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El régimen del 78, a día de hoy, tiene el aspecto de un tío sudado que acaba de secarse con una toalla. No se trata de falta de higiene o distinción, sino de la perpetuación de una serie de humedades viciadas por debajo de la piel que cada vez desbordan con mayor facilidad. En la nariz de ese hombre, por ejemplo, hay una sospecha de moqueo que nace de un atascamiento nasal de origen más moral que fisiológico. Ese tipo es Juan Luis Cebrián.
Porque Cebrián, cómo no, pretende que la democracia se le parezca. Conserva una barba ibarrense, unas orejas un poco Lissavetsky y, sobre todo, unas maneras y una facilidad para arrellanarse y hablar propias de un expresidente del Gobierno. Cuando se encuentra cómodo maneja las manos con la ponderación de un mecedor de buen coñac. Estos movimientos hedonistas lo hermanan con Felipe González y con cualquiera que se recueste en la proa de un yate de Franco.
El oficio periodístico no sabe bien en qué parte de su cara asentarse, quizás encaja en esa mirada un poco pícara en la que las gafas cumplen la función de redondear la malicia y hacerla pasar por ironía fina (algo muy útil para abrirse las puertas de la Academia). Sin embargo, sus cejas de pico fácil desbarajustan ese toque parcialmente reporteril. Son cejas óptimas para hacer pasar una amenaza por una mueca de condescendencia. Cejas de jefe de cortijo español. Cejas del que manda y punto.
Cebrián fue un devoto correligionario del colegio del Pilar. Tragaba obleas que sabían, ya entonces, un poco a Dios y otro poco a billete (las eucaristías pijas tienen siempre un puntito de adivinación). Soñó con tomar el camino sacerdotal en la juventud, al parecer, por un deseo irreprimible de pontificar y de que se le concediera la razón de manera instantánea, más por el hábito que por la calidad de sus argumentaciones. Y justo por esa misma razón se metió a director de periódico. Lo que más le gusta del periodismo es hablar del periodismo. Si hubiera optado por la santidad, hoy sería uno de esos cardenales que no paran de sobetearse el anillo.
En el periodismo progre y setentayochista, el método más eficaz para acariciarse el prestigio y convertirse en símbolo era quedarse en mangas de camisa. Pero esa pose no le queda natural al capitán de Prisa, al contrario, lo deja desmedrado y contrahecho, ya que su cuello, como el de todo aquel que gasta chófer desde siempre, se ha ido acortando por el reposo. El cuello se curte bien en los cambios de marchas, en los volantazos y en la necesidad de mantener la alerta en cada cruce, en definitiva, en las decisiones en las que te juegas la vida. A Cebrián, ese trabajo se lo hacen.
Es un señor que observa los últimos 40 años de historia y se guiña el ojo en el espejo del baño. Por algún motivo, imagino que, a veces, lo hace mientras mea. El orgullo de los padres de la patria funciona como un riñón, se queda sólo con cosas buenas como el haber fomentado el sentido crítico de los ciudadanos a pesar del miedo y del ruido de sables. No obstante, el resto, lo feo, se va por el desagüe: censuras viejas y nuevas, un ERE con el que purgar a periodistas, chanchullos petroleros... Y, claro, los ciudadanos deben permitirlo u olvidarlo, si no quieren ser unos desagradecidos. Porque cuando uno dedica los mejores años de su vida a enrosecer al rojerío o cuando uno ha llegado a sentarse en la mesa del club Bildelberg, lo mínimo que debe esperar es impunidad y que le celebren la codicia o, incluso, se la traduzcan, por ejemplo, como ‘visión de negocio’.
Pese a todo, Juan Luis Cebrián aún confía en estar a la altura de su sombra y, en consecuencia, se recrea en plácidas caídas de párpados al final de muchas frases. Se niega a aceptar que su etapa histórica esté desapareciendo y, por eso, a su boca rectilínea y conforme se van sumando, año a año, unos gramos de acritud. El jefazo no se rinde, todavía cree que puede detener el tiempo o reorientar la Historia, y dedica sus días a lanzar querellas y dictar editoriales. Así, a la desesperada.
El régimen del 78, a día de hoy, tiene el aspecto de un tío sudado que acaba de secarse con una toalla. No se trata de falta de higiene o distinción, sino de la perpetuación de una serie de humedades viciadas por debajo de la piel que cada vez desbordan con mayor facilidad. En la nariz de ese hombre, por ejemplo,...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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