GENTES DE MAL VIVIR
Amy Winehouse: las lágrimas se secan solas
Algunos éxitos exigen acercarse al precipicio de las propias posibilidades. Allá donde también alienta el abismo
Miguel Ángel Ortega Lucas 17/03/2016
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La Fortuna nos guarde del verdadero fracaso, así como de lo que muchos entienden por éxito.
Hay éxitos y éxitos (y éxitos). En lo que se refiere al éxito monstruoso que la maquinaria del entretenimiento masivo necesita para alimentar a la bestia, sale a veces como número ganador en la tómbola alguien que conjuga de manera milagrosa el tirón comercial con un talento aún más demoledor; ése que seguirá “helado en varios tomos” [Miguel Hernández] mucho después de haberse ido. Una moneda de dos preciosas caras con la que multiplicar el botín una y otra vez, una y otra vez en la tragaperras (y la monedita no se resentirá, ¿verdad, chica del millón de dólares?...).
“El éxito es tener la libertad de trabajar con quien quiera trabajar, ser capaz de mandar todo al carajo, ir al estudio cuando quiera ir al estudio”, respondía Amy Winehouse (Londres, 1983-2011) a un espabilado entrevistador que le inquiría –le advertía incluso– sobre las responsabilidades que la repercusión pública de su trabajo podía acarrearle, tras la gran acogida de su primer álbum, Frank (2003), bautizado así no por un novio, sino por Frank Sinatra, disco de platino en su país.
Sin vacilar, segura de sí, tierna y desdeñosa a un tiempo, la joven, la adolescente casi, venía a responder que, si eso sucedía, si tanto llegaba a quererla el público, la industria, los medios de comunicación, lo mejor era que la dejaran en paz: “Dejadme en paz y haré música”, esa música feroz que tanto se supone que aman. “Solo necesito tiempo para eso”. Porque, ¿acaso no era eso, simplemente, lo que querían? (La fortuna nos guarde de lo que la gente quiere de nosotros, y de lo que cree querer).
Hay éxitos que exigen acercarse mucho más que el resto del mundo al precipicio de las propias posibilidades. El precio a pagar suele ser el frío, la intemperie, la soledad; la advertencia bíblica, estar alerta para no caer deglutido por el abismo que alienta en el núcleo de ese éxito (pues la belleza –escribió para siempre R. M. Rilke– no es sino el grado de lo terrible / que aún podemos soportar, y si lo admiramos / es porque en su calma, serenamente, /desdeña destruirnos. Todo ángel es terrible).
Serenamente, desdeñosamente, un ángel endemoniado de veinte años y corona negra se paseaba, con andar bamboleante y frágil, por el encumbrado filo del abismo, mientras una creciente multitud de flashes y de aplausos le arrojaba flores que le acariciaban y le apuñalaban a la vez. Entre bastidores, los cuervos se apiñaban poco a poco para dirigir la función.
La niña y el centeno
Tenía voz de negra sin ser negra, perfil asirio naciendo judía en Londres; parecía una mujer sin edad siendo en el fondo una niña pidiendo ayuda. Comenzó a emerger, llenando su maullido de felina imperial los tugurios mayores del barrio londinense de Camden, al tiempo que estallaban los programas globales en busca de talentos (clónicos a poder ser): Pop Idol en el Reino Unido, Operación Triunfo en España.
Vivíamos –y ahí seguimos, aunque algún viento esté cambiando– el frenesí de la Semana Grande del Nomerayes, con la industria musical dedicándose casi en exclusiva a surtir a la muchachada con canciones de mínima complejidad sintáctica, no fueran (fuéramos) las criaturas a sufrir un esguince cerebral. “Que las niñas imiten a Dido me da ganas de potar”, decía Amy, mascando chicle, durante la promoción de su primer disco, ante una periodista despistada respecto a con quién se jugaba los cuartos.
No era solo chulería de barrio: aquella fiera a punto ya de saltar a la jungla no sabía responder más que sin mentir ni mentirse. La palabra es autenticidad. Eso que diferencia a los artistas, o artesanos, de los traficantes de bisutería.
Es probable que gastase algo de bisutería, aquella niña indomable del extrarradio londinense que no soñaba con ser Billie Holiday, sino una de las camareras con patines que había visto en American Graffiti (1973). Pero cuando se hizo con su propia guitarra, a los catorce años, desenterró a paladas el oro que sentía ya bajo la propia tierra. O la propia mierda. “Supongo que sufro de depresión”, admitió en 2007 a Rolling Stone. “No es inusual, le pasa a mucha gente. Pero creo que, por tener un hermano mayor [Alex], iba yo muy de Oh, la vida es deprimente, antes de tener doce años siquiera. Leería por entonces a J. D. Salinger [El guardián entre el centeno], y me sentía frustrada”. A los quince empezó a componer, empezó a fumar hierba, dejó el instituto.
Al llegar a la pubertad empezó con los antidepresivos, y confió a su madre la dieta que había descubierto: comer a reventar y echarlo todo luego
Pero el centeno no crece donde no puede crecer. En el revelador documental Amy (2015), premiado en Cannes y dirigido por Asif Kapadia, la madre, Janis, cuenta que Amy le solía decir de niña: “Debes ser más dura conmigo, mamá”. Pero su madre, según ella misma, “no tenía esa fuerza”. (“Deberías ser más fuerte que yo”, reprocha Amy a un hombre en Stronger than me (2003). “Siempre tengo que consolarte, /pero eso es lo que yo necesito de ti”).
Su padre, Mitch, taxista, “cuando estaba, nunca estaba ahí”, la oímos confesar en la cinta. “Él decía que estaba trabajando”. Pero estaba con la otra mujer con la que mantenía una relación paralela desde que Amy era un bebé. “Tuvieron que pasar nueve años hasta que me fuera de casa”, admite él mismo. “Fui un cobarde, pero sentí que Amy lo superó bastante rápido”.
Rapidísimo. Al llegar a la pubertad empezó con los antidepresivos, y un día confió a su madre la dieta “cojonuda” que había descubierto: comer a reventar y “echarlo todo luego”. Atragantada de centeno seguramente. La madre no le dio mucha importancia: pensó que “ya se le pasaría”.
Una tonta casualidad o recurso retórico, por tanto, que escribiera luego, en What’s about men (Qué hay de los hombres), también de su primer álbum: “Imitar toda la mierda que mi madre odió. No puedo evitar mi destino freudiano. Mi habilidad para llevarme a tu hombre. No me importa lo que tengas: lo quiero todo. Me llevaré al hombre equivocado tan naturalmente como canto”.
Del amor y otras drogas
Tan naturalmente como cantaba –sin llegar nunca a creerse del todo el prodigio de su voz–, había de crecerle el éxito. Igual que su moño estilo colmena, que cabría imaginarse lleno de abejas frenéticas, ora trabajando para la miel, ora aguijoneando su propia casa: “Cuanto más insegura me siento, más bebo; cuanto más insegura, más grande el moño”. Ya era famosa, perseguida por la prensa sensacionalista patria, la noche de 2005 en que conoció, en un sótano con billar y jukebox que solía frecuentar, a un dudoso individuo con el patibulario nombre de Blake Fielder-Civil.
Los dos tenían otras parejas por entonces, a los dos les iba la marchuqui dura, los dos compartían similar voracidad por la autodestrucción con fuegos artificiales: él se cortó las venas a los 9 años para que su madre “dejara a su padrastro”. Se volvió loca por él. De atar. Viéndolo, escuchando al sujeto en el abundante material con que Kapadia hilvana su película –se diría que toda la vida de Winehouse hubiera ido contándose en directo–, uno no deja de preguntarse por qué. “Me enamoré de alguien por quien daría mi vida. Es una droga”, diría Amy mucho más tarde. Algo después del gran zarpazo.
Cuanto más insegura me siento, más bebo; cuanto más insegura, más grande el moño
El gran zarpazo llegó pronto: estando con su amiga Lauren de vacaciones en Mallorca, recibió un SMS de Blake informándole de que era mejor dejarlo, “ser solo amigos” [debería haber ya jurisprudencia sobre esa frase], y que volvía con su ex.
“Quise morirme”. No era una metáfora. Winehouse quiso literalmente morir durante muchas semanas en su apartamento de Londres, combinando ya el alcohol y la soledad con otros demonios (“bajaba por las escaleras y veía rastros de sangre en las paredes”, contaba, sobre las noches en las que se golpeaba y se hería a sí misma contra el estucado). El documental consigue sugerir las fauces de tristeza y desamparo que esta muchacha de 22 años debió de vislumbrar abriéndose a sus pies; pero no puede retratarlo. Ni siquiera sus canciones pueden.
Pero eso era lo único que le quedaba para no caer en su propio abismo: acudir a la llamada de la canción que brotaba desde el abismo de más allá, bordeando casi el escenario. Por el tiempo en que volvía al estudio de grabación, moría su abuela, Cinthia: “La madre que no tuve nunca”.
‘No, no, no!’
Dice un poema de Malcolm Lowry –recogido por Javier Cercas en La velocidad de la luz–, quizás exagerando, que “el éxito es como un terrible desastre, / peor que tu casa ardiendo, / el estrépito del derribo / cuando las vigas caen cada vez más deprisa /mientras tú sigues allí, testigo desesperado / de tu condenación”.
El éxito planetario de Back to black (2006), su segundo álbum, fue también, a la postre, un estrepitoso incendio. A su calor volvieron a querer estar bien cerquita –alehop– los dos hombres ausentes que habían atizado el fuego: Fielder-Civil regresó de donde estuviera huido, tiernamente conmovido, seguro, por el epitafio que Winehouse le había dedicado a lo largo y ancho de ese disco; el papaíto Mitch, que no creyó necesaria la desintoxicación de su hija tras la caída (“Trataron de llevarme a rehabilitación / pero yo dije ‘No, no, no’… / No tengo tanto tiempo / y si papi piensa que estoy bien”), empezó ya a mangonear asiduamente su carrera. Amy se desvivía por ambos: aterrada, por si cometía algún error irreparable que les hiciera desaparecer de nuevo.
Y sin embargo el abismo y los techos ardiendo esconden sus propias leyes. El crack, la heroína en que le inició Fielder-Civil; el interés de su daddy y de su nuevo mánager por que cumpliera con su agenda, pudiera o no mantenerse en pie; el vampirismo de la prensa amarilla y los chistes sangrientos de los supuestamente vírgenes y cultos; el mosaico desfigurado de su rostro. Todo tiende, visto en perspectiva, a ocupar su extraña lógica en un laberinto para el que esta artista hubiera estado abocada, quizás, de cualquiera de las maneras.
Quedaron para el día siguiente. Al día siguiente la encontró su guardaespaldas, en su casa, dormida
Tony Bennett, la figura del jazz con quien llegó a hacer un dueto y a quien admiraba desde niña (es decir: siempre), dijo tras su muerte que había que considerarla a la altura de leyendas como Ella Fitzgerald y Billie Holiday. “Le hubiera dicho que la vida te enseña cómo vivirla –dice en el documental–. Si vives lo suficiente”.
El viernes, 22 de julio de 2011, tres semanas después de su última no-actuación, en Belgrado, donde no llegó a cantar (ni cantar le servía ya), llamó a su amiga Juliette, “como una niña que hubiera hecho algo malo”, para volver a reunirse con sus dos mejores amigas; la otra era Lauren. Habían estado esperándola mucho tiempo. Claro que queremos verte, le dijo. Se dijeron te quiero, se dijeron adiós, quedaron para el día siguiente. Al día siguiente la encontró su guardaespaldas, en su casa, dormida; con un volumen de alcohol en sangre más grande que el de su propio cuerpo.
Murió dos meses antes de cumplir los 28. Llegó a tiempo para ingresar, por tanto, en el llamado Club de los 27: un antro de carretera, situado en algún lugar del Limbo, donde otros muchachos como ella –Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Kurt Cobain– siguen jugando al billar, fumando algo, bebiendo de lo que haya; y cantando, cuando no les queda más remedio, bellas canciones rabiosas sobre este mundo de mierda.
La Fortuna nos guarde del verdadero fracaso, así como de lo que muchos entienden por éxito.
Hay éxitos y éxitos (y éxitos). En lo que se refiere al éxito monstruoso que la maquinaria del entretenimiento masivo necesita para alimentar a la bestia, sale a veces como número ganador en la...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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