar en voz alta. Es –debería ser– un oficio para los que al crecer no dejaron atrás las insobornables preguntas de la infancia: un niño pregunta para entender; y si por estupidez, por descuido o por hurtarle información no se le responde, la palabra no seguirá emergiendo desde el rencor de sus ojos: No, no me engañas, no consigues engañarme.
Oriana Fallaci creció como debía crecer, para ella y para su oficio: sin dejar de ser aquella niña, siguió preguntando como una imperial mosca cojonera, rondando las narices de los amos del mundo contemporáneo; por ser verdaderamente adulta (lo cual no tiene nada que ver, según parece, con la hipoteca y el derecho a voto), no dejó jamás de decir que no cuando era que no. Nació en Florencia, en abril de 1929. Y siendo aún prácticamente adolescente la echaron del Mattino dell’Italia. Por negarse a hacer un reportaje-hagiografía a Palmiro Togliatti, secretario general del Partido Comunista italiano.
La partisana
Hay otro cuento, que Fallaci refirió también en aquella Carta a un niño que nunca nació (1975). El de otra niña –pongamos que la misma niña de la magnolia, pero algo mayor– que “creía en el mañana”. Creía en el mañana en el que creía su padre, después de haber descreído consecutivamente del mañana del Reino de los Cielos y del mañana del progreso humano que le enseñaban en la escuela. Su padre “luchaba desde veinte años atrás contra unos poderosos personajes vestidos de negro, y cada vez que le rompían la cabeza decía, valiente y obstinado: Llegará el mañana”.
Al fin, ese mañana prometido llegó con unos amigos rubios, “como ángeles de uniforme”, llamados “aliados”. Pero nada más llegar uno de esos ángeles pisaba la cabeza de un aliado italiano contra el suelo por haber robado una bolsa de comida (“en el ejército inglés a los ladrones se les fusila”, dijo el comandante). “Desde entonces –contaba Fallaci a su niño-fantasma– la niña desconfió para siempre de la palabra mañana”. Un día pidió ropa sucia para lavar de aquel ejército (“los nuevos amos”), para llevar comida a casa: seis pares de calcetines, un pan; tres camisetas, una lata de carne y judías. “Todas las prendas eran calzoncillos sucios. Lavándolos, me di cuenta de que nuestro mañana no había llegado, y tal vez no llegaría nunca”. (…) “Ahora te pregunto si estás dispuesto a descubrir que el mañana es un ayer. Aún no conoces la peor de las realidades: que el mundo cambia y sigue siendo como antes”.
No consigo aceptarlo, la idea de que nuestra existencia dependa de los caprichos de unos pocos. Venga de un soberano despótico o de un presidente electo
Y sin embargo, antes de dedicarse a lavar, aquella niña ya había ejercido de correo para la resistencia antifascista (“su padre, un carpintero de izquierdas, no le ahorró ningún riesgo”, escribió Enric González). Perfectamente alineados, la Historia y su carácter, para correr más rápido que su propio destino: iba para médico, pero en 1951, a los 22 años, comenzó a escribir en L’Europeo y prefirió quedarse allí, porque le pagaban. Apenas cinco años después la enviaban a Estados Unidos para escribir sobre la farándula artística; con una elegante crueldad hija de la misma casta que Truman Capote, pero con aderezo mediterráneo. (A Frank Sinatra le retiró la palabra por no querer recibirle; a Elvis lo describió poco sutilmente como a un idiota).
Iba ya apuntando hacia la mujer de bandera que sería siempre: baja de estatura, escueta, contaba sin embargo con una contundencia que la multiplicaba a ojos vista. Ese rostro, cada vez más anguloso, de una fiera a la que hubieran arrebatado algo y que no olvida, de bestia alerta en mitad de la jungla. Todo era feroz en Oriana Fallaci: su talento, su carácter, su belleza; sus ojos cada vez más afilados con la edad, como si el mirar el horror de la guerra y la mierda del poder los hubiera ido plegando hasta convertirlos en la mirilla de un fusil. La mirada de quien desconfía de todo hasta que se demuestre lo contrario.
Su desconfianza, su aversión a cualquier cosa que oliera a dominación, desde aquella niña que jamás volvió a creer en los mesías del mañana: “No consigo aceptarlo –escribía en el prólogo de Entrevista con la historia–, la idea de que nuestra existencia dependa de los caprichos de unos pocos. (…) Venga de un soberano despótico o de un presidente electo, de un general asesino o de un líder venerado, veo el poder como un fenómeno inhumano y odioso. Me parece el destino más trágico de la condición humana: tener necesidad de una autoridad que gobierne. La más amarga demostración de que la libertad no existe en absoluto”.
‘OXI’
A mediados de los sesenta ya era una autora de éxito en Italia, cuyos títulos apuntaban el tono de quien sería llamada en poco tiempo La Fallaci, a secas. Tan temible en el frente como en la retaguardia: cubrió la guerra de Vietnam para Corriere della Sera (“No conozco infanticidio peor que la guerra; la guerra es un infanticidio masivo postergado veinte años”), le pegaron tres tiros durante la matanza de la Plaza de las Tres Culturas en México D. F., en el 68, y casi no lo cuenta. Para cuando llegó a entrevistar al todopoderoso Henry Kissinger, en noviembre de 1972, fue él el que la entrevistó a ella durante media hora.
“Aceptó verme con una condición: hablaría sólo yo, y de lo que dijera dependería que me concediera o no la entrevista”. En algún momento el examen se trocó en conversación, y la conversación en una suerte de oráculo: de oírles, cualquiera hubiera pensado que Fallaci estaba asesorando sobre la situación en Vietnam al presidente de facto [Nixon era un pelele, al parecer] de los Estados Unidos.
A Frank Sinatra le retiró la palabra por no querer recibirle; a Elvis lo describió poco sutilmente como a un idiota
Hacia Santiago Carrillo no pudo ocultar su simpatía: “Un hombre extraordinario: por herético, por inteligente y por bondadoso en extremo” [una entrevista extraordinaria, acertara o no con el diagnóstico, a un mes de la muerte de Franco]. Con Jomeini, en 1978, no sucedió lo mismo: tuvo que cubrirse el pelo con el obligado chador persa, pero cuando el revolucionario iraní la desafió (“no está obligada a llevarlo; es para mujeres jóvenes y respetables”), Fallaci reaccionó como era de esperar: se lo arrancó de golpe. A pique de tirárselo a la cara.
Amó, también, con la misma virulencia con que preguntó y se jugó la vida. En Vietnam se enamoró de François Pélou, excelente corresponsal de la agencia France Presse (con una ruptura nada pacífica por parte de ella). En 1973 se rindió casi instantáneamente al carácter del líder de la oposición a la Dictadura de los Coroneles griega, Alexandros Panagulis, a quien fue a entrevistar el día en que lo liberaron (para enamorarla, decía, un hombre “tenía que ser valiente”): “En la temporada en que le dejaban leer algún periódico [en la cárcel], me había dicho, yo le había hecho compañía con mis artículos. Y él me había dado valor por el simple hecho de existir, de ser lo que era”: Un hombre al que Fallaci dedicaría un libro con ese mismo título, en 1979. Panagulis había muerto en un extraño accidente de tráfico, tres años atrás.
El silencio de los que no reaccionan e incluso aplauden [al poder] lo he considerado siempre la muerte verdadera de una mujer o de un hombre
Fue, legítimamente, la periodista más famosa del siglo XX. Vendió millones de ejemplares de sus libros, publicó en todos los periódicos de prestigio mundial, y cuando a principios de los noventa enfermó de cáncer de pulmón (quizá las toneladas engullidas de tabaco tuvieran algo que ver), atendió con energía, con alegría incluso, a la televisión pública italiana, desde su residencia en Nueva York, para espetar a sus paisanos que “no entendía ese pudor respecto a la palabra cáncer”: decirlo en voz alta era para ella una forma de “exorcizar” a aquel “alien” que quería destruirla.
Sólo la destruyó mucho después, en su Florencia natal, en septiembre de 2006, tras dedicar las últimas gotas de su determinación implacable a reconstruir su historia familiar y a atacar al fanatismo islamista tras el 11-S; lo que consideraba una claudicación de Europa ante la barbarie.
“Creo también mi deber recordar al lector que el silencio de los que no reaccionan e incluso aplauden [al poder] lo he considerado siempre la muerte verdadera de una mujer o de un hombre. Y oídme: el más bello monumento a la dignidad humana es el que vi sobre una colina del Peloponeso junto con mi compañero, Alejandro Panagulis. No era una estatua ni tampoco una bandera, sino tres letras: OXI, que en griego significa NO. Hombres sedientos de libertad la habían escrito entre los árboles durante la ocupación nazi-fascista, y durante treinta años aquel no había estado allí, sin desteñirse con la lluvia o el sol. Después, los coroneles lo hicieron borrar con una capa de cal. Pero en seguida, casi por sortilegio, la lluvia y el sol disolvieron la cal. Así que, día tras día, el no reaparecía terco, desesperado, indeleble”.
Hubo una vez una niña enamorada de una magnolia. Una magnolia en medio de un jardín. La niña se pasaba días enteros mirándola desde lo alto de una ventanita, a la que sólo podía llegar encaramada a una silla. Las flores de aquel árbol se abrían “como pañuelos limpios que nadie cogía”, por estar...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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