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Soraya Sáenz de Santamaría es casi una política herbácea como su jefe. Sólo casi. Ha tratado de mantener la apariencia vegetal de una persona con pocas voluntades, obediente, amigable al estómago y nada amenazante. Pero su pelo, ya sea espumado y revuelto o bien aparejado, acaba siempre inflándose por los lados con un claro afán expansionista. Hay ínfulas leoninas que se esfuerza en disimular.
Su imagen desprende un aire modoso que da miedo. Tiene modulaciones faciales acogedoras que parecen una trampa. A veces, en su forma de mirar, sobrevuela una inseguridad pueril, una especie de vergüencilla. Es un gesto diseñado para desprevenir, para generar un clima de confianza estratégico. Siempre estratégico. Soraya ha debido de helar cantidad de sonrisas dentro del Partido Popular; sobre todo de esas menospreciativas y machistas que campan por Génova. No cuesta imaginar a Rafael Hernando en su despacho tartamudeando, sudando, arrepentido.
En general, posee una estructura breve y achatada. Tiene un instinto vigilante algo obsesivo que recuerda a los roedores. De tanto apretar los labios se le han quedado finos y distendidos.
Para entender al personaje Soraya bastaría con analizar la boca. Ahí se inicia la cadena, desde ahí se le comprimen los pómulos o se le avispan los ojos. Su sonrisa, por ejemplo, es un paréntesis de cierre tumbado boca abajo. Se nota que está ocultando algo y que eso le hace cierta gracia. Su discreción es tan intachable como legible. Recuerda a esas personas que, cuando guardan un secreto, disimulan mal a propósito para que se note el disimulo, aunque nunca lo largan porque, entonces, perderían el privilegio.
Esa mueca tiene una función política: desmoralizar al pueblo tras los consejos de Ministros, haciendo ver que el Gobierno puede apuñalar a las clases populares con una chispa muy chistosa bailándole en los ojos.
El estado natural de su cuerpo entraña cierta rigidez, a no ser que le pongan música. Pero, por defecto, sus discursos son cortos en movimientos físicos; sin embargo, desde que se inició en la agitación parlamentaria acalorando a María Teresa Fernández de la Vega, intentó ir colando alargamientos de brazos, colocaciones de manos, aperturas de dedos... Sus intervenciones sonaban como aprendidas de memoria y el objetivo de aquella parafernalia gestual era otorgarles un papagayeo ideológico que fingiera espontaneidad y, de paso, caldeara a sus votantes. Por lo demás, las tentativas de vacile o de ironía le quedaban a medio cuajar y provocaban más compasión que rabia, sobre todo, cuando agachaba el micrófono con chulería, relamiéndose. Toda España veía entonces cómo el aplauso de su bancada se le metía en la axila y le hacía cosquillas, y cómo ella se resistía a mostrarse feliz y orgullosa de sí misma.
No obstante, en el fondo, la vicepresidenta es una tecnócrata, una burócrata con una barbilla redondeada que no duda en levantar para exponer su poder. Sus aspiraciones ideológicas son las mismas que las de un notario antes de la hora del café, o sea, tomarse el café. En consecuencia, al jugueteo que se gastaba en el escaño rojo lo ha sucedido, de manera natural, un gusto por la frialdad y la reconvención. Sus facciones se han ido amoldando al ejercicio del poder y ahora se muestran despreciativas y hartas. Soraya recibe las preguntas de los periodistas con incomodidad, aprieta los dientes y alarma la nariz como si un borbotón de gases le subiera del estómago. Desde que asumió altas funciones da la impresión de que su respiración es de una única trayectoria, hacia adentro: no se la ve tirando aire o resoplando, se dedica solamente a acapararlo.
Aunque no mamó de la teta genovesa desde su adolescencia, ha desarrollado bien ciertos vicios del club. Trata a las leyes con una prodigalidad y una despreocupación dignas de las filas de su partido. Desde siempre, la derecha ha justificado sus privilegios fundamentándolos en un poder ultrahumano, o sea, en Dios; no obstante, por sentido práctico, acabó sustituyéndose al divino por el espíritu de la Constitución, que es igualmente prostituible. Soraya, muy previsora, se casó por lo civil. Siempre ha ido un paso por delante.
Soraya Sáenz de Santamaría es casi una política herbácea como su jefe. Sólo casi. Ha tratado de mantener la apariencia vegetal de una persona con pocas voluntades, obediente, amigable al estómago y nada amenazante. Pero su pelo, ya sea espumado y revuelto o bien aparejado, acaba siempre inflándose por...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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