Tribuna
Memorias en común u olvido excluyente
Respuesta al artículo de Nuria Alabao 'Guerras culturales en Cataluña: el 1714 contra el antifranquismo'
Jordi Graupera 17/08/2016
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“El país que no tenga leyendas
está condenado a morir de frío
pero el pueblo que no tenga mitos,
ese pueblo estaría ya muerto.”
Citado en
el documental Fuego bajo el agua,
dirigido por Nuria Alabao.
Tengo muy poco interés por la polémica sobre las estatuas franquistas en el Born. La exposición me pareció bien cuando supe de ella, y cuando voces y memorias diversas que vivieron el franquismo --a diferencia de Nuria Alabao o de un servidor-- expresaron su oposición a la exhibición de objetos franquistas en la vía pública, me pareció sensato escucharlas y ser sensible a su dolor. Hablamos de memoria, al fin y al cabo: qué es, si no dolor y política. Ésta es mi principal crítica a la gestión de la crisis por parte del Ayuntamiento: si quieres hablar de memoria, y los que la mantienen expresan dudas, escúchalas en lugar de enfrascarte en una campaña de contraargumentación. Si no, sólo estás mostrando “la capacidad de los poderes institucionales de imponer a la ciudad significados a partir de símbolos urbanos dibujados y redibujados a golpe de acontecimientos históricos”, por citar una frase del artículo de Alabao con el que quiero dialogar, aquí publicado el pasado 5 de agosto.
Lo que me interesa del debate es el deseo que últimamente expresa una parte del entorno ideológico de Nuria Alabao, que no sé cuán grande es. En ningún otro lugar lo he visto mejor desarrollado que en su ‘Guerras culturales en Cataluña: el 1714 contra el antifranquismo’. Esa supuesta “guerra cultural” es en realidad un proyecto político, no una descripción de la realidad. No existe el choque entre el 1714 y el 1939, y mucho menos de 1714 contra el antifranquismo. Existe, eso sí, una batalla entre el partido del gobierno municipal y los grupos de la oposición, que se traduce en polémicas y debates, a veces deformados y apresurados, como creo que es el caso. Y existe también una lucha de proyectos políticos: la independencia o la transformación de España. Pero resulta absurdo afirmar que el “nacionalismo catalán” rechaza el antifranquismo como memoria. Es de callejón del gato.
El objetivo del artículo de Alabao es un deseo mal disimulado: expulsar la memoria de la Guerra de Sucesión del espacio político compartido en Cataluña, como ya lo está de España, y hacer de la memoria antifranquista “progresista” (sic) la única memoria posible. Se ve, por ejemplo, cuando afirma que la explanada del Born, donde van a exponerse las estatuas, tiene un “significado particular para el nacionalismo catalán”. Es decir: es solo suyo, de los “nacionalistas”. De lo que se infiere que le parece bien exponerlas allí porque no significa nada particular para ella y los “suyos”. En fin: que hay que expulsar el Born del consenso. (Por eso en el artículo se enfatiza que el Centro Cultural del Born fue inaugurado por el alcalde convergente Xavier Trias, pero no se menciona que fue proyectado, presupuestado y construido por alcaldes socialistas con el apoyo de ICV, ambos hoy al mando de la ciudad, junto a Barcelona en Comú).
El principal problema de este deseo es que se trata de una boutade. Una de las consecuencias del franquismo fue precisamente la destrucción de la memoria, de las memorias de España. Basta mencionar la requisación de documentos, por no ponernos escabrosos. Recuperar una memoria antifascista implica necesariamente recuperar las memorias de sus gentes, sus memorias compartidas, los relatos que el fascismo quiso destruir, y en ningún caso aprovechar el trabajo de limpieza que hicieron los fascistas. La de 1714 es una de esas memorias, tanto por lo que significó para España como por las resistencias que engendró a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX, muchas de las cuales pertenecen en realidad a la tradición que Alabao reclama para sí.
Quizás el trabajo de borrar la memoria y caricaturizarla de “nacionalista” ha funcionado, y Alabao ya vive en el olvido. Por si acaso, vale la pena observar con detenimiento la foto que acompaña este artículo. Es del 11 de septiembre de 1937, en la pancarta pone: “1714-1936: De las Murallas a Atarazanas los héroes siguen cayendo por la libertad”. Pero incluso si no fuera su memoria, o precisamente si no lo fuera, más razón tendría para respetarla: las memorias a recuperar siempre son las de los demás, porque son las que ignoramos. Con todavía más inri si, como el partido que la señora Alabao defiende en su artículo dice sostener, uno cree que hay que avanzar hacia la plurinacionalidad. Si la nacionalidad es relato, como se desprende de su artículo, plurinacionalidad es pluralidad de relatos que dialogan y se respetan entre sí. Negar, ridiculizar o menospreciar el relato del otro, cuando este relato es democrático, es un signo de totalitarismo, y es la razón de fondo por la que Podemos y sus confluencias dicen ser más democráticos que los demás cuando se trata de lidiar con la diversidad nacional de España. Esa obsesión por la memoria unívoca está en el corazón de la voluntad de disolución del Estado unitario que simboliza hoy el independentismo. Ahí había un encuentro.
Fuera del olvido, la explanada del Born es de particular significado no para “los nacionalistas” sino para Barcelona, para Cataluña, para España, para Europa y para las colonias que dependían de los Estados europeos. Todo el poder se redistribuyó en los tratados de Utrecht y Rastatt que dieron fin en 1713 a la parte dinástica de la guerra, e inauguraron a partir de ese momento la parte de la guerra dedicada a la masacre civil e institucional como asunto interno. Spoiler: culminó en el nacimiento del Estado unitario español, todavía vigente en lo esencial. Lo raro no es que los barceloneses o los catalanes tengan en la guerra que terminó en 1714 el punto de fuga de su relato de la historia de España. Lo verdaderamente iluminador es que en España nadie más lo tenga, y en especial, que quien tiene un proyecto plurinacional en el carcaj no lo tenga como símbolo explicativo: marca el nacimiento del Estado moderno y unitario en España. Que se trata de una operación de olvido y sustitución, de exclusión al fin y al cabo, se resume en esta frase del artículo: “Los artífices del processisme… han defendido férreamente la interpretación de un conflicto dinástico del Antiguo Régimen.” Nadie que sepa algo de historia reduce uno de los conflictos europeos más determinantes del inicio de la modernidad a un “conflicto dinástico del Antiguo Régimen” si no quiere anegar su presencia. Es la terminología de Ciutadans.
Estos días he visionado documentales con participación de Nuria Alabo en defensa del relato del chavismo entre los que destaca Fuego bajo el agua: geografías de la política, que codirigió. Calma: no voy a lanzar un argumento ad Veneuzuelam. Es un buen documental que habla del barrio “23 de Enero” de la capital venezolana. Es un barrio moderno y racionalista construido por la dictadura de Pérez Jiménez y tomado por el pueblo en la revuelta de esa fecha, en 1958. Es la revuelta que dio luz a la Cuarta República de Venezuela, la anterior a la actual, llamada oficialmente la República Bolivariana de Venezuela, en honor al libertador Simón Bolívar, nacido en 1783. ¿Verdad que nadie diría hoy que lo que ocurrió con la conquista de América del Sur fue un conflicto menor, una lucha de tiranos de un continente contra otro, un capricho de dinastías o una cosa a olvidar? ¿No se negó Ada Colau a participar de los fastos del 12 de octubre por ser la celebración de un genocidio? ¿No se recuerda en América como algo propio --obviando que los Estados creados allá los lideraron descendientes de genocidas, y que nuestros tatarabuelos que se quedaron en Europa no tuvieron la oportunidad física de matar a las poblaciones autóctonas? Ésta es la razón por la que aquélla es una memoria aceptable y la catalana no: porque en una, el proyecto político es aceptable para Alabao, mientras que de la otra es necesario decir que es nacionalista o burguesa para poder construir un proyecto político sin tocar el fondo del Estado. De otro modo no se explica, puesto que le sería sencillo hacer una lectura propia del 11 de septiembre. Está todo allí.
Ejemplos: en uno de los acuerdos de Utrecht, Felipe V cede por primera vez a una empresa británica un “asiento de negros,” esto es: la potestad de traficar con esclavos africanos en su América a cambio del reconocimiento de Felipe como rey. La South Sea Company abrió oficina en Caracas. Da para un documental. Otro: la Ribera pre-borbónica es el barrio popular, combativo, antipoder. Sus habitantes, desahuciados tras el derrumbe de sus casas (los supervivientes, se entiende), acamparon en la playa, puro barraquismo, a la espera del nuevo barrio (racionalista) que les tenía que dar cobijo: ese barrio es hoy la Barceloneta. Pero sus casas, su Parroquia 23 de Enero, nunca llegó: porque perdieron. Se las quedaron otros, adictos al nuevo régimen. Más: en el documental de Alabao, la voz narradora sostiene que las grandes avenidas que envuelven la Parroquia 23 de Enero debían facilitar el transporte de tropas para el control militar del “pueblo.” Exactamente igual que la construcción de las murallas alrededor de Barcelona tras la derrota fue pensada para contener y no proteger. O la edificación de la Ciudadela militar, y la explanada que debía dar aire a sus defensas, que supuso el derrumbe del Born. O igual que un siglo y medio más tarde, la construcción de las calles del Eixample, así, tan rectas, respondía, entre otras modas, a facilitar el control militar. Dime si eso no es una geografía de la política. Es contra crueldades concretas que nacen las ideas de justicia universales, sin las unas se vacían las otras. Esa misma memoria que Alabao rescata para las clases populares de Caracas podría rescatarla para las catalanas y por los mismos motivos, pero eso obligaría a poner en cuestión los fundamentos del Estado unitario y compacto que España se empeña en ser, cuestionarlo de verdad, incomodar de verdad, y podría llevarla a su momento fundacional: año 1714.
El círculo del deseo se cierra con la frase: “La manera en la que se ha producido este debate marca un antes y un después, porque por primera vez en Cataluña se ha roto la unidad del discurso antifranquista que desde la Transición había sido instrumento de construcción nacional compartido.” Aparte de lo raruno que es que de repente una candidata de CSQP en el Parlament, y miembro de la Fundación de los Comunes, reivindique los consensos de la transición de 1978, el argumento de fondo es un esperpento. Nadie en el independentismo ha renunciado al discurso antifranquista: es imposible. Forma parte de su razón de ser. Su relato parte de cómo después del franquismo, el sueño de la transición, al que el grueso del catalanismo fue leal como lo fue a los sucesivos reformismos en sus 150 años de historia oficial, se ha truncado y ha derivado hacia el mismo centralismo de todo el período moderno. Con la diferencia que ahora el ejército ya no puede hacer lo que empezó haciendo en 1713 y no dejó de hacer hasta el 23 de febrero de 1981, pasando por el artículo 8 de la Constitución. El consenso. Lo que quizás esté pasando es que una parte del mundo de Podemos y sus confluencias ha decidio renunciar a la crítica de ese Estado unitario nacido de 1714. Que ha resuelto salir del consenso que llevaba a sus padres y abuelos a las manifestaciones del Onze de Setembre con alegres banderas del PSUC, en 1977 y en la República, como en la foto, con el negro y el rojo. Quizás el mundo que suscribe las tesis de Alabao haya visto que no puede reformar este Estado compacto, como prometía. Y calcula que le sale más a cuenta negar el conflicto y mitificar, como un vulgar nacionalismo, la lucha progresista del bando republicano de la Guerra Civil. Esto no es un consenso, esto es tirarse piropos gratis mientras se orquesta una operación de desmemoria para conseguir una hegemonía política: ¡Y en una comunidad autónoma intervenida, nada menos!
A ratos, el artículo parece escrito por alguien que ve la historia de España y de Cataluña desde fuera; quizás alguien moderadamente culto proveniente de un país europeo que no participara de esa guerra: a lo mejor Italia, a pesar de que fue en esa guerra que terminó el control sobre Nápoles que había empezado con la Corona de Aragón cinco siglos atrás, a lo mejor Portugal o Grecia. Todos los demás poderes europeos más o menos estuvieron implicados o sufrieron sus consecuencias. Parecería alguien que proyecta su nacionalismo de Estado a la historia de España. Por ejemplo, cuando Alabao dice de los independentistas que “se han deshecho del antifranquismo como mito común –el antifascismo es un mito fundador para muchas democracias europeas–”, proyecta el olvido que, por ejemplo, Italia y Francia impusieron sobre su connivencia y entusiasmo con el fascismo, olvido con el que colaboraron los comunistas y los “resistentes” que no fueron desarmados a la fuerza, creando así un mito fundacional netamente nacionalista, basado en no preguntar, y marcharse a casa silbando o a lamerse los traumas, como explica magistralmente Tony Judt en su Postwar.
Es exactamente el tipo de nacionalismo de Estado que defiende y promueve Ciutadans para España: la abstracción de la persona y sus afectos concretos en el ciudadano del Estado, el olvido de los “bandos”. Es ésta la falacia totalitaria contra la que luchan muchas izquierdas contemporáneas, desde Black Lives Matter hasta la última oleada del feminismo transcultural y transgénero. Es lo que activistas afroamericanos y latinos, o grupos feministas, le han reprochado a Bernie Sanders: no basta con hablar de condiciones materiales. La cultura, la memoria, la comunidad, las identidades, existen y causan políticas discriminatorias. Diría que no es ajeno a las izquierdas suramericanas. Ciutadans puede hacer este gesto vacío en el aire porque el mito fundacional de España no es el antifascismo. El mito fundacional de la democracia constitucional española es el olvido. El olvido contra el que el 15M dijo nacer. El olvido contra el que la nueva España de Podemos dijo luchar. El olvido que debía ser curado por la fraternidad. El olvido de toda la sangre que se ha derramado para mantener el estado unitario. El olvido contra el que quien defiende el derecho a la autodeterminación sigue levantado, que serán ya solo los independentistas si triunfan en Podemos y sus confluencias las tesis de Alabao.
Dice Alabao que “al fin y al cabo, a una parte del nacionalismo catalán le incomoda la memoria antifranquista y republicana, que no deja de ser una memoria que se comparte con el resto del Estado español y que muchas veces tiene una interpretación también en clave progresista”. Al nacionalismo catalán nunca le ha incomodado compartir cosas con el resto de España. Esta ha sido su razón de ser. Si algo ha querido olvidar el catalanismo son los momentos de clara ruptura, como el de 1810-14, o los poco estudiados años posteriores a la muerte de Fernando VII, de 1833 hasta la consolidación del gobierno liberal en 1840, durante la primera guerra carlista, llenos de pronunciamientos extraños, de contenido separatista y obrero, contra los que el mundo de los titanes industriales y el mismísimo Jaime Balmes advirtieron explícitamente. Así nació el regionalismo de derechas. Y es también la razón por la que existe un muy extendido franquismo sociológico en la Cataluña de la segunda mitad del siglo XX. Éste sí es un tema interesante a debatir, que pondría a muchos contra sus propios mitos fundacionales, incluida una parte del catalanismo, con su españolismo calculado y refractario, y la eternización buenista del independentismo que no enmienda esas raíces. Quizás también explicaría la frontera electoral compartida entre PSC, ECP y C’s. A lo mejor hasta pondría sobre la mesa todas la violencias, también la de la retaguardia, como pidió Pasqual Maragall que se hiciera, en un ejercicio de memorias no excluyentes, fuera de las fantasías de hegemonía cultural. Pero la idea de que el independentismo tiene aversión al antifranquismo porque es español y de izquierdas, si pasa de mero prejuicio es porque es un deseo.
La discusión sobre la exposición, si debe ser sobre la memoria, solo puede tener como base común el antifranquismo de los dos bandos de esta supuesta guerra cultural. Que se quiera encender una discusión en base a 1714 vs antifranquismo solo indica que hay una parte que no acepta la existencia de esa memoria plural. Y si Alabao se lo puede permitir es porque detenta una hegemonía que no es social, sino nacional. Una asimetría que parte de la institucionalización banal de una memoria y de las consecuencias de la destrucción de cientos de memorias particulares y su historia colectiva. El historiador Josep Fontana siempre dice que la independencia es difícil porque España tiene la Guardia Civil, el Ejército y la OTAN. Ésta es la misma fuerza con la que cuenta Alabao para borrar la memoria de 1714, y las sucesivas resistencias que engendró. Es triste decirlo, pero más triste es olvidarlo.
El espacio del Born puede perfectamente ser un espacio para debatir y reflexionar sobre la memoria y la historia. No es necesario que todo lo que en él se explique tenga que ver con el siglo XVIII. Puede perfectamente ser un centro dedicado a reflexionar sobre la crueldad de nuestro pasado, el del continente europeo entero y, sin exclusiones de ningún tipo, a proponer maneras de paliar esa crueldad en el presente, sin necesidad de que nadie compre la hegemonía cultural de nadie. A la vez, desaprovechar la oportunidad de contar la historia de Barcelona, su relación con esa crueldad atávica de Europa y España y Cataluña --frente al relato buenista de los valores continentales, el relato mitológico de la lucha progresista compartida, o la fantasía del pactismo pacífico local--, solo es explicable desde la voluntad de excluir la memoria de los adversarios por un puñado de cargos.
Se trata de escuchar, de escuchar la memoria política que vertebra el debate del país, de escuchar el dolor de quienes vivieron el franquismo --no sólo el de quienes nos dan la razón--, de escuchar también las piedras, el hierro, los nombres de las calles, su orden y su desorden. Vuelvo al principio: es imposible saber cuán grande es el sector que desea la guerra cultural que cita el artículo de Alabao. No creo que exista entre los votantes y las bases de En Comú, ni entre gran parte de la dirección que lidera el Ayuntamiento, una voluntad explícita de borrar las memorias del 11S del imaginario político. No encajaría con el pasado de Colau, Asens o Pisarello, ni con la trayectoria académica de Domènech. Pero yo qué sé: hoy, si un europeo cualquiera entra en el Born no entenderá nada, porque el consistorio decidió retirar la exposición que lo contextualizaba y apenas ha dejado a cambio unos paneles panolis. Que nadie pueda decir que este silencio particular era el objetivo desde el principio.
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Jordi Graupera es profesor adjunto de Filosofía Política y Social en la Universidad de Nueva York.
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Jordi Graupera
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