Sin el beneficio de la duda
El sábado 20 de diciembre de 2003 José María Aznar aterrizó en Base España en Diwaniya. 13 años después, Irak es un Estado fallido, Siria se ha desintegrado y el Estado Islámico ha superado en extremismo a Al Qaeda
Joan Cañete Bayle 13/07/2016
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A partir de las seis de la mañana, la voz corrió entre la prensa española en los hoteles Palestina y Sheraton. La embajada nos levantaba de la cama con un secretismo pueril. Todos sabíamos lo que sucedía, pero entonces se llevaba lo de “las visitas sorpresa” por “motivos de seguridad”. Lo había hecho pocos días antes George Bush, el día de Acción de Gracias, y pocos días después lo repetiría Tony Blair. Era el sábado 20 de diciembre de 2003. A las 10.30 (hora local), José María Aznar aterrizó en Base España en Diwaniya a bordo de un helicóptero Súper Puma del Ejército español. Para garantizar su seguridad, su Airbus 310 había partido de Madrid sin los periodistas que habitualmente lo acompañaban en sus viajes. El general Fulgencio Coll, comandante de la Brigada Plus Ultra II desplegada en Diwaniya, fue informado de la llegada de Aznar tan sólo unas doce horas antes.
El presidente del Gobierno y uno de los componentes del trío de las Azores (cuarteto, en realidad, no hay que olvidar al anfitrión, José Manuel Durão Barroso) se presentó en Diwaniya vestido a lo Paul Bremer, el Administrador Civil de Estados Unidos en Irak: botas militares marrones, jersey a conjunto, pantalones verdes, camisa a cuadros. En las cuatro horas que Aznar estuvo en Base España, se reunió con el gobernador de Diwaniya y los líderes tribales del Consejo Provincial y almorzó con los soldados. No salió del cuartel. No hubo visita a la ciudad, ni loor de multitudes para el liberador, ni pétalos de rosas para uno de los orgullosos responsables del derrocamiento de Sadam Husein. No hubo niños a los que besar, ni desfile triunfal, ni homenaje público a los caídos por la libertad. Sí hubo cubiertos de plástico, jamón en el menú, cámaras de fotos de usar y tirar para la tropa, y gritos de ¡Viva España! y ¡Viva el Rey! en la comida con los soldados (algún cachondo sugirió un ¡Viva Honduras!). Diez días antes las tropas estadounidenses habían encontrado a Sadam Husein en su zulo de Tikrit. Cuatro meses antes Bremer había firmado las dos infaustas órdenes ejecutivas por las que prohibió el partido Baaz y que sus miembros trabajaran en la Administración del nuevo Irak y disolvió el Ejército iraquí. Nueve meses antes había empezado la invasión. Trece años después, casi 300 personas murieron en la última oleada de atentados en Bagdad, Irak es un Estado fallido, Siria se ha desintegrado y el Estado Islámico ha superado en extremismo a Al Qaeda.
Pienso en todo ello, cuando escucho la reacción a las conclusiones del informe Chilcot de Federico Trillo, el ministro de Defensa que acompañó a Aznar en aquella visita clandestina, vergonzosa y vergonzante a Diwaniya: que España “no acudió a la guerra como combatiente” y que se limitó a dar “apoyo político” y “ayuda humanitaria”. Por eso en su visita a Base España Aznar tuvo un recuerdo para los 10 españoles que habían caído “víctimas del terrorismo en Irak” y por eso su visita a Irak se limitó a pasear por el cuartel. Porque España estaba ahí repartiendo ayuda humanitaria y porque aquel era un país mejor. “Agradezco que Aznar no haya cedido ante el terror”, nos había dicho a José Vericat de EFE y a mí Bremer once días antes, durante un funeral oficiado en la zona verde de Bagdad para los siete agentes del CNI abatidos por la insurgencia. Nos costó más de una hora acceder al lugar del oficio fúnebre tras superar la cadena de controles de seguridad en la Zona Verde, el símbolo de la floreciente democracia a la que la propaganda neocon decía que Irak estaba llamado a convertirse. Los liberadores, atrincherados para protegerse de los liberados. Cuando llegaron las primeras noticias de los saqueos del Museo Arqueológico ante la mirada impasible de los soldados estadounidenses, Donald Rumsfeld concentró en una frase todo el cinismo que rodeó la guerra de Irak: "La libertad es desorganizada y la gente libre es libre de cometer errores y cometer crímenes y hacer cosas malas. También son libres de vivir sus vidas y hacer cosas maravillosas. Y eso es lo que va a suceder aquí".
No, no es lo que sucedió. Lo que sucedió, entre otras cosas, es que los liberadores debían moverse rodeados de gente armada hasta los dientes para protegerse de los liberados y encerrarse en grandes torres de marfil verde para salvar literalmente sus vidas. Y ni así. Fue de esta forma desde el primer día de la auténtica guerra, que empezó cuando los marines ocuparon Bagdad y Bush fue a su portaaviones y alguien tuvo la ocurrencia de colgar esa pancarta, Misión cumplida. Mientras en la Zona Verde todo el mundo repetía que, en su opinión, Irak y el mundo eran un lugar mejor y más seguro, en realidad todo el mundo sabía que aquello no era verdad.
Rumsfeld fue uno de los ideólogos de que la invasión de Irak era equiparable a la liberación de Alemania de los nazis y, sobre todo, de la idea de una ocupación barata: Estados Unidos, argumentó, no iba a cometer despilfarros al estilo de los cascos azules de la ONU. De ahí las pocas tropas, dado el tamaño del país. De ahí la privatización de las fuerzas armadas que tanto tuvo que ver con sucesos como las torturas en Abu Ghraib, con Blackwater, con Halliburton, con los gurkas, con esos “contratistas” que eran mercenarios cuyos rangos formaban lo mejor de cada casa, desde exmilitares sudafricanos a chetniks serbios. De ahí, en definitiva, nace el desastre de Irak. De una decisión ideológica.
Pienso, pues, en Trillo, y en Aznar, y en Bremer, y en Rumsfeld cuando leo las conclusiones del informe Chilcot, centradas en Tony Blair y en el papel del Reino Unido, pero aplicables a todo el proceso que llevó a esa guerra y a lo que sucedió después. Pienso en ellos y en su cinismo consumado, en sus discursos repletos de 'talking points' y de fórmulas vacías: la democracia, la libertad, Irak para los iraquíes... La reacción de Trillo al informe Chilcot ("España no fue a combatir") es uno de los clásicos 'talking points' de la guerra de Irak versión española. La de Tony Blair ("Creo que tomamos la decisión correcta y que el mundo es un lugar más seguro y mejor") es otra. Como si el desastre que es Irak hoy (y en general, Oriente Próximo) fuera un asunto opinable. Casi se agradece que Mariano Rajoy, vicepresidente de Aznar en esa época, sea Mariano Rajoy y despache el asunto diciendo que no se ha leído el informe Chilcot.
En realidad, no hace falta leerse el informe. Lo trágico de las conclusiones de la investigación británica es que no dicen nada sustancial que no se supiera cuando se puso en marcha la guerra. Entonces, ya se sabía que Sadam Husein no constituía una amenaza inminente. O que el casus belli de las armas de destrucción masiva era muy endeble (por no decir falso). O que las potencialmente explosivas consecuencias de la invasión fueron menospreciadas. Lo dijo mucha gente, fuera y dentro de los Gobiernos, en público y en privado. Es imposible, por tanto, que quienes tomaron las decisiones no lo supieran. Lo sustancial, por tanto, es que el informe Chilcot despoja a Blair, Bush, Aznar (no olvidemos a Barroso), Rumsfeld, Bremer y compañía del beneficio de la duda. Sus miles de páginas son eso: una negación de la inocencia por ignorancia o por buena fe o por idealismo o por estupidez. Los arquitectos de la guerra, sus ejecutores, sus voceros y sus propagandistas eran muchas cosas, pero no inocentes, ignorantes, bienintencionados, idealistas o estúpidos. Hicieron lo planeado, según sus intereses, sus ambiciones, su ideología, sus prejuicios, su catadura. Y, de hecho, algunas cosas (el fabuloso negocio de la posguerra) no les fueron tan mal. De ahí, tal vez, eso de "Creo que tomamos la decisión correcta y que el mundo es un lugar más seguro y mejor". Todo depende de cómo se defina lugar más seguro y mejor. Las finanzas de Tony Blair, engordadas como mediador, consultor y experto (?) en Oriente Próximo, sin duda son mejores y seguras que antes de la guerra. La pregunta, pues, es: si hicieron lo planeado, por qué planearon lo que hicieron.
El informe Chilcot arroja una luz estremecedora en el proceso británico de decisión y en la forma de hacer política de Blair (‘I will be with you, whatever’, esa frase). El ex primer ministro británico es un enigma indescifrable. ¿Qué le llevó a los brazos de Bush cuando probablemente Bush lo necesitaba más a él que al contrario? De gran esperanza de la política europea (¡Con lo guapo y firme e inteligente que aparece en la película The Queen!) Blair pasó a ser un político tóxico de dudosa moral y, tras el informe Chilcot, de sombrío futuro. Me temo que ni él ni el resto del trío de las Azores deben preocuparse mucho por la justicia internacional, como dice Ramón Lobo en La Haya sólo persiguen a presidentes africanos. Pero no por ello Blair debe de estar tranquilo. Porque a Bush igual no le importa demasiado en su rancho de Crawford, y Aznar no tiene pinta de que le cueste dormir por las noches, pero igual al británico lo que diga la historia sí le preocupa. Y el veredicto, en gran medida gracias al informe Chilcot, es demoledor. Chilcot ha dejado a Blair bajo los focos, desnudo, y balbuceando: ‘I will be with you, whatever’.
Igual que le sucedió a Aznar en Diwaniya, no habrá para ellos en la posteridad ni loor de multitudes, ni pétalos de rosas, ni desfiles triunfales ni niños a quien besar.
Solo el desprecio que se merecen los que lo perdieron todo: la dignidad y la decencia en el ejercicio del poder y, en última instancia, hasta el beneficio de la duda.
A partir de las seis de la mañana, la voz corrió entre la prensa española en los hoteles Palestina y Sheraton. La embajada nos levantaba de la cama con un secretismo pueril. Todos sabíamos lo que sucedía, pero entonces se llevaba lo de “las visitas sorpresa” por “motivos de seguridad”.
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Joan Cañete Bayle
Periodista y escritor. Redactor jefe de 'El Periódico de Catalunya'. Fue corresponsal en Oriente Medio basado en Jerusalén (2002-2006) y Washington DC (2006-2009). Su última novela publicada es ‘Parte de la felicidad que traes’ (Harper Collins).
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