La pluma y la espada: a propósito del Acuerdo de Paz en Colombia
Aunque en la larga historia de violencia ha habido acuerdos de todo tipo, el actual es el primero que incluye elementos de la periferia agraria más olvidada, de las zonas cocaleras y de colonización
Luis Fernando Medina Sierra 4/07/2016
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El último día de la guerra. Así se conoce en las redes sociales la firma del acuerdo entre el Gobierno de Colombia y las FARC. Parece que los colombianos, tan aversos al lenguaje conciso, hemos optado, en este momento excepcional, por una expresión clara, breve. Como si quisiéramos marcar el inicio de esta etapa dejando atrás incluso nuestros hábitos verbales más arraigados. Atrás han quedado los años de esgrima retórica en torno a si las muertes en Colombia obedecían a un “conflicto armado asimétrico” o a un “ataque contra la democracia” o a la expresión de turno. Era una guerra. Ya lo sabemos.
¿Por qué fue tan difícil reconocerlo? Los números de muertes excedían por mucho los parámetros aceptados por los expertos en el tema. Los grupos insurgentes han tenido los niveles de presencia e incluso control territorial suficientes para tal clasificación. Pero aun así los colombianos persistían en acuñar un término tras otro con tal de evitar referirse a la guerra. Voy a aventurar una hipótesis. Los equívocos verbales reflejaban algo más profundo: tras décadas de duración, la guerra en Colombia se había convertido en una parte tan esencial, tan determinante que reconocerla como tal hubiera requerido reconocer que no se trata de un infortunio que se abatió sobre un país pacífico sino que, por el contrario, Colombia ha estado enferma de una dolencia crónica, la dolencia de la guerra. El último día de la guerra, si es que de eso se trata en verdad, es el último día de una Colombia enferma de guerra.
Los colombianos, cansados de ser señalados como narcotraficantes y violentos, de ser tenidos como indeseables en los aeropuertos del mundo, han mostrado una y otra vez que en verdad pueden ser tan pacíficos, tolerantes y bienintencionados como la gente de cualquier otro país. En contra de los ejercicios de autoflagelación nacional tan populares en Colombia (al igual que en muchos otros países), cuando digo que el país ha padecido la guerra como una enfermedad crónica no me refiero a rasgos culturales recónditos e indemostrables sino a asuntos más mundanos.
Colombia nunca ha sido terreno fértil para las revoluciones. Solo una vez, en 1861, un gobierno fue derrotado en combate por una revolución. Aun así, desde entonces el alzamiento armado ha sido un repertorio del cual se echa mano periódicamente. A la manera de un río subterráneo que en algunos tramos emerge a la superficie, una continuidad histórica, e incluso biográfica, une a las FARC de hoy con las guerrillas campesinas del Partido Liberal en los años cincuenta del siglo pasado y, yéndonos más atrás, con los derrotados de la Guerra de los Mil Días (1899-1902). Para los defensores del orden esta continuidad histórica es la demostración de que elementos foráneos andan siempre al acecho, ya se trate de los librepensadores y masones de finales del siglo XIX, de los agentes del comunismo internacional del siglo XX o de los castro-chavistas de nuestro tiempo. Pero las enormes distancias entre París, Moscú y Caracas sugieren que de pronto la explicación hay que buscarla más cerca.
La convulsión política, la latente amenaza de revoluciones, los ciclos de insurgencia, han sido una constante en buena parte del Tercer Mundo durante el siglo XX. Difícilmente podía ser de otra manera: el desarrollo del capitalismo, ya de por sí un proceso traumático, se unía en estos casos a profundas y seculares fracturas étnicas y culturales y a la fragilidad de estos países ante la intervención de las grandes potencias imperiales. Pero en Colombia todas esas condiciones coexistían con uno de los sistemas bipartidistas más arraigados que haya conocido la democracia moderna en cualquier latitud. Cuando en 1848 y 1849 se fundaron los dos partidos tradicionales colombianos, el Liberal y el Conservador, los mismos que gobernaron ininterrumpidamente el país hasta las postrimerías del siglo XX, el General Espartero, Adolphe Thiers y William Gladstone eran rutilantes estrellas de la política de España, Francia e Inglaterra, representantes de partidos que hace mucho desaparecieron. De esa dualidad entre un magma socioeconómico en constante agitación y un sistema político que garantizaba a las élites un notable grado de armonía e interlocución, surgió la democracia colombiana, el híbrido que Darío Echandía, notable figura política de mediados del siglo XX, denominó un “orangután con sacoleva”, es decir, un sistema capaz de asombrar al mundo con su respeto a las normas de la separación de poderes y la alternancia electoral, al mismo tiempo que se sumía en pavorosos baños de sangre.
La Constitución de 1991 ha ido adquiriendo suficiente legitimidad para ser la herramienta para la paz que había sido tan esquiva
Como suele suceder con este tipo de paradojas, aunque ambas caras de la moneda parecen estar en contradicción, en cierto modo se necesitan mutuamente, se alimentan. Es difícil creer que Colombia hubiera preservado su récord de alternancia democrática durante tanto tiempo si sus partidos hubieran abierto las compuertas a las más radicales reivindicaciones populares. Ciertamente, la democracia chilena, más estable y fuerte, no aguantó aquel embate. Colombia no sucumbió a las sanguinarias dictaduras de otros países del continente, pero en cambio mantuvo niveles soterrados pero no menos eficaces de represión y exclusión política, muchas veces a cargo de élites locales. Asimismo, si esos mismos niveles de represión no hubieran gozado de la pátina de legitimidad que les concedían las instituciones democráticas, posiblemente hubieran generado un estallido de grandes proporciones mucho antes, como ocurrió en Centroamérica donde hasta las clases medias urbanas se hastiaron de la brutalidad de sus sátrapas. En resumen, la democracia colombiana fue durante décadas un sistema suficientemente abierto para evitar el triunfo de cualquier insurgencia, pero suficientemente cerrado para alentar el surgimiento de muchas de ellas, en especial, pero no únicamente, las FARC, nacidas en 1964.
Desde el inicio del ciclo insurgente de finales de los setenta, cuando cuatro grupos guerrilleros (o incluso más según cómo se cuente) comenzaron a operar, la actitud dominante en el gobierno y los partidos tradicionales fue la de optar por la supresión a sangre y fuego. Pero, lejos de conjurar la crisis, la consecuencia fue una preocupante deriva autoritaria, serios abusos a los derechos humanos y la consecuente radicalización de la protesta ciudadana.
Posiblemente, dejadas a su curso natural, estas tensiones se hubieran resuelto con relativa facilidad. Ya para los años ochenta del siglo pasado comenzó a adquirir cierta respetabilidad entre los sectores políticos tradicionales la noción de lo que ya desde entonces se llamó la “salida negociada del conflicto”, la paz. De hecho, en 1983 el gobierno de entonces intentó la primera negociación con los diferentes grupos guerrilleros.
Pero por aquel entonces Colombia comenzó a ser avasallada por un auténtico ciclón, en gran medida de origen externo y que desfiguró horriblemente la política, la economía, la sociedad e incluso la cultura del país: el narcotráfico y la así llamada “guerra contra las drogas” lanzada desde Estados Unidos. Las instituciones colombianas, frágiles como eran, mal que bien tal vez hubieran podido responder a los retos que les planteaba el ciclo insurgente. Pero se vieron totalmente avasalladas ante flujos de dinero descomunales que permitían a todos los actores del conflicto armarse hasta los dientes en un clima de corrupción generalizada. No es solo la guerrilla, como lo suelen repetir los medios. De hecho, los nexos de las FARC con el narcotráfico (aunque innegables y profundamente nocivos) fueron evolucionando en forma más lenta y reticente de lo que se cree. El narcotráfico sirvió también para financiar un sanguinario proyecto contrainsurgente, paramilitar, con la connivencia de elementos del Ejército y terratenientes locales en las zonas más afectadas por el conflicto.
En esas condiciones era casi imposible hacer la paz. Es cierto que cuando las FARC comenzaron a negociar con el gobierno, hacía poco habían celebrado una Conferencia Nacional en la que habían elaborado un plan para escalar la lucha armada. Pero posiblemente en un contexto distinto, con una mesa de negociaciones funcionando, ese plan se hubiera archivado; nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que el partido político que se le permitió crear a las FARC como parte del proceso de diálogo, la Unión Patriótica, fue exterminado por los paramilitares. Más de tres mil muertos, desde candidatos presidenciales y senadores hasta modestos activistas de pueblo, asesinados sin contar con los exiliados y los amenazados. A eso hay que sumarle numerosas masacres, el despojo y desplazamiento de millares de campesinos y la instalación de microdictaduras contrainsurgentes en muchas zonas del país. Con la macabra simetría que caracteriza a las guerras, las FARC también fueron escalando su accionar, con tácticas cada vez más grotescas y brutales incluyendo bombardeos a pueblos, asesinatos, reclutamientos forzados y secuestros económicos, muchas de cuyas víctimas terminaron pudriéndose en la selva.
Si bien las negociaciones del 83 fracasaron en su propósito inmediato, creo que hoy queda claro, con la perspectiva de los años, que plantaron una semilla que ha tardado treinta años en germinar pero que empieza a dar frutos: la idea de que la solución a esa endiablada dialéctica en la que se entrelazan democracia y violencia es aún más democracia. Resulta curioso que un país en el que las leyes, como dice el viejo chiste, “se obedecen pero no se cumplen”, a finales de 1989, en medio de una de las más serias crisis de violencia política y de narcoterrorismo de que se tenga memoria, haya considerado que la solución eran más leyes, muchas más, de hecho, toda una constitución. Así, en 1991 Colombia culminó un largo proceso constituyente estrenando la Carta Magna que aún hoy, con algunos cambios, sigue rigiendo.
Imperfecta (al fin y al cabo un documento humano), frondosa (al fin y al cabo un documento colombiano) y a veces contradictoria (al fin y al cabo producto de unas elecciones con muchísima diversidad), la Constitución colombiana ha demostrado, a pesar de todo, representar un conjunto de aspiraciones de la sociedad, una apuesta por ir acrecentando y consolidando el alcance de los derechos humanos y de la solución pacífica de las diferencias. En su momento se pensó que la Asamblea Constituyente serviría para hacer la paz con las FARC, cosa que no ocurrió. Pero poco a poco la Constitución, no tanto sus detalles que siguen en disputa todos los días, sino su espíritu general, ha ido adquiriendo suficiente legitimidad para ser, ahora sí, la herramienta para la paz que había sido tan esquiva. Durante las largas negociaciones de La Habana, ha sido notable cómo las FARC han ido acercándose a la Constitución hasta el punto de que en las declaraciones de esta semana han aceptado que sea la misma Corte Constitucional la que decida sobre algunos de los puntos claves que aún quedan por resolver.
¿Será, entonces, este el último día de la guerra? No está garantizado pero puede ser. Los colombianos, tras más de cincuenta años de guerra y más de treinta años de buscar la paz, entienden que los acuerdos que se firmaron esta semana son solo el comienzo de un proceso muy arduo de construcción. Hay sectores en la derecha que quieren continuar la guerra pero hoy se les ve más bien en retirada. Pueden, sin embargo, fortalecerse dependiendo de la respuesta que dé Colombia a algunos retos fundamentales que se vienen.
Aunque en la larga historia de violencia en Colombia ha habido acuerdos de todo tipo, el actual es único en tanto que es el primero que incluye a elementos de la periferia agraria más olvidada, de las zonas cocaleras y de colonización, sin pasar por intermediarios ya aceptados en el sistema político. Los notables logros económicos y sociales del país en la segunda mitad del siglo XX se obtuvieron a costa de dejar por fuera a sectores rurales, sin ninguna vocería política, sin ningún acceso a las instituciones del Estado o a las leyes. Tanto los modelos intervencionistas de los sesenta y setenta, como las políticas neoliberales de los noventa fueron incapaces de incorporar a aquellos sectores e incluso los usaron como basurero adonde iban a parar los “daños colaterales” del desarrollo. Si los actuales acuerdos han de ser, de verdad, el fin de la guerra, tienen que ser también el fin de aquella incuria.
Será difícil. Desde el primer día de las conversaciones el gobierno insistió en que no iba a negociar el modelo económico con la guerrilla. Es una decisión comprensible y, en últimas, afortunada. Pero ahora se presenta una oportunidad para que los colombianos, en un entorno democrático, puedan reconsiderar las políticas de los últimos años, teniendo a la vista los costos humanos y sociales tan elevados que han tenido. ¿Se aprovechará esa oportunidad? Imposible saberlo en este momento. Pero por lo menos, a juzgar por las redes sociales, ya está claro qué es lo que está en juego: el primer día de paz.
El último día de la guerra. Así se conoce en las redes sociales la firma del acuerdo entre el Gobierno de Colombia y las FARC. Parece que los colombianos, tan aversos al lenguaje conciso, hemos optado, en este momento excepcional, por una expresión clara, breve. Como si quisiéramos marcar el inicio de esta etapa...
Autor >
Luis Fernando Medina Sierra
Es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctorado en Economía en la Universidad de Stanford. Profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU). Es autor de A Unified Theory of Collective Action and Social Change (University of Michigan Press, 2007) y de El fénix rojo (Catarata, 2014).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí