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La Carpintería Teatro, Buenos Aires.
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Todo al mismo nivel de vida intensa, escribe la uruguaya Circe Maia en un poema titulado ‘Vermeer’. Ese verso de la autora de Superficies, clave de lectura de la obra del pintor del barroco holandés que hizo de lo doméstico su tema esencial, bien podría sintetizar el espíritu de dos obras de teatro aún en cartel en Buenos Aires, que, aunque muy diferentes en escala, despliegan la noción de lo distinto como afirmación de identidad, y el hecho y derecho de ser quien se es como estandarte.
En la magnífica Todas las cosas del mundo, obra de Diego Manso dirigida por el experimentado Rubén Szuchmacher en el Payró, un templo del teatro independiente que abre una nueva etapa con este estreno, el lenguaje es torrencial protagonista de torsiones y hallazgos, en prolífica mezcla de usos y acentos de la pampa y la península entreverados.
Un elenco deslumbrante encarna las fricciones entre las ambiciones de los personajes de un circo de campo ("pasto, pasto, pasto, sólo veo pasto"), metáfora de la Argentina toda, sus vecinos y la realidad de todos ellos. El listado incluye a Sancho, el patrón (Horacio Acosta); Iberia (representada por Ingrid Pelicori), su mujer, que ha sido cantante de coplas en tiempos mejores; la Niña Foca (Paloma Contreras), fenómeno residual de esa feria de variedades en la que hubo también alguna vez un Niño Jirafa; Amílcar, el chico de los mandados de espléndida arquitectura (Juan Santiago); el cura que llega al pueblo con un pasado oscuro de tabloide, un Iván Moschner increíble en su papel, siempre dispuesto a citar al beato Escrivá de Balaguer, creador del Opus Dei, y la madre de la niña (Fabiana Falcón), que pondrá la dosis de remordimiento necesaria por haber abandonado a la pequeña a su suerte entre estos seres sin culpa, que sin embargo conocen bien el sabor del fracaso.
No faltan para encender la trama a lo largo de 130 minutos el humor inteligente, la pasión otoñal de la dueña del circo por el mozuelo, el afán religioso de hallar milagros donde sea para sumar ingresos y fieles, la avaricia y la perversidad abyectas, el amor juvenil ni el crimen. Lo friki es norma, parece leerse en la obra, porque como entendió pronto Caetano Veloso "de cerca nadie es normal".
Pero en ese desajuste hay diferencias entre quien elige su extrañeza como afirmación de individualidad y quienes se extranjerizan por la ajenidad y lo inhumano de sus elecciones, pues no tiemblan en sacrificar a otros para conseguir sus objetivos. Tal la fijación del Padre Garzone ("la chusma es muy crédula") por convertir a la Niña Foca en sujeto de adoración milagrera. Proyecto que antes requiere, claro, eliminarla.
Contar todo esto no es revelar nada, sin embargo, porque en Todas las cosas del mundo la gran ebullición, el alumbramiento, la impresión indeleble, lo distinto llamado a perdurar se dan en escena —virtud de la aleación entre texto y dirección— cuando los personajes se expresan, encarnan el lenguaje que los cincela y se paren a sí mismos cada noche. La obra, ambiciosa desde el título, que tiene ecos de Virginia Woolf ("Dígame —hubiera querido decir— todas las cosas del mundo", escribe la autora inglesa en Orlando, "porque tenía las ideas más extravagantes, más locas, más absurdas sobre los poetas y la poesía...") y consigue lo que sólo el buen teatro logra cuando algo del orden de lo ritual se perfecciona: que decir fuego queme, que el agua moje al nombrarla, que el fervor de la palabra tenga voz y rostro y mirada y nos eleve o hunda en la montaña rusa de la propia piel.
Sola no eres nadie, de Natalia Villamil, en cambio, es una obra intimista, casi susurrada, en la cual el poder del deseo de ser quien uno es se defiende en tono de unipersonal conmovedor. Dirigida por Ana Alvarado y protagonizada por el talentosísimo Mariano Mazzei, cuenta la historia de un joven de provincia, de condición social desfavorecida, que busca trabajo en la ciudad, donde se elige como "ella".
Montada en el barrio de El Abasto (el mismo de Gardel), en La Carpintería, que recuerda en su nombre el viejo rubro del actual teatro, la pieza despliega postales de la vida de esta joven, acompañante por horas de solos de distintas edades (una mujer mayor disminuida, un niño con déficit de padres abducidos por obligaciones laborales...), que elude los espejos para no verse hombre y debe sobrellevar, además, las dificultades derivadas del estado de necesidad permanente en el que su situación económico-social la coloca. La discriminación y el dolor de tener que vivir como un error el cuerpo de un varón frente a la sensibilidad femenina que la define sintetizan la tragedia personal de la protagonista, quien no ahorra ternura ni buen humor al relatar sus sinsabores.
Muestras del excelente teatro argentino de estos años, ambas piezas son también reflexiones artísticas sobre lo excepcional que anida en lo cotidiano. Maravilla en lo de siempre, talento que convierte —como Iberia o la protagonista de la obra de Villamil— el llanto en canciones. Bien dice Maia: "Es la piel de la mano. / El pliegue de una tela / complicada puntilla, dibujo en las baldosas/ transparencias, reflejos en los vidrios / luz resbalando en leche / en manzana / en mejilla...".
Todo al mismo nivel de vida intensa, escribe la uruguaya Circe Maia en un poema titulado ‘Vermeer’. Ese verso de la autora de Superficies, clave de lectura de la obra del pintor del barroco holandés que hizo de lo doméstico su tema esencial, bien podría sintetizar el espíritu de...
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Raquel Garzón
Raquel Garzón es poeta y periodista. Se especializa en cultura y opinión desde 1995 y ha publicado, entre otros libros de poemas, 'Monstruos privados' y 'Riesgos de la noche'. Actualmente es Editora Jefa de la Revista Ñ de diario Clarín (Buenos Aires) y Subdirectora de De Las Palabras, un centro de formación e investigación en periodismo, escritura creativa y humanidades.
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