En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
En medio de la bandera de España debería de haber un cerdo, no por ninguna connotación malévola asociada al gorrino, sino por el mucho amor que los españoles tenemos al puerco desde tiempo inmemorial, incluso un poco antes. Isabel la Católica puso el Águila de San Juan en su escudo personal y el famoso aguilucho se mantuvo en la bandera franquista junto a diversas quincallerías y flechas viejunas que luego fueron retiradas. Isabel de Castilla puso el águila y sus consecuencias en la política simbólica de nuestra unidad de destino pero también metió de matute al cochino en las conciencias y hasta convirtió al marrano en un sistema de análisis patriótico-religioso expulsando a todos aquellos españoles moriscos, judíos o librepensadores de la espinaca que no comulgaban con tocino, y obligó a los que se quedaron a afiliarse al partido de los devoradores de jamón, la oreja al ajillo y el chorizo ahumado, porque aún no había llegado el pimentón americano.
Ahora nuestro escudo, ya sin la rapaz negruzca, sin los yugos y las flechas, sigue siendo un galimatías de gules, castillo de oro, león rampante linguado y uñado, ringurrango de cadena de oro con esmeralda, flores de lis, granada natural rajada, columnas con Plus y con Ultra, florones de hojas de acanto y tres coronas con perlas cuyo sentido y sensibilidad supongo que es conocida por los fetichistas de la heráldica, los amantes de lo kitsch y el equipo de expertos en esoterismo de mi admirado Iker Jiménez. Casi seguro que ningún alumno de ESO y de Bachillerato sabe desentramar el jeroglífico que adorna nuestra bandera constitucional. “Todo por culpa de Zapatero”, hubiera dicho José Ignacio Wert. “el lenguaje heráldico de nuestra enseña debería estar en el currículum escolar obligatorio” pero no, no lo metió en la LOMCE, no llegó a tanto, aunque por poco. Yo prefiero al cerdo, lo digo muy en serio, el cerdo nos une, hace patria, conecta a catalanes con andaluces, a gallegos con extremeños, a valencianos con canarios. A todos los españoles nos une ese animal totémico y sobre todo nos hermanan los cientos de diversos productos alimenticios que de él se derivan. Si se abre por fin un nuevo periodo constituyente voy a proponer que pongamos a un cerdo en medio de nuestra bandera. Sé que los vegetarianos se podrían sentir marginados por el bicho, así que podríamos acompañar al gocho con una encina o un castaño, una tomatera o una planta de judiones o de garbanzos. Pero el cerdo tiene su “problema diferencial”, volveríamos a liarla con los españoles de confesión musulmana o judía o vegana para los que el cerdo es un animal impuro y prohibido. Vale, dejemos es escudo como está, incógnito y bisutero, no la liemos. Dejemos las banderas. Ya lo dijo el último usuario del aguilucho: “haga como yo, no se meta en política”.
Flashback uno, o mejor dicho analepsis. Treinta y cinco años años atrás. Me voy despertando. Es sábado. En la misma calle del lugar donde vivo, un pueblo de la “España vacía”, profunda, rural, suena un chillido desgarrador, intenso, constante, casi humano. Sigo medio dormido, no me supone especial inquietud el grito, en ese mes no hay sábado o domingo en el que no suene desde temprano el berrido de un cerdo en su matanza. Alguien ha clavado con maestría el cuchillo en la yugular y es muy importante que el cerdo se desangre bien “para que luego los jamones no se estropeen”, además la sangre es un ingrediente precioso para hacer algunos tipos de morcillas exquisitas, negras, isabelinas. Luego, ya muerto, cruzando las junturas del viejo ventanal, entra otro olor que podría parecer atroz y a mí me huele a la magdalena de Proust, es el olor del montón de helechos secos que han puesto encima del cerdo y que ahora arden con llama viva y breve para socarrar los pelos de su piel. Luego se raspará bien todo el cuerpo y durante el meticuloso y experto proceso de destripado y troceado, pedazos de piel se repartirán entre la chavalería curiosa a modo de chicle carnívoro y crudo. Para mí las “cortezas”, así o en adobo, siguen siendo exquisitas ante la aprehensión o el espanto de los visitantes amigos que vienen como turistas a Extremadura y quiere degustar “los productos de la tierra” menos conocidos o turistizados ¿comer un trozo de piel de cerdo cruda?, ¿pero en qué isla remota y caníbal de Nueva Zelanda estamos? Han pasado cuarenta años, pero mil o dos mil años atrás no hubiera diferido mucho la estampa que describo. Hoy ese ritual apenas sobrevive o se ha convertido en una fiesta patrocinada por una consejería y convenientemente edulcorada. No nos engañemos, la matanza del cerdo continúa, pero en mataderos industriales que sacrifican con métodos ¿menos crueles? a miles y miles de reses al día. Ya no hay pocilga en la casa familiar en la que se alimentaba al cerdo con las sobras pero las granjas porcinas siguen engordando a miles de cochinos. El número de animales sacrificados el año pasado en España superó los 43 millones de cabezas. Somos una potencia cerdícola mundial. Casi tocamos a un cerdo por persona. Nuestro engolosineo hacia su carne no ha cambiado. Casi 11 kilos de carne de cerdo per cápita, 4 kilos de jamón serrano, una cantidad algo menor de embutidos porcinos… El cerdo es nuestro tótem. ¿volvemos a proponer lo de la bandera?
Segunda analepsis. Fin de semana en Salamanca. También una de las regiones de la España vacía y visita obligada a comer la delicatesen local: jeta o careta de cerdo asada con unas cañitas. Descubro además que la jeta formó parte de las estrategias de cortejo de mis dos amigos y anfitriones, así que es cosa seria. Un amor sólido, intenso y extenso como el suyo comenzó compartiendo una comida sin melindres y no con versitos de Neruda. Por la tarde, tras remolonear por las últimas cumbres nevadas de Gredos, paramos en Guijuelo, la capital del imperio chacinero, a comprar un rumboso jamón. El dueño del secadero nos da una clase práctica de deshuesamiento por un instrumental propio de un loco cirujano inglés del siglo XIX mientras degustamos lengua de cerdo embuchada, otra desconocida delicia local. Luego, en casa, por turnos, transidos de un ritual especial, convertimos con el cuchillo ese culo salado y secado del cerdo llamado “jamón” y de apellidos “ibérico” y “de bellota” en pequeñas lascas comestibles. Hay representación catalana en el grupo de amigos así que se hacen sendas bandejas de pan tumaca para acompañar el festín proteínico y hermanar tribus independentistas. La fijación de los españoles con el buen jamón es transfronteriza, interclasista e intergeneracional y la defensa del jamón ibérico es superior a la defensa de cualquier bandera nacional o enseña autonómica. El jamón está en la cúspide de la pirámide gustativa y aspiracional de los españoles. En la época paleozoica de la burbuja inmobiliaria había por Navidad personas, las situadas en los diversos lugares estratégicos de la cadena de favores del invento, que llegaban a acumular quince o veinte jamones como gratificación, soborno o pago en especie de lubricaciones hoy vergonzantes. Yo lo vi. Quien regala un jamón bueno estará luego obligado a todo. Como era imposible la deglución de tanta joya era la familia, suegros y cuñaos integrados quienes se beneficiaban de semejante maná pata negra. ¿Y si no quitamos el escudo pero sustituimos la granada abierta por un cochinillo?
Tercer flashback. Reunión de amigos en otro tercer pueblo semiextinto, más España vacía, de la montaña palentina. Uno de los amigos, residente en Burgos, trae un pica-pica supermoderno, que podrían competir en el lineal del supermercado más hipster de Nueva York, se trata de un snack fabricado con… ¡morcilla de sangre y arroz! Sabe a morcilla de Burgos pero es ligero y churruscante. No hemos inventado el iPhone, el palo selfie o el dron aniquilador de integristas pero en las cosas de comer hasta los chinos nos copian y admiran. La sangre primitiva del tótem milenario convertida en snack delicatessen. Todo es admiración y “alabanza de la aldea” entre los comensales. Nadie se explica por qué no hay anuncios del producto en todas las televisiones del mundo para difundir el delicioso invento. Pero este snack es heredero de una larguísima tradición de originalidades embutidas. No hay comarca o pueblo que no tenga su peculiar embuchado, picadillo o guiso fabricado con alguna de las mil partes más o menos comestibles de puerco. Un chorizo o una morcilla casera, es muy importante el adjetivo “casero”, nunca industrial, es el regalo mejor y más precioso que nos harán si visitamos a un amigo o pariente que siga viviendo o se haya vuelto a vivir, neorruralizado, a alguna de las aldeas o pueblos de la España vacía. Las maletas de cartón que nuestros emigrantes llevaron por el mundo, de París a Buenos Aires, de México DF a Dusseldorf, en las sucesivas y terribles olas migratorias, guardaban, además de una muda impoluta, una ristra de chorizos del pueblo. Hoy día la tradición, más refinada, continúa y los policías de aduanas de los aeropuertos de EEUU se han vuelto expertos en confiscar a los inocentes estudiantes y jóvenes emigrantes poscrisis los loncheados al vacío de jamón y lomo ibérico que llevan escondidos en sus sansonites como talismanes contra la macdonalización del alma y las soledades de estar fuera del hogar. Llevar embutidos a EEUU está prohibido, aunque sea de jamón ibérico “sietejotas”, es un delito grave. Desconocemos, eso sí, dónde termita tanto jamón requisado, pero se rumorea que los aduaneros se han convertido en catadores expertos de esa carne preciosa de momia porcina. ¿y si en lugar del cochinillo sustituimos las oprobiosas cadenas del escudo por una ristra discreta de chorizos?
Última analepsis. Como investigador de mercados he conocido de primera mano el paraíso y el infierno porcino. Conozco bien las dehesas extremeñas, andaluzas o salmantinas en las que viven en libertad unos pocos miles de privilegiados cerdos pata negra comiendo bellotas, setas, hierbas, cereales buenos, gusanitos y víboras como decía el mito. Pero también las granjas de engorde intensivo situadas en Segovia y sobre todo en Cataluña. Miles de cerdos cuyo destino será comer y comer pienso compuesto y cócteles químicos legales sin moverse de unos pocos metros cuadrados. No entro ahora en temas de bienestar animal o en qué pasa con los contaminantes purines o por qué hay empresas holandesas o de otros países de la UE que engordan en nuestro país sus cerdos porque aquí somos más laxos con la legislación medioambiental. Un día, tras entrevistar a un granjero para un estudio sobre genética porcina, fuimos a comer a Segovia. Era previsible y adivinable el menú: cochinillo asado, es decir, una cría aún no destetada de cerdo, un bebé cerdo, un cerdito. Piel crujiente, grasa ligera y sedosa, carne suave y tiernísima. El cliente disfrutaba del manjar, no recordaba o no quería recordar que hacía un rato me enseñaba una nave enorme en la que engordaba contra reloj cinco mil cerdos que irían luego con destino a Rusia y que a mí me pareció un lugar atroz. El argumento de la industria es: carne barata. Pocos días después me llegaron a casa dos lomos y dos paletas de cerdos ibéricos puros, alimentados sólo con bellotas y grano. A un amigo que tenía una pequeña dehesa familiar se le ocurrió la poco rentable idea de criar cerdos para los amigos y cobrarnos a precio de coste los lomos, paletas y jamones. Cada amigo tenía su cerdo mascota del que recibía una foto de cuando en cuando. Lo cierto es que nos salía baratísimo. Nuestro amigo no perdía nada y tampoco ganaba pero su gesto era admirable, demostraba además que otra forma de producción de carne era posible. ¿Sustituimos el león rampante linguado y uñado por un jabalí bisabuelo de nuestro querido cerdo ibérico?
Notas:
Lean La España Vacía. Viaje por un país que nunca fue, de Sergio del Molino. Turner Noema 2016. No habla de cerdos pero sí de una visión de nuestra “patria” que compartimos muchos de los de mi generación.
La descripción literal de nuestro escudo se define en la Ley 33/1981.1 http://www.boe.es/buscar/doc.php?id=BOE-A-1981-24155
Para un análisis clásico y materialista de los tabús religiosos hacia el cerdo: Vacas, cerdos, guerras y brujas, del antropólogo Marvin Harris. Alianza. 2008.
En medio de la bandera de España debería de haber un cerdo, no por ninguna connotación malévola asociada al gorrino, sino por el mucho amor que los españoles tenemos al puerco desde tiempo inmemorial, incluso un poco antes. Isabel la Católica puso el Águila de San Juan en su escudo personal y el famoso aguilucho...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí