FICCIÓN
Despojos de la clase media. El zombi
George A. Romero sentó las bases del no-vivo, un concepto que envejeció a través de la comedia y en el que la filosofía encuentra una metáfora de la guerra o de la cultura del consumo
Manuel Gare 12/10/2016
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Cuando uno piensa en el concepto de zombi hay varios elementos que se le vienen rápidamente a la cabeza. El primero y más evidente es el de muerto viviente. El de un humano que vuelve de la muerte un tanto más maloliente y pecaminoso que el sin igual Jesús de Nazaret. Despojado de capacidad cerebral, dotado de una habilidad motriz, por lo general, asombrosa. El resto de temas relacionados con el no-vivo tiene que ver con el foco y la forma de infección, la zona geográfica en la que se produce y la extensión de la pandemia. Por último, entraríamos en aspectos que solemos asociar al apocalipsis zombi: aglomeraciones, centros comerciales, armas, científicos, curas milagrosas y otras locuras made in USA.
Esa última capa ha venido siempre de mano de la industria cultural que, en forma de películas, series, libros y cómics, nos ha ido representando una realidad distópica en la que todo sucede de forma parecida, sea cual sea el formato o el planteamiento que se haga del zombi y su entorno. Es así como, envuelto en esa manta del entretenimiento que termina por banalizar cualquier fenómeno, el zombi ha ido perdiendo fuerza en lo fantástico y ganándola en lo cotidiano. El zombi costumbrista es un ser que ha abandonado la esperanza de formar parte de un episodio de infección mundial para conformarse, simplemente, con formar parte de nuestro presente. Hay quienes tratan de salvarlo y devolverlo a su hábitat natural; el zombi agresivo y mortífero, sin embargo, pertenece cada vez más al pasado.
Identificamos al zombi con la causa ecológica. La carrera espacial, el ozono o la energía nuclear son puntos de partida
Dice el periodista y escritor David G. Panadero que los zombis son “despojos de una clase media desposeída, atrapados en un centro comercial permanente, sin otra actitud que el consumo pasivo y bulímico”. Se apoya, cómo no, en George A. Romero, el director que se estrenó en 1968 con La noche de los muertos vivientes y que retomó la cinematografía zombi diez años después, en Amanecer de los muertos. “Pese a sus orígenes mágicos y exóticos, desde Romero identificamos al zombi con la causa ecológica. La carrera espacial, la capa de ozono o la energía nuclear son puntos de partida”, comenta. Panadero encuadra al zombi en una sociedad masificada e impersonal, que ha perdido la capacidad de raciocinio. “¿Cuántos zombis ves tú cuando vas en metro?”, se pregunta.
Fernando Broncano, catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad Carlos III de Madrid y también observador de la escuela de Romero, disecciona al zombi separándolo en dos mitades. Una es la del zombi cultural, que, apunta, “ha ido cambiando como reflejo de diversas inquietudes. Sus primeras manifestaciones tenían que ver con lo extraño-colonial, se referían al subconsciente del pensamiento colonial y a los miedos a las culturas primitivas”. Este zombi cultural podría asociarse tanto a la figura que representó Romero del consumidor descerebrado como al “trasunto de la cultura postapocalíptica en la que vivimos, una especie de metáfora de la soledad del superviviente frente a una multitud de egos agresivos”.
No hay inocencia en esta figura postapocalíptica, explica Broncano, sino cierta reminiscencia al “fin de la era del consumismo” y nostalgia por ese pequeño inventario de armas llamado “kit de supervivencia”, con el que “ejercer violencia sin peligros de perpetrar incorrecciones políticas: el zombi es la proyección de la ira del burgués expulsado del paraíso o de la white trash que no puede aguantar que el emigrante tenga algún medio del que él carece”, dice. Broncano enumera la podredumbre, el olor, el andar desmañado, la incapacidad de lenguaje: “En el zombi colapsan todas las categorías políticas del odio”.
La otra mitad corresponde al no-vivo filosófico. “El zombi se comporta como un sujeto normal, salvo que no tiene conciencia fenomenológica de las cualidades sensoriales, o de lo que está pensando, aunque lo esté pensando”, asegura Broncano.
Uno sube por Usera y solo hay zombis arrastrando carritos de la compra
El zombi termina así por colocarse entre nosotros, como un elemento propio de lo social. De todo cuanto tenemos a nuestro alrededor. “Las calles de los barrios están llenas de ellos. Uno sube por Usera y solo hay zombis arrastrando carritos de la compra, sentados en los portales o entrando y saliendo de las tiendas todoacien”, afirma Broncano, que ya no habla de no-vivo sino de no-persona. “No hay pesadilla peor en la familia que la de que uno de sus miembros sea mordido: puede ser mordido por amor, mordido por un radical político o por un fundamentalista religioso. Los zombis son la figura contemporánea de todos nuestros miedos”, concluye.
Comedia y normalización del zombi
Una de los primeros documentos gráficos que respaldan las teorías de Panadero y Broncano acerca del zombi es Tokyo Zombie, un cómic de Yusaku Hanakuma publicado en 1999 —recientemente editado en España por Autsaider Cómics— y que puso encima de la mesa dos categorizaciones del muerto viviente de los más interesantes. Una de ellas fue la de representarlo a él y a su historia de forma caricaturesca. Bajo el estilo de dibujo llamado heta-uma (cutre-bueno) creado por el ilustrador japonés Teruhiko Yumura, Tokyo Zombie es un manga que envuelve al zombi en un aura de inverosimilitud y pereza que contrasta a la perfección con la idea de ese humano que pierde su conciencia y pasa a ser poco más que un trozo de carne. Hanakuma explica que para él, el heta-uma “era como el rock y el punk”, y que, motivado por otros dibujantes, acabó adentrándose en la profesión “porque quería ser como ellos”.
Tokyo Zombie es un cóctel de humor negro, artes marciales y sangre señalado como obra de referencia para el amante de las viñetas y los zombis. “Puse todo mi entusiasmo y dedicación para crearla. Supongo que algo de toda esa pasión ha logrado transmitirse de alguna manera al público”, dice su autor más de quince años después de su publicación original. La locura colectiva de Tokyo Zombie, más allá de su dibujo, conduce a la segunda categorización: la de un futuro en el que las personas terminan por perder su razón de ser, en la que el zombi deja de ser un problema para convertirse, incluso, en una pieza más de la sociedad. La normalidad del zombi: su integración rocambolesca en un mundo de clases en el que los zombis entretienen a los más adinerados.
Vivimos una cultura postapocalíptica, una metáfora de la soledad del superviviente frente a una multitud de egos agresivos
En su conversación, Hanakuma recuerda que el de los zombis “es un género muy versátil en el que caben muchas ideas. Decidí conjugar diferentes elementos de cómics y películas que me gustan, así como de las artes marciales y la lucha libre”. Un popurrí que dice bastante sobre la deconstrucción del zombi y su maleabilidad a la hora de introducirlo en todo tipo de situaciones. Salió de su amor por la eterna referencia: Dawn of the Dead de George A. Romero. Ahora, sin embargo, comenta que el género está más saturado: “a estas alturas sería complicado volver a meterle mano al tema zombis”. Tokyo Zombie, adaptada al cine en 2005, es una muestra indispensable en la introducción feroz del zombi en nuestra cultura popular, motivada por un sinfín de producciones audiovisuales que, siempre manteniendo las distancias, han ido abrazando el lado más laxo y permisivo del zombi.
Es el caso de Shaun of the Dead (2004). De Dawn of the Dead a la cinta de Edgar Wright tuvieron que pasar más de veinticinco años. Entre tanto, muchas vísceras en Braindead (1992), la consolidación del término “infectado”, que no zombi, en 28 días después y la franquiciación del zombi con la adaptación cinematográfica de Resident Evil, ambas cosas en 2002. Luego vendría Guerra mundial Z y la escenificación del apocalipsis total a gran escala a través del libro de Max Brooks. El cine familiar con Zombieland (2009). El drama televisivo con The Walking Dead (desde 2010). Y, por último, la ridiculización absoluta del fenómeno en producciones como Dead Snow, Zombeavers y otras tantas que han llegado y siguen llegando en los últimos tiempos.
Pero fue Shaun of the Dead la película que cambió para siempre el chip de lo que suponía sobrevivir al zombi y presentárselo a una audiencia que ya estaba enterada de qué era un muerto viviente y cómo debía enfrentarse a él, recogiendo la idea de colocar al zombi en ese ambiente menos serio que ya había plasmado Tokyo Zombie y que se venía esbozando también desde la industria del cine en películas como la propia Braindead. Shaun of the Dead fue, no obstante, la primera en utilizar un humor moderno, próximo a la comedia de situación, con el que hacer sentir cómodo al espectador. Reconfortado, incluso: pocos habrían dicho entonces que no a un apocalipsis zombi junto a Shaun.
La soledad del superviviente, la falta de empatía y el afán de la guerra acuden al rescate del sistema
Zombieland, cuya secuela se ha anunciado este verano, fue un paso más en la misma dirección. Si Shaun of the Dead había destensado la cuerda, la cinta protagonizada por Woody Harrelson, Emma Stone y Jesse Eisenberg hizo algo quizá todavía más importante: introducir a actores de primer nivel en una comedia de zombis. Hasta Bill Murray tuvo un pequeño papel. El zombi ya no tenía nada que envidiar a otros géneros, si bien su esencia empezaba a perderse por el camino.
Hoy nos quedan producciones esporádicas que tratan de recuperar el espíritu del zombi más tradicional. Pero no son ellas el formato preferido de los últimos años para trasladar verdaderamente al usuario a la inmersiva experiencia del zombi, sino el videojuego. El celebrado Left 4 Dead, junto a numerosas apuestas por el survival horror que van desde Dead Rising a The Last of Us, se han convertido en el verdadero bastión de quienes siguen buscando en el zombi adrenalina e inventiva. Y lo seguirán siendo: la realidad virtual llevada al videojuego augura un gran futuro para un zombi que pierde fuelle en el resto de ámbitos. La soledad del superviviente, la falta de empatía hacia el no-vivo y el afán de la guerra acuden al rescate, de nuevo, de un sistema en quiebra. Y en primera persona.
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Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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