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Alemania ha sido la invocación recurrente de cuantos defienden en nuestro país la conveniencia de una gran coalición liderada por el PP que ponga término a la interinidad gubernamental que nos aqueja desde hace casi un año y aborte la ensoñación del candidato Sánchez de formar un gobierno de izquierda con Podemos y el apoyo de los soberanistas catalanes y vascos. Un artefacto que su antecesor en la secretaría general del PSOE y los medios de la derecha no han dudado en definir como “gobierno Frankenstein”. Lástima que las elecciones regionales alemanas estén pinchando la burbuja de la gran coalición como remedio universal en tiempos de crisis política, social y económica.
Los recientes comicios regionales de Berlín han supuesto un tremendo varapalo para los dos partidos hegemónicos alemanes que se han turnado en la cancillería desde 1949 y que desde hace tres años gobiernan el país en coalición, con más del 80% de los escaños del Bundestag. Esta aplastante mayoría parlamentaria ha hecho que en ocasiones los debates se trasladen al interior de los dos partidos coaligados y que extramuros del Parlamento se hayan consolidado corrientes políticas que anticipan un futuro más heterogéneo, en el que será más difícil formar mayorías de gobierno.
Berlín tenía un alcalde socialdemócrata que con el apoyo de los democristianos contaba con una exigua pero cómoda mayoría absoluta. Ahora los dos partidos suman menos del 40% de los votos, un resultado inédito en los registros electorales desde 1949 y que se traduce en una aritmética parlamentaria más compleja, que obliga a gestionar coaliciones de al menos tres partidos.
El bipartidismo alemán, asentado desde 1949 con un partido bisagra de ideología liberal, ya tuvo una primera corrección en los años 90 con la entrada de los Verdes en el gobierno de Schroeder y el nacimiento de La Izquierda (Die Linke), fruto de la confluencia de los poscomunistas con una escisión socialdemócrata. En el flanco izquierdo afloraban nuevas siglas mientras la derecha se mantenía unida bajo la bandera de la CDU (CSU en Baviera). Pero este monopolio del espacio conservador por parte de los democristianos toca a su fin. Con un programa xenófobo, radicalmente opuesto a la política migratoria del gobierno, la ultraderechista Alternativa por Alemania (AfD), que en 2013 no entró en el Bundestag por unas décimas, ha conseguido escaños en diez de los 16 parlamentos regionales, superando incluso a la CDU en el de Mecklemburgo-Pomerania, la circunscripción de Angela Merkel.
La Constitución alemana de 1949 exige el voto favorable de la mayoría absoluta de la Cámara para formar gobierno, sin que valga el juego de las abstenciones. Es un objetivo difícil de alcanzar en un parlamento que en la próxima legislatura puede contar con seis partidos, frente a los tres que tenía hace cuatro décadas. Esta regla de la mayoría absoluta ha hecho que cinco Estados federados estén gobernados bajo el formato de gran coalición. En el debate público alemán hay cierta inquietud ante los efectos indeseados que puede terminar provocando la regla de la mayoría absoluta, que en muchas ocasiones solo puede superarse mediante una alianza de los dos primeros partidos, lo que priva a los electores de alternativas reales.
Nada puede desincentivar más a los ciudadanos que la convicción de que voten a quien voten da lo mismo, porque los dirigentes de los partidos acordarán el programa de gobierno después de las elecciones. En ese desánimo colectivo suelen pescar los discursos más extremistas, que venden soluciones fáciles para cuestiones complejas. El creciente éxito de la AfD en Alemania, convertida súbitamente en una alternativa decente a la democracia cristiana, es un aviso que no se puede echar en saco roto. Aunque nadie ha propuesto revisar la regla de la mayoría absoluta, porque nadie olvida que Hitler se hizo con todo el poder con el voto de un 33% de los electores.
Volviendo a España, sería deseable que quienes llevan meses, o años, impulsando la Gran Coalición, dejen por un momento de instalarse en la post-verdad y recuerden al menos la carta que Angela Merkel escribió a Helmut Kohl en 1999 (tras su derrota electoral ante Schroeder), señalando que su implicación en la corrupción había dañado al partido y a la democracia alemana y que había llegado el momento de retirarse y de dejarle gobernar a ella. Mientras nadie en el PP dé ese paso mínimo para desalojar a Mariano Rajoy de la presidencia del partido más corrupto de Europa, pregonar la abstención de Sánchez y atizar el miedo a un gobierno alternativo es un ejercicio de indecencia política, y personal, que produce lástima y repugnancia a partes iguales. Una cosa es perpetrar un Gatopardo y otra muy distinta, refocilarse en el fango y la basura.
Alemania ha sido la invocación recurrente de cuantos defienden en nuestro país la conveniencia de una gran coalición liderada por el PP que ponga término a la interinidad gubernamental que nos aqueja desde hace casi un año y aborte la ensoñación del candidato Sánchez de formar un gobierno de izquierda...
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