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Vargas Llosa es un busto prematuro. Ha demostrado que la genialidad puede petrificar. Cuando destaparon su escultura de la puerta de la Biblioteca Nacional del Perú, él la miró, extasiado, y por un momento no se supo bien qué boca de las dos iba a empezar a hablar. A pesar de la edad y de las flacideces lógicas, se ha dado cierta compactación en su aspecto: un feliz curtimiento arbóreo que lo bloquea y apenas le da oportunidad de explorar nuevas gestualidades.
La onda perpetua de su pelo se ha ido elevando y adquiriendo artificiosidad. Hace unos cuantos años había un matorral que mantenía un orden natural, apenas obsesivo. Pero con el tiempo ha perdido su espontaneidad y se ha radiografiado a sí mismo, de forma que se detectan en él los surcos de las púas del peine. Se ve a las claras la herramienta o, como diría Marsé, la carpintería.
La boca conejil no ha desaparecido del todo, mantiene unos dientes grandes y pueriles que aún muestran picardía de tanto en tanto, y eso es una garantía literaria. Por otro lado, la dentadura necesita mucho labio para cubrirse, por eso, cuando cierra la boca del todo parece molesto, incómodo.
Su sobrelabio no ha echado de menos el bigote que se dejó en su juventud. Nunca hubo una convicción profunda en ese trocito de pelo. Nunca fue un mostacho denso de escritor comunista y latinoamericano, sino un remedo anglosajón. Era ya una solución liberal a su temperamento revolucionario.
Hay unas regiones de su rostro que han tenido más que ver en su narrativa que otras. Si el personaje social de Vargas Llosa se desarrolla en su boca, su literatura se ubica en el conjunto cejas-ojos. En sus mejores años, éste era el centro gravitacional de su cara. Sus cejas querían ser una sola, había una tentación de enlazamiento y parecía imposible que no se juntaran creando una ceja turbulenta e inescrutable, pero siempre mantenían una sintaxis independiente y ordenada. Su mirada, en consecuencia, era un tachón violento e inamovible. Apretaba el ceño incluso al sonreír. En esa zona gravitaba algo indefinible: no se sabe si rencor, enfado o restos de concentración lectora. Sea como sea, esa mirada le permitía captar los matices más microscópicos de la vida.
Visto en fotografías (ya sean de posado o al azar) no se afirmaría que está muy satisfecho de sí mismo; en cambio, en movimiento sí se le percibe un contento y una placidez importantes. Dicho de otra forma, en foto sigue pareciendo un escritor, pero en vídeo se asemeja más a un diplomático honorífico. Como se sabe, la diferencia entre un político (parlamentario) y un diplomático reside en que el primero se pasa la vida defendiéndose y atacando mientras que el segundo puede dedicarse a explicar e iluminar al auditorio.
No en vano, ha elogiado a lo más granado de la caspa política. Calificó a Esperanza Aguirre como la Juana de Arco del liberalismo como si no fuera ella la que va prendiendo hogueras para otros. Y se ha rodeado de gente que habría aplaudido con las gónadas aquella quema de libros que organizaron (se dice) con su primera novela en el patio del colegio militar.
A pesar del afán estatuario del personaje Vargas Llosa, su voz es aguda y melindrosa: posee una textura que recuerda al viejo Octavio Paz. A esa voz le corresponde, justamente, una cara como la del mexicano: más mecida, de cuello más débil.
Cruza las piernas como un aristócrata y habla replegando la barbilla, empujándose a sí mismo hacia detrás. Cabría especular que, con ese movimiento, intenta darse la razón a sí mismo, si no fuera porque la razón se la dan siempre de antemano. Quizás, la explicación de ese gesto esté en su obsesión creativa: es tremendamente celoso de sus palabras y no quiere que se alejen mucho de él, acaso le da miedo que se le escape sin querer alguna frase que pueda germinar en una nueva novela.
Vargas Llosa es un busto prematuro. Ha demostrado que la genialidad puede petrificar. Cuando destaparon su escultura de la puerta de la Biblioteca Nacional del Perú, él la miró, extasiado, y por un momento no se supo bien qué boca de las dos iba a empezar a hablar. A pesar de la edad y de las flacideces...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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