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“Sería el señor Barcoj, que fue el que falsificó mi firma en el contrato”. Verdú dio una bofetada verbal, al borde del grito. Los acusados se removieron, friccionaron las patas de las sillas, se levantaron murmullos dolidos, abrumados como cuando alguien sufre un golpe en los testículos y los demás se echan la mano a la bragueta protegiéndose absurdamente. Era eso lo que parecían buscar las defensas, una salida de tono que desautorizara al testigo Francisco Verdú, que tuvo la desfachatez de rechazar una tarjeta black porque sospechó que incurría en mala praxis.
—En este documento la firma no es mía.
—¿Y por qué dice que se la falsificó Barcoj?—espetó el letrado.
—Presumiblemente fue él.
El adverbio no surtió efecto. Irritado por el vapuleo de los abogados, se salió del protocolo y olvidó que la certeza, en sede judicial, exige algo tangible. Por la tarde, cuando se reanudó la sesión, el letrado de Sánchez Barcoj pidió permiso al tribunal para presentar una denuncia por injurias.
La sesión de ayer fue incomprensible, un caos; una jornada neurótica. La calificaríamos de cómica de no ser por el sopor con que nos anestesió durante horas. Hubo risas, sí, pero de agotamiento. Para que se entienda, si las defensas fueran un solo cerebro, es decir, si cada letrado fuera una neurona distinta de una misma cabeza, la persona poseedora de tal seso se comportaría de manera histérica. Por ejemplo, se aplicaría cada mañana 20 pasadas de peine, exactas; comprobaría 30 veces que el gas sigue apagado; tocaría el interruptor de la luz 25 veces, justo 25; o giraría la llave de la puerta otras 25 al salir de casa. Sería un individuo obsesivo, aguijoneado de fijaciones y con serios tapones de cera en los oídos.
Nada más comenzar, el atasco judicial asomó la patita. Varias defensas solicitaron la suspensión del proceso hasta noviembre. El lunes, Ángela Murillo había desvelado que Terceiro, el supuesto arquitecto de los plásticos primigenios que desembocarían en las black, no testificaría hasta el mes siguiente. Muchos letrados se pronunciaban a favor, hablaban con apremio, como quien sospecha.
El tribunal se retiró a deliberar. La petición no prosperó.
Llamaron al testigo Francisco Verdú, ex consejero delegado de Bankia, personaje anómalo que no solo renunció a meter su tarjeta en el TPV de establecimientos de lujo, sino que jamás llegó a abrir el sobre blanco con que le obsequiaron al incorporarse al consejo.
Según su relato, Rodrigo Rato pretendía compensar la limitación de salario que un real decreto, llamado De Guindos, había impuesto a las empresas que recibían fondos públicos, y por eso le ofreció la tarjeta. Verdú no conocía que las tarjetas, a esas alturas, conformaban una plaga. Él pensaba que se habían emitido sólo para cuatro personas: Norniella, Barcoj, Rato y él. La rechazó: “No estaba en mi contrato y no formaba parte de mi sistema retributivo”. El exministro se enfadó y le dijo que se la quedara y que hiciera con ella lo que se le antojara.
Aseguró que no abrió el sobre y lo devolvió a Recursos Humanos. A preguntas del ministerio fiscal indicó que nunca, en toda su experiencia bancaria (en Banco de Vizcaya, Banco Exterior, Argentaria…), había conocido una tarjeta orgiástica de tales características que no requiriera justificaciones de los gastos. Si alguien acomete esa serie de consumos en otra entidad, “se le amonesta, se le echa a la calle, se le obliga a devolver el dinero”.
La estrategia común de las defensas pretendía la aniquilación moral de Verdú. Había que meterlo en el redil, engancharlo al banquillo de los acusados del que se había librado por un acto de soberbia, o sea, por no correr a ventilarse su porción de miles de euros gratuitos.
En la sala había mayoría absoluta de acusados y letrados. Los que cumplieron la ley se encontraban fuera de contexto. Se trataba de construir un mundo donde lo normal, lo humano, fuera coger la tarjeta y pulírsela. La presidenta del tribunal se vio obligada a reconducir a los abogados en cada intervención y a recordar que se trataba de un testigo, no de un acusado.
Ángela Murillo habla como quien agota con creces toda su cuota de cachondeo en la intimidad para ser implacable en el trabajo. Hay restos desparpajados en su voz que confunden y dan pie a tomarse confianzas, pero ejerce su autoridad sin reparos. Aunque, al final del día, también su stock de reprimendas iba a agotarse.
Los letrados tiraban de la pernera de Verdú para bajarlo de su supuesta limpieza moral, para apearlo de su pedestal, que tampoco era muy alto porque, como se esforzó en dejar claro uno de los defensores, también él está imputado en la causa general de Bankia. Las defensas pretendían neutralizar su actuación, querían que se lo hubiera pensado, que no hubiera rechazado la black frontalmente. Días antes, Rato había negado la conversación en la que, supuestamente, el testigo había lanzado una advertencia clara: “Si utilizan las tarjetas para gastos personales, saldrán en los papeles”.
— ¿Tuvo usted la tarjeta 40 días sin anular? ¿No la desactivó?
—Si, no la activé, no la pude desactivar. Entendí que esa conversación anulaba la tarjeta.
Verdú se defendía, enrojecido, atribulado, blando, encogiéndose a veces al tiempo que propinaba zarpazos desesperados.
Se retiró. El banquillo lo siguió con la mirada. Él avanzó, azorado, quizás con unos gramos de vergüenza en la cara como una víctima de bullying. Si no fuera fisionómicamente imposible, se diría que iba mordiéndose la barbilla por dentro.
El testigo Iñaki Azaola, director de auditoría interna de Bankia, se cuadró ante el tribunal con seguridad: “No conozco a nadie de los que están sentados”. Sabía que era un testigo peligroso para los acusados y la idea le agradaba. Flaco, calva dura, barba de dos colores. Fue el responsable del informe que tiró de la manta. Junto a un equipo de cien personas, parió la hoja Excel. Si Verdú resultaba inconveniente desde el prisma de la moralidad, Azaola lo era desde la perspectiva técnica.
Nada mejor que negar la prueba matriz. Así lo habían hecho los acusados al criticar los solapamientos de gastos en la tabla informática. Azaola fue por partes: “Solicitamos al departamento de Recursos Humanos el procedimiento de aprobación de las tarjetas y vimos que no habían pasado por allí”, y puso el dedo sobre la Comisión de Medios, sobre Sánchez Barcoj: según dijo, en ese departamento se gestionaba la creación de las black.
“Estaban al margen de los procedimientos establecidos por la entidad para emitir tarjetas”. No había motivación, no se justificaba nada al final de cada mes, no existían límites ni control.
Ante las preguntas del fiscal y de las acusaciones, Azaola desgranó, punto por punto, los procesos de emisión de tarjetas. Explicó lo que sucede a nivel informático cuando uno realiza una compra, qué datos se alojan en una entidad y en otra, a partir de qué punto se considera que la transacción se ha efectuado. Detalló los pasos que desembocaron en la elaboración del informe y los entresijos técnicos de la extracción de los datos que acabarían en el Excel.
Las defensas, una tras otra, se quejaron de que Azaola estaba declarando como testigo-perito. Se oían murmuraciones irritadas por toda la sala. Más tarde se entendió esta protesta.
—¿No hay extracto, boleta o papel de bacalaera para comprobar los gastos?—se creció la letrada de Antonio Gómez.
La estrategia de la defensa se basaba en exigir datos, documentos o procesos que no satisfacían ninguna necesidad, o sea, en dar un par de pasos atrás en cuanto a la tecnología para obviar que los sistemas automatizados, por ejemplo, se sobran para certificar la autenticidad de unas compras. Sin embargo, las explicaciones al detalle de Azaola habían vaciado de impacto las preguntas de las defensas, tal vez por eso molestó tanto su supuesta pose de perito.
Le echaron en cara las coincidencias imposibles de los movimientos de las cuentas, aquello de que aparecían compras en horario de cierre, en diferentes lugares al mismo tiempo o transacciones solapadas en un mismo segundo. Azaola recordó que muchos comercios validan sus compras de varios días en un solo momento y, por lo tanto, las fechas, horas, minutos y segundos, por fuerza, son las mismas.
El interrogado no dejó lugar a dudas, las tarjetas eran ilegales y si algunas habían sido clonadas, también sus propietarios eran los responsables por no denunciar.
Los letrados empezaron a repetirse, a incomodar al testigo, a interpelarlo, a decirle que contestara y a no dejarle contestar. La presidenta del tribunal reñía a los abogados, uno tras otro. Preguntaban por informes que no le pertenecían. Repreguntaban. La presidenta protestaba. Intentaban ajetrearlo, hacerlo tropezar para, por lo menos, desautorizarlo en el plano verbal. Elevaban el tono, lo acusaban. La presidenta perdía la paciencia, casi jadeaba.
Azaola cambiaba mucho de postura. “Vamos a ver, vamos a ver”. Cruzaba y descruzaba los brazos, es de suponer que sudaba bajo la camisa. Tras cada respuesta regresaba a una sonrisa agria, de mal tragar, que por motivos desconocidos, después de comer, se convirtió en una mueca descansada, un poco divertida, triunfal.
El juicio entró en barrena. Los enfrentamientos y los saltos de protocolo entretienen y salpimentan las crónicas, pero cuando se alargan y las preguntas sin interrogación y las especulaciones y las discusiones se convierten en la norma, aflora el aburrimiento. Un tedio ruidoso difícil de sortear, sin salida, parecido a bostezar dentro de una discoteca. Por momentos, la vista se compuso de puros balbuceos e interjecciones. Los últimos datos novedosos aparecieron varias horas antes del final.
Corría el rumor junto a la máquina de café de que declararía otro testigo y la jornada se alargaría, al menos, hasta las diez. Pero, finalmente, acabó a las ocho. En la sala de prensa, el cierre se recibió entre aplausos.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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