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Juan Carlos Navarro.
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Un jugador vestido de blaugrana se acerca a toda la velocidad hasta la canasta contraria. De repente coge el balón con ambas manos, da un par de pasos, y lanza. Hacia el cielo, a juzgar por la parábola a la que apunta la bola.
A principios de los años 90 Tomás Jofresa era una auténtica estrella en aquel Juventut de Badalona, el que llegó a ser Campeón de Europa gracias a un triple de un americano gordo y con cara avejentada llamado Corny Thompson. En ese equipo Tomás era el nervio, la chispa, el base alocado y genial a quien se recurre para ganar partidos imposibles. Esa última bala que a veces sale bien y otras, muchas, mal. Exactamente lo contrario de su hermano Rafa, más pausado, más cerebral. Pero Tomás no, Tomás era juvenil, era exuberante, tenía la actitud, tenía la imagen. Las muchachas forraban las carpetas con sus fotos, cuando en las carpetas entraban más deportes que el fútbol. Era guapo, sonrisa pícara, pose moderna. Y lanzaba los triples de una manera endemoniada, una que ponía de los nervios a Pedro Barthe, quien gritaba impotente cuando el balón alcanzaba tal altura que se salía de la toma televisiva. Claro que Pedro Barthe, en ciertos momentos, se ponía de los nervios muy fácilmente, bendito sea. En esos arcos ojivales recién sacados del gótico que dibujaban los lanzamientos de Tomás Jofresa es posible ver un antecedente de las bombas.
El balón sube, sube, sigue subiendo. Casi en vertical. ¿Cuántas operaciones matemáticas hacen falta para averiguar dónde va a caer? Muchas. Ninguna. Basta con mirar a Navarro.
Juan Carlos Navarro se divierte en la selección júnior, esa que gana el Mundial en Lisboa a los Estados Unidos. Curiosamente de aquella final acabaron jugando en la NBA casi más españoles que americanos. Y allí Navarro disfruta, compite con una sonrisa en el rostro, que es lo que ha hecho siempre, aunque a veces se le olvide exteriorizarlo. Es el amo del lugar, escoltado por un base fantasioso y rompedor llamado Raül López. Pero el máximo anotador aquella noche portuguesa fue Navarro. Nada menos que 27 puntos. Una veintena menos metió un chavalín pálido y larguirucho que parece aún por hacer. Íntimo de Juan Carlos, con quien jugará en el Barcelona después de compartir categorías inferiores. Se llama Pau Gasol.
Desde que Navarro ha soltado el balón se han producido siete elecciones generales, han claudicado tres movimientos literarios y un belga volvió a ganar el Tour de Francia. La pelota continúa ascendiendo, nadie alcanza a verla, ha salido de nuestro campo de visión, de la misma cancha. La pelota es, ahora, solo un recuerdo etéreo de lo que pudimos ser y no somos.
Juan Carlos Navarro hubo de mirarse un día al espejo y ser sincero consigo mismo. Tío, eres bajito, bueno, bajito no, pero para el baloncesto sí. Y no tienes apenas músculos, no te engañes. Y rápido… bueno, está bien, pero los hay más veloces. Eres hábil, pero no un filigranero. Así que tú verás qué haces con tu vida, porque en este juego se te comen por todos los lados. Eso pudo decirse, quizá. Y actuó. Por de pronto empezó a jugar con la cabeza antes que con las manos, en lugar de hacerlo al revés, que es lo habitual hoy en día. Depuró su tiro. Pasó una temporada en la Antártida para traerse hielo en las venas y convertirse en el jugador más fiable de los minutos calientes. El que nunca falla. ¿Nos estamos jugando la vida? Se la das a Navarro. A la Bomba.
Mientras la pelota está suspendida en el aire los jugadores charlan entre sí, se preguntan por sus familias, un par de ellos, especialmente amigables, han pedido sendos cafés en el bar del Palau. Que no te engañe el reloj… lo que parecen segundos son años. Vidas.
Porque Navarro tuvo que inventarse algo nuevo. Con lo que me gusta penetrar a canasta, y los gorros que me llevo. Cómo podría evitarlo. Algo parecido se planteó, desde su altura, desde su forma de entender el juego, Lewis Alcindor treinta años antes. Él patentó un gancho infalible, uno que salía de su mano derecha mientras estaba suspendido en el aire. Pero Navarro no puede hacer eso, no puede volar, detener el tiempo mientras sus pies se alejan de la tierra. No. Así que decide introducir una pequeña variación. Será el balón quien flote de forma agónica, sacándole la lengua a las leyes de la física. Si yo no lo logro él lo logrará. Surge así un tiro poco ortodoxo que trae de cabeza a entrenadores y defensores desde la primera vez en que lo sufren.
Parece que ni siquiera gira. La pelota, digo, en el aire. A Navarro le gusta ver a cámara lenta esos tiros suyos tan inverosímiles, por lo que tienen de magia. De imposible. De, quizá, inexistentes. Si hay que ganar un partido apunta, arma el brazo y clava la canasta. Se llama rutina. Pero lo otro, lo que todos llaman “bomba”…bueno, eso es un placer muy diferente. Uno que tiene relación con el lapso que transcurre entre sus dedos y la canasta. Tan grande que a cualquier persona la daría tiempo a afeitarse antes de que todo termine.
Y es que luego está la barba. Porque la barba de Navarro no tiene ese toque hipstérico-amish que posee la de Sergio Rodríguez. Tampoco está arregladita, ni tiene el tono levemente amenazador, de hombre curtido, que dibujan las pilosidades de Pau Gasol. No, la barba de Navarro es más una barba tipo “no jodas, ya me afeitaré mañana”, hasta que ese mañana ya resulta demasiado complicado de fijar. Una barba de las que no se mesan, sino que se rascan. Cada año ha tenido un poco más de barba, y eso seguramente es la mejor reflexión sobre su carrera.
Ya está, no hay nada eterno y la esfera naranja empieza a bajar no se sabe muy bien de dónde. Los jugadores acuden de nuevo a la zona en busca del (improbable) rebote. Pero todo ha cambiado. El que se fue siendo un juvenil retorna ahora casado y con dos hijos. Y aquel tiene tatuajes nuevos. Hasta hay un par de ellos que no recuerda haber visto nunca. Quizá fichajes de última hora.
Un día Juan Carlos Navarro decidió probar suerte en la NBA, donde triunfaba su amigo Pau Gasol. Pero muy pronto se dio cuenta de que aquello no era lo suyo. Qué tipos tan altos, qué piernas tan veloces, qué saltos tan portentosos. ¿Defender? Sí, está bien, es importante, pero no lo es todo en la vida, hombre, no fastidies. No lo hizo mal, pero no epató, y a él tampoco le llenó la experiencia. Pensó en Bodiroga, un genio balcánico que tardaba meses en armar el brazo, que hacía siempre la misma jugada y que fue el tipo más determinante de Europa durante mucho tiempo. Sin pisar la NBA. Para qué, aquello no era lo suyo, le iban a poner tres tapones antes de probar cada tiro. Se quedó en el Viejo Continente, fue determinante, el amo a ratos. Navarro volvió a Barcelona. Siguió siendo feliz, claro. ¿Espinita clavada? Eso otros…
Allá baja, ya llega, ya llega. Pero quizá nos hemos precipitado un poco en volver, ¿no? En el público empieza a aumentar la excitación. Los que comían pipas las dejan a un lado. El que se puso a leer a Tolstoi cuando la bomba salió de las manos de Navarro posa el libro, mediado, sobre las rodillas. Todos entienden que ha merecido la pena esperar.
Porque en Europa, en la ACB, en España, Juan Carlos Navarro es el más grande. Está a punto de convertirse en el jugador que más partidos ha jugado con la selección española. Es el tío con más partidos del Barcelona en Liga, el que más partidos tiene en Copa del Rey y Euroliga, el jugador más valorado de la historia de este torneo, el máximo anotador, el que más veces ha aparecido en el quinteto ideal, el que más veces ha sido MVP de la final de la ACB. Es el baloncestista que ha estado en más Juegos Olímpicos. Y otras cosas que irá haciendo este año. Y los que lleguen. Es más que una bomba. Mira con media sonrisa y se rasca la barba. Quizá encoge los hombros. Como si nada de todo esto fuera completamente con él…
Al final el balón cae, y lo hace limpiamente en el centro del aro, haciendo ese sonido tan característico de las redes, que se escucha distorsionado por la tele y perfectamente claro en un pabellón atenazado por el miedo, donde solo hay respiraciones que se aguantan. Otros dos puntos más para Navarro. Todos sabían lo que iba a pasar. El primero el propio Juan Carlos, que antes de que la pelota entrase ya estaba de espaldas a la canasta, conociendo el futuro. Bajando a defender. Trotando, claro. Para qué más.
Un jugador vestido de blaugrana se acerca a toda la velocidad hasta la canasta contraria. De repente coge el balón con ambas manos, da un par de pasos, y lanza. Hacia el cielo, a juzgar por la parábola a la que apunta la bola.
A principios de los años 90 Tomás Jofresa era una auténtica estrella...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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