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En vísperas de elecciones, los partidos vuelven a reunirse con los mismos interlocutores que hace unos meses, a lanzar los mismos eslóganes y a hacerse las mismas fotos. Y a mostrar el mismo desinterés por la cultura. Este silencio en la agenda política se justifica en un contexto de crisis en el que la creación y el consumo de literatura, pintura, cine, teatro o música a menudo se considera como un accesorio placentero, con frecuencia como un lujo superfluo y, en la mayoría de los casos, como una preocupación secundaria frente a los asuntos que de verdad importan, como el desempleo, el modelo productivo o la corrupción. Por su parte, guardan silencio también los medios que controlan la agenda mediática relegando la cultura a las secciones de crónica diaria o semanal sobre novedades.
Este abandono político y en gran medida mediático responde a nuestro entender a una visión estrecha y reductora, que no entiende –o no quiere entender– que la cultura, en su sentido antropológico más amplio, es tanto un bien y un derecho individual y colectivo irrenunciable como un sector económico estratégico. Efectivamente y, en primer lugar, la cultura tiene un valor en sí misma: fuente de placer y de conocimiento, la cultura ha sido reconocida como un derecho (DPVC o Derecho a participar en la vida cultural, entendido como libertad para crear y disfrutar la cultura) por instrumentos políticos internacionales (Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales y como un pilar para el desarrollo sostenible, como establece la Declaración de Florencia.
En segundo lugar, como actividad económica, la cultura tiene un valor añadido en términos de aportación al PIB, con capacidad para emplear a un sector no desdeñable de la población activa, para constituirse en uno de los vectores clave para la reestructuración del modelo económico. Para algunos, podría incluso ayudar a Europa a salir de la crisis social e ideológica en la que está inmersa. Pero ni siquiera este discurso instrumental es capaz de suscitar la atención de las agendas políticas y mediáticas y por tanto de la mayoría de la población.
En concreto, en la esfera pública, durante la última legislatura, incluidos el interregno y la campaña actual, los titulares culturales han estado vinculados principalmente a la subida del IVA cultural, una iniciativa adoptada por razones presupuestarias según el Ejecutivo, pero indudablemente marcada por un sesgo ideológico. De forma menos preeminente, se han abordado otros asuntos como la Ley del Cine, la Propiedad Intelectual, el Estatuto del Artista o la Ley de Mecenazgo, siendo este último el que mayor presencia mediática ha tenido. Y es que se trataba de una medida estrella y supuestamente rupturista, anunciada casi con orgullo desde el principio de la legislatura, al mismo nivel que otras grandes apuestas del Partido Popular.
A día de hoy, sin embargo, como los periódicos se han encargado de recordarnos, la Ley de Mecenazgo se ha quedado en una serie de medidas fiscales atomizadas y en algunos foros desde los que se sigue reclamado la necesidad de dicha ley. De hecho, el PP la ha suprimido de su programa electoral mientras que, curiosamente, los otros tres partidos sí que la incluyen entre sus propuestas.
La Ley de Mecenazgo empezó su andadura mediática de la mano del Partido Popular con su ambicioso anteproyecto de ley, en el que fue presentada como maná, panacea y solución definitiva a todos los problemas de la Cultura. Así lo presentó el ministro de Educación, Cultura y Deporte en comparecencia parlamentaria extraordinaria a su llegada al Gobierno y así lo relataron los medios. También la anunció el secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle, en cada una de las intervenciones públicas y entrevistas en los medios de comunicación, hablando de semáforos y luces de varios colores. Se llenaron así páginas en los diarios hablando de la gran esperanza para la cultura: el mecenazgo y las aportaciones de las empresas al sector cultural.
Se vertieron ríos de tinta presentando los modelos comparados, las virtudes y defectos del modelo estadounidense, el camino hacia el modelo francés; se mencionaba incluso el modelo brasileño. Simplificando mucho, el modelo estadounidense de mecenazgo está basado en incentivos fiscales a donaciones y aportaciones de personas físicas y jurídicas sin pasar por el Estado; es de gestión sencilla y posee un gran reconocimiento social. El modelo francés, que funciona también a partir de deducciones fiscales, cuenta con una gran tradición desde las pequeñas y medianas empresas. Por su parte, Ley Rouanet brasileña beneficia las aportaciones de las empresas a entidades culturales públicas o privadas o mediante la aportación al fondo Rouanet para la cultura.
Cuatro años más tarde, la gran esperanza se ha quedado en una serie de medidas fiscales
Entretanto, se aplicaron los inmensos recortes presupuestarios, se despojó de subvención nominativa a aquellas entidades que recibían anualmente una asignación de los PGE y se las desvió a las maltrechas convocatorias en concurrencia competitiva, por lo que las más pequeñas dejaron de recibir apoyo alguno.
Cuatro años más tarde, la gran esperanza se ha quedado en una serie de medidas fiscales: deducción por los primeros 150 euros de aportación para las personas físicas, aumento en las deducciones ya establecidas, premiando la fidelización en las aportaciones de tres años consecutivos. Por su parte, Navarra con su sistema foral, se ha dotado ya de su propia Ley de Mecenazgo y otras comunidades autónomas han iniciado el proceso como Valencia, Baleares o Andalucía.
¿Qué ha ocurrido durante estos cuatro largos años? ¿Por qué no ha salido adelante la tan esperada ley? Quizá por la falta de diálogo y negociación, quizá por la excesiva atomización del sector cultural, quizá por la competencia entre los sectores social, cultural, deportivo y educativo para obtener los recursos derivados del mecenazgo o, simplemente, porque los interlocutores legitimados responden a los intereses de los grandes grupos de comunicación y las grandes fundaciones a quienes les interesa mantener el statu quo. Sin duda, las razones son múltiples y de muy variada índole, incluida la ideológica; el descontento, sin embargo, parece haber sido unánime.
Ahora bien, lo que nos interesa aquí señalar es que los medios parecen haber abordado únicamente la Ley de Mecenazgo desde la perspectiva del incumplimiento de una promesa electoral sin haber entrado en un debate de fondo sobre la ley en sí. A nadie se le escapa el fracaso político y en buena medida personal de la propuesta de Lassalle, pero resulta cuando menos llamativo comprobar que en la considerable cantidad de artículos sobre el asunto no se ha cuestionado ni la ley, ni el concepto de mecenazgo, ni el modelo de cultura que propone. Independientemente de su línea editorial, al no debatirlas, los artículos dan por buenas las premisas de la propuesta de ley, sin analizar ni sus beneficios ni sus inconvenientes, ni las implicaciones tanto ideológicas como prácticas que podría suponer.
Estas promesas no han sido debatidas por los grandes medios, que han preferido centrarse en lo anecdótico-político
Porque, efectivamente, el mecenazgo podría representar un concepto clave en la configuración de la cultura y de su sector. Desde el punto de vista de la ciudadanía, podría permitir la participación directa de individuos y colectivos en la creación, la producción y la gestión de la cultura de forma más directa, contribuyendo así a la construcción de un tejido cultural más participativo y en buena medida más democrático. Desde el punto de vista económico, podría suponer una forma de diversificar y aumentar las fuentes de financiación y por tanto un estímulo al sector. Desde el punto de vista de las políticas públicas, no debería implicar un desentendimiento por parte de las instituciones sino un reconocimiento del papel de la sociedad civil en el tejido cultural y una posibilidad para la reorganización y optimización de la gestión pública de la cultura.
Pero estas potencialidades, estas promesas, no han sido debatidas por los grandes medios, que han preferido centrarse en lo anecdótico-político, en aquello que tiene un rendimiento editorial a corto plazo. En ellos apenas han tenido cabida voces discordantes o minoritarias.
Esta ausencia de debate público sobre el mecenazgo y por tanto sobre la cultura como derecho ciudadano y sobre el papel del Estado y de la sociedad civil en la garantía y desarrollo de dicho derecho refleja claramente el lugar periférico que le reservan no solo las formaciones políticas sino también los medios de comunicación.
Y este silencio es clamoroso y dice mucho de la situación de la cultura en España y lamentablemente confirma nuestras afirmaciones de la introducción. Confirma asimismo que la concentración editorial, las presiones crecientes de los grupos de poder, el tejido precarizado de la profesión periodística y la obsesión por la política hegemónica electoralista no contribuyen a que la esfera pública mediática sea el escenario de auténticos debates sobre temas tan centrales como la cultura para una sociedad realmente democrática. Sería deseable, por tanto, que en la próxima legislatura se plantee un debate y una reflexión abiertos y transparentes entre las fuerzas políticas y los actores del sector —grandes y pequeños, con y sin ánimo de lucro—, con la necesaria participación crítica de los medios de comunicación.
En vísperas de elecciones, los partidos vuelven a reunirse con los mismos interlocutores que hace unos meses, a lanzar los mismos eslóganes y a hacerse las mismas fotos. Y a mostrar el mismo desinterés por la cultura. Este silencio en la agenda política se justifica en un contexto de crisis en el...
Autor >
Isabelle Marc
Autor >
Irene Aláez
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