Un Estado de inseguridad
Hay que pensar en la violencia policial no como un daño colateral, sino como una pieza maestra del dispositivo de seguridad que acompaña la puesta en marcha del orden neoliberal
Éric Fassin (Mediapart) 18/05/2016
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Viernes 13 de mayo, en la Universidad de París 8, en la que enseño, un grupo de estudiantes organizaba una velada sobre Represión policial y violencia estatal: ¿qué respuesta del movimiento social y los barrios populares? Intervine como ciudadano y como profesor, ya que nuestros estudiantes están en primera línea de la movilización y sufren, por tanto, la violencia policial. Hablaba también como sociólogo para intentar comprender lo que nos ocurre. Este texto da forma y recoge mi intervención de esa noche.
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Viernes 13 de noviembre, hace seis meses, varios atentados golpeaban a la sociedad francesa. Repetían los ataques de enero de 2015 contra Charlie Hebdo y el Hyper Kacher; pero esta vez, entre nuestros gobernantes, ya no se trataba del “espíritu del 11 de enero”. La política securitaria se imponía como una urgencia de Estado.
Nada permite creer que la acción gubernamental contra el terrorismo se revele particularmente eficaz. Podemos incluso pensar que el Estado de emergencia, puesto que afecta a nuestras libertades, y aún más al convertirse en permanente, no hace más que responder a las expectativas de los terroristas a lo que pretendía bloquear el camino. En realidad, no podemos ignorar que esta política tiene muchos otros efectos que terminan por ofrecer su verdadero sentido, sean las que sean las intenciones reivindicadas por nuestros gobernantes: por un lado, expone a los habitantes de los barrios populares, y en particular a aquellas personas racializadas, a la sospecha y por tanto a una represión intensificada; y por otro, se dirige contra las movilizaciones políticas, como vimos en la COP21, y aún más desde el nacimiento del movimiento contra el proyecto de reforma laboral.
Hay que pensar por tanto en la violencia policial, no como un daño colateral, sino al contrario, como una pieza maestra del dispositivo de seguridad que acompaña la puesta en marcha del orden neoliberal: participa de un golpe de Estado legal. No se trata de errores ni de excesos: no vayamos a imaginar que sería suficiente con restaurar el orden entre los guardianes de la paz para restablecer algún orden justo. En realidad, se trata claramente de una política del miedo. Algunos policías, por cierto, rechazan ser “peones políticos”: para poder desacreditar más a los manifestantes, ¿acaso no se les ha dado la orden de dejar hacer a los “violentos”, a riesgo de ser víctimas ellos mismos víctimas de estos? En resumen, la violencia policial es política.
Lejos de ser una garantía de seguridad, la política de seguridad produce inseguridad. Por un lado, suscita un sentimiento de inseguridad entre aquellos a los que se supone que debe tranquilizar: las metralletas enarboladas en los lugares públicos participan de un clima de terror que mantienen los políticos. Por otro, provoca una experiencia de inseguridad en aquellos a los que efectivamente amenaza. Podemos legítimamente tener miedo de participar en una manifestación, incluso en la del 1 de Mayo. Desde hace años nos hablan sin parar del “sentimiento de inseguridad” de los franceses para justificar la puesta en marcha de políticas de seguridad; pero habría que hablar en cambio de la experiencia de inseguridad que viven numerosos franceses a causa del Estado, y no a pesar de él. Si vivimos en un estado de inseguridad es porque estamos en un Estado que antepone la seguridad.
Lo más impresionante, sin duda, es que todos y todas lo sabemos ya. Hoy en día nada está oculto o casi: nadie ignora lo que ocurre; lo peor es que esto no cambia nada. La política actual avanza a cara descubierta: aquello que es cierto en materia económica no lo es menos en el ámbito de la seguridad. Entonces, ¿cuando todo está sobre la mesa qué sucede con el pensamiento crítico, comprometido en desvelar para denunciar? Sin duda siempre es necesario indignarse, pero no es suficiente con describir la mecánica que se ha activado, es importante además analizar los efectos, al menos tanto como las causas, para desarrollar estrategias de respuesta política apropiadas.
Para comprender lo que nos ocurre, conviene medir no sólo la continuidad con los días siguientes al 13 de noviembre, sino también el giro que se está operando. Acordémonos de los discursos de entonces: en las calles y los cafés, con nuestra juventud, se nos decía, es nuestro modo de vida lo que se atacaba; y de celebrar sin parar la civilización amigable de las terrazas oponiendo el arte de vivir del “aperitivo” a la cultura de la muerte de los terroristas, en resumen, de las burbujas a las balas. Los jóvenes éramos “nosotros” – nuestra respuesta a “ellos”. ¿No se decía que a semejanza de un Anders Breivik, del cual son efectivamente la imagen en un espejo, estos “islamistas” atacaban, no a la Francia rancia del racismo y la xenofobia, sino precisamente a una juventud generosa, abierta a los “otros”?
Desde hace años, tanto desde la derecha como desde la izquierda, se ha denigrado al ‘bobo’ [burgués bohemio] por lo que encarna– tanto en su forma de vida como por sus valores humanistas, tachados de “derechohumanistas”. Su rehabilitación, después del 13 de noviembre, ha sido breve. Hoy en día es esta misma juventud la que exaspera a nuestros gobernantes. Sin duda se nos explica que la represión se dirige hacia los violentos, más que hacía los estudiantes de instituto y universitarios; pero mientras trata con delicadeza a los primeros, son los segundos los que son rociados con gases lacrimógenos, aporreados, detenidos, son jóvenes a los que hieren, a los que dejan tuertos. Y todo esto sucede como si el joven ‘bobo’ pasase de ser el amenazado a ser la amenaza. El emblema de este vuelco es la plaza de la République: lejos de estar en peligro, con Nuit Debout, la juventud es presentada como un peligro; la policía ya no está para protegerla, sino para reprimirla.
La inversión del discurso político, de la cultura de las terrazas al “movimiento de las plazas”, debe ser objeto de denuncia: como muchos otros me conmoví – en particular en una tribuna colectiva: “un poder que golpea a la juventud es débil y despreciable”. Pero hay que ir más allá: la represión abre paradójicamente un espacio nuevo que es importante aprehender estratégicamente. La juventud de clase media, generalmente blanca, descubre en las manifestaciones una violencia estatal que otra juventud, a menudo racializada, la de los barrios populares, conoce en su día a día desde hace mucho tiempo: nuestra sociedad está atravesada por divisiones de clase racializadas.
Esta experiencia común de la represión compensa, sin embargo, un poco el foso que separa la primera de la segunda. Podemos seguir riéndonos de los debates teóricos sobre la convergencia de luchas, pero eso no impide que haya que tomarse en serio, en la práctica, la convergencia de los golpes. La sangre que se derrama crea solidaridades que van más allá de las buenas intenciones y las buenas palabras. Esto puede ser lo que se está produciendo: igual que la precariedad económica ha acabado por alcanzar también, hasta definirlos, a los jóvenes ‘bobos’, la violencia estatal que se sufre desde hace mucho tiempo en los suburbios no perdona ya tampoco a los centros de las ciudades. ¿La experiencia de un estado de inseguridad política, al mismo tiempo, que económica, no es la ocasión para nuevas alianzas? ¿El estado de inseguridad no está suscitando un aumento de la movilización?
Traducción de Amanda Andrades.
Este texto se ha publicado en Mediapart el 16 de mayo.
Viernes 13 de mayo, en la Universidad de París 8, en la que enseño, un grupo de estudiantes organizaba una velada sobre Represión policial y violencia estatal: ¿qué respuesta del movimiento social y los barrios populares? Intervine como ciudadano y como profesor, ya que nuestros...
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