Robin Yassin-Kassab y Leila Al-Shami / Autores de ‘Burning Country: Syrians in Revolution and War’
“ISIS es un síntoma de la tierra quemada de Assad”
Álvaro Guzmán Bastida 17/08/2016
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Antes del horror provocado por Daesh, antes de los bombardeos, antes del drama de los refugiados (y de la vergüenza de quienes les niegan asilo) hubo una revolución siria. Es difícil recordarlo. La lucha— en gran medida secular, no sectaria y en favor de una democracia política y económica –se ha desvanecido de las discusiones públicas y de los focos mediáticos. Todo se centra ahora en la migración y el yihadismo. Y esto, argumentan Robin Yassin-Kassab y Leila Al-Shami, es precisamente lo que quieren las fuerzas contrarrevolucionarias: el Estado Islámico y el régimen de Assad. Ella usa seudónimo y prefiere no ser fotografiada por miedo a represalias para su familia en Siria.
En su libro Burning Country: Syrians in Revolution and War, Yassin-Kassab y Al-Shami ofrecen un exhaustivo relato de la revolución, desde su origen en 2011 hasta el presente, compuesto por una serie de historias orales que cubren casi todo el espectro de la incipiente sociedad civil siria. Hartos de análisis equidistantes que sitúan los crímenes del régimen sirio como un mal necesario para atajar la amenaza del ISIS, y exasperados ante la falta de rigor de gran parte de la cobertura periodística sobre Siria, Al-Shami y Yassin-Kassab se propusieron hablar directamente con los protagonistas para Burning Country. El resultado es, a partes iguales, una oda al pueblo sirio, que sueña con la libertad, y un grito descarnado de socorro del mismo pueblo, que se desangra entre ataques químicos de su propio gobierno y decapitaciones de Daesh. En conversación con CTXT en un café del sur de Manhattan, Yassin-Kassab y Al-Shami repasan las causas últimas del levantamiento de 2011, la feroz represión que le sucedió, la entrada de yihadistas y potencias extranjeras en el conflicto y qué se pudo haber hecho (y todavía se puede hacer) desde Occidente para apoyar a lo que queda de la lucha revolucionaria.
Se cuenta en Burning Country que hasta 2011, un ‘muro del miedo’ atenazaba a los sirios. Dicho muro, explica Leila Al-Shami, se cimentó en 1963, cuando el partido Baaz alcanzó el poder por medio de un golpe de Estado militar. Lo continuó erigiendo tras su llegada al poder en 1970 Hafez al-Assad, padre del actual presidente, que desarrolló un Estado policial totalitario inmisericorde con todo asomo de disidencia política. A Assad padre sólo se le resistieron los Hermanos Musulmanes, que organizaron un levantamiento armado en Hama en el año 82. El ejército sitió primero y arrasó después el centro histórico de esta ciudad, llevándose por delante entre 10.000 y 40.000 vidas. “Aquello generó un trauma”, apunta Al-Shami. “Los sirios dejaron de oponerse al régimen de forma organizada. No existía una sociedad civil independiente ni activa”.
Pan y libertad
Todo eso cambió en 2011. “Hacía falta una nueva generación que no tuviera recuerdo directo de los horrores de los setenta y ochenta”, explica Robin Yassin-Kassab, novelista, ensayista experto en la geopolítica del mundo árabe y coeditor de la revista Pulse. Yassin-Kassab señala otro factor importante: la Primavera Árabe. “De repente, cuando los sirios vieron a gente que hablaba la misma lengua y tenía más o menos el mismo aspecto que ellos, en Túnez, Egipto, Libia, Yemen y Bahrein, saliendo a la calle y protestando, pensaron ‘Bueno, ¿y por qué no lo hacemos nosotros también?’”
Las primeras manifestaciones en 2011, cuenta Al-Shami, fueron algo difusas y decididamente reformistas. Quienes salieron a las calles reclamaban libertad, pero también justicia social y económica, algo a lo que, lamenta, la prensa internacional apenas hizo caso. “Fue una reivindicación clave desde el principio; una respuesta a las políticas económicas neoliberales del régimen cuando pasó, bajo Hafez al-Assad, de ser un régimen supuestamente socialista a poner en práctica políticas económicas neoliberales, que se aceleraron con Bashar”. Bajo el mandato de este último, explica, se desarrolló una forma de capitalismo colonial especialmente corrupto, que acumuló la riqueza en las manos de la familia Assad y los leales al régimen, mientras el tejido social que protegía al pueblo de la exclusión se desmadejaba. “Se eliminaron subsidios de los que la gente dependía, como el de los alimentos y el de la gasolina”, ahonda. “La gente ya no podía llevar comida a la mesa. Mucha gente tenía dos o tres trabajos sólo para sobrevivir”. La llegada de una formidable sequía, mal gestionada a causa de la corrupción, terminó por precipitar la insurrección. “Cuando la revolución estalla, lo hace en las zonas desfavorecidas y en los barrios de clase trabajadora”, culmina Al-Shami.
De la represión sistemática a la Revolución
El régimen respondió con una fuerza implacable. No tardó en situar a francotiradores en los tejados de la plazas principales, para evitar a balazos que Siria tuviera su ‘momento plaza Tahrir’. “Desde las primeras protestas en Daraa, las fuerzas de seguridad disparaban a la gente en la calle”, cuenta Al-Shami. “En los vídeos y fotos del momento, se puede ver cómo había manifestaciones donde la gente portaba flores para demostrar que eran pacíficos. Aun así, fueron tiroteados en las calles”.
Poco a poco, alimentadas por el rechazo a la fuerte represión gubernamental, las protestas localizadas se fueron extendiendo por el país, al tiempo que sus demandas se tornaban más ambiciosas. Lo que había comenzado como una serie de marchas reclamando la liberación de presos políticos o mayor participación institucional, se tornó, en poco tiempo, en una insurrección popular en todo el país reclamando la caída del régimen. Assad no se echó atrás. “En dos o tres meses, estaba utilizando artillería militar y misiles scud , diseñados para la guerra intercontinental, contra barrios de civiles”, señala Al-Shami.
¿Fue un error de cálculo por parte del régimen elevar el tono de la represión, y con él el descontento de su pueblo? En absoluto, opina Yassin-Kassab. “El régimen quería una guerra”, dice de forma algo efectista. Cuestionado sobre qué llevaría a un gobierno con todo que perder a provocar una guerra en su propio territorio, añade: “Sabían que no podrían sobrevivir a un movimiento reformista, y pensaron que sí que podían sobrevivir a una guerra. Si la protesta pacífica hubiera dado lugar a un verdadero proceso de reforma, una cosa habría llevado a la otra, y en el mejor escenario para el régimen, habrían acabado en prisión, despojados de su riqueza robada”.
Además, señala, Bashar al-Assad no hacía sino seguir la tradición familiar, leyendo del manual de instrucciones escrito con la sangre de los rebeldes del 82 que le dejó en herencia su padre. Las instrucciones de padre a hijo fueron, apunta Yassin-Kassab, sencillas: “Radicalizas el movimiento de protesta reprimiéndolo con extrema violencia y terror hasta que consigas que unos islamistas tomen las armas. Esto asustará a las minorías religiosas para que obedezcan. Asustará a la comunidad internacional para que tolere cualquier violencia que utilices. Luego puedes atacar y dar ejemplo en un sitio como Hama. Puedes matar a cientos de personas. Asustarás a la gente para que permanezca en silencio durante mucho tiempo”.
Divide y vencerás
La represión de las protestas tuvo cierta lógica operativa, tan vieja como Felipe de Macedonia: “En las zonas burguesas y aquellas con una proporción alta de minorías religiosas tendieron a usar puños, porras y gas lacrimógeno”, cuenta Yassin-Kassab. “En las zonas de clase trabajadora y suníes tendieron a abrir fuego desde el primer momento, con munición real. Había, de hecho, en el tratamiento de los manifestantes en diferentes áreas, una especie de táctica de ‘divide y vencerás’”, sentencia. Así, explica, Assad logró dividir a la oposición en torno a fallas sectarias, étnicas y de clase. “Probablemente la división por sectas fue la más exitosa”, añade, al tiempo que recuerda la importancia para el régimen de la lealtad de la minoría alauí, que apenas supera el 10% de la población y cuenta, sin embargo, con entre el 80 y el 90% de oficiales en el ejército.
En 2011, continúa Yassin-Kassab, mientras el régimen arrestaba a manifestantes pacíficos, liberó a 1.500 yihadistas de la cárcel. Se trataba de combatientes salafistas que habían luchado en Iraq después de la invasión de 2003. “Fue un acto deliberado, pensado para crear una oposición islamista violenta y lograr así amedrentar a potencias extranjeras y, sobre todo, a los alauíes”, señala. Pocos meses después, en el verano de 2012, se produjo una serie de masacres sectarias en la zona situada entre Homs y Hama, donde los pueblos suníes y alauíes se hallan muy próximos entre sí. La violencia sectaria fue descarnada y repentina, cuenta Yassin-Kassab. “Después paró. ¿Por qué paró? Porque habían conseguido lo que querían. No fue violencia espontánea entre las comunidades. Fue organizada. Las víctimas fueron los civiles suníes, mujeres y niños a los que se les cortó el cuello”. Pero el objetivo, señala, era una vez más la comunidad alauí. “Cuando vieron a un suní enrabietado en YouTube diciendo: ‘Venís y matáis a nuestros niños. Nosotros iremos y mataremos a vuestros putos niños’, entonces para los alauíes se vuelve algo tribal, una cuestión de supervivencia: ‘No tenemos otra opción que apoyar al régimen’”, concluye.
La soledad del pueblo sirio
Yassin-Kassab pierde la paciencia cuando se menciona la cobertura mediática del conflicto sirio. Los analistas de la prensa internacional, arguye, pecan de haberse acercado a la revolución siria “con sus grandes ideas preconcebidas. Piensan que es una cuestión de suníes y chiíes cuando no es así. Asumen, en contra de toda evidencia, que hay un plan secreto americano o israelí para conseguir un cambio de régimen”. Yassin-Kassab es aún más inmisericorde con “la izquierda y sus teorías de la conspiración”. Y es que, añade, “después de cinco años, resulta muy obvio que ni Estados Unidos ni Israel quieren que el régimen sirio desaparezca”. Estados Unidos, insiste, no ha prestado ningún apoyo más allá del retórico a los rebeldes sirios, llegando incluso a vetar a otros países que querían enviarles armas. “Durante años, lo único que recibía el Ejército Libre de Siria (ELS) de los Estados Unidos eran comidas precocinadas y gafas de visión nocturna. El ELS no quería comidas precocinadas. Quería armamento antiaéreo pesado para proteger a sus comunidades de los bombardeos”.
Al negar el acceso a armas de los rebeldes asediados por su propio gobierno, Occidente abrió el paso a los yihadistas internacionales. Y al dejar hacer al régimen, permitió la entrada en el conflicto de otras potencias extranjeras, que acudieron al rescate de Assad y a defender sus propios intereses. “Después del ataque con gas sarín en agosto de 2013, la cuestión era: ‘¿intervendrá América?’ Pues bien, no intervino. En ese momento, dejó Siria en manos de otros imperialismos salvajes, sobre todo Rusia e Irán”.
Yassin-Kassab se muestra ambivalente respecto de los recientes bombardeos localizados contra Daesh. “Por un lado, están ayudando a reducir el territorio controlado por ISIS,” apunta. “Pero también alimentan el relato de ISIS y la política identitaria suní, porque muchos sirios a los que no les gusta ISIS se preguntan, ‘¿Por qué ha venido esta gente a bombardear el síntoma y no la causa?’ ISIS es un síntoma de la política de tierra quemada de Assad”.
Una ‘alternativa genuina’
Con tanto en contra, resulta extraordinario que los rebeldes hayan logrado articular sociedades funcionales y en cierta medida ejemplares. En Burning Country las páginas de la esperanza son las dedicadas a los más de 400 consejos locales y provinciales, elegidos de manera democrática para gobernar los territorios ‘liberados’ del control del régimen y los yihadistas. “Se está construyendo una alternativa genuina”, señala Al-Shami. “Si no fuera por estas comunidades democráticas autogestionadas, no habría vida alguna en esas zonas destrozadas por la guerra. Todos habrían tenido que huir o morir. Si hay reparto de comida, servicios médicos, educación, medios de comunicación independientes, recogida de basuras, es gracias a estos consejos democráticamente elegidos”. Esto, apostilla Yassin-Kassab, “es importantísimo porque sucede en una parte del mundo donde la democracia ha estado prohibida durante medio siglo”. Aun así, lamenta, es algo que la mayor parte del mundo ignora. “Muchos periodistas que han escrito cientos de piezas sobre Siria no han mencionado nunca a esta gente, que es mucho más representativa de la población siria que ISIS, por ejemplo. Es una auténtica tragedia”.
En busca de aliados
¿Cuál era, pues, la alternativa para Occidente? Resulta difícil defender la intervención militar tras fiascos como el de Iraq. Al-Shami no se hace ilusiones: “No espero que el apoyo a las luchas revolucionarias populares venga de los Estados,” apunta, añadiendo que incluso aquellos gobiernos que “afirman apoyar a la oposición” lo hacen por sus propios intereses. “Lo que ha sido muy triste es ver cómo la revolución siria está siendo abandonada por la gente, especialmente por la izquierda, de la cual esperábamos apoyo. La izquierda está mucho más interesada en el ajedrez geopolítico entre Estados y centra su análisis en ellos, en vez de enfocarlo a la lucha de clases interna o a los movimientos populares sobre el terreno que están luchando por la libertad, la democracia y la justicia social”, concluye.
Yassin-Kassab difiere, y reclama la intervención de Estados extranjeros, que señala debían haber armado a los rebeldes en 2012. ¿Qué hacer ahora, tras cinco años de guerra abierta, con intervención de Rusia e Irán y un Estado Islámico afianzado? “Habría que abastecer a los rebeldes de armamento antiaéreo de calidad con el que disparar a los aviones que les bombardeen, sean rusos o del régimen,” señala. “Si no quieren hacer eso, los propios Estados extranjeros deberían establecer una zona de exclusión aérea”.
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Álvaro Guzmán Bastida
Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.
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