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Respecto a los resultados del plebiscito celebrado en Colombia el pasado 2 de octubre, los expertos han hecho multitud de análisis para encajar el No, que cogió por sorpresa a todas aquellas personas que confiamos en la victoria del Sí. Hablan de estrategias políticas, de la desinformación y la efectividad de la campaña perversa que acabó triunfando en las urnas. Suman, restan y multiplican porcentajes para comprender y transmitir argumentos lógicos, que revelan el porqué del resultado.  

Creo que es importante ver los datos más allá de sí mismos y describir lo que significan. Para mí, lo que verdaderamente ha triunfado por estrecho margen --pero ganador es ganador-- es esa Colombia que lleva una pulserita tricolor en la muñeca, una mochila Wayuu en el hombro y que, como dice un cartel que circula en las redes sociales, se siente muy orgullosa de ver El abrazo de la serpiente nominada a los premios Oscar, pero para insultar a su compatriota, le llama indio de manera peyorativa.

Ha ganado aquella Colombia que cada noche se sienta a reposar la cena frente a la tele, para deleitarse con cualquiera de las narconovelas que hoy invaden la programación, que la ve con gusto y hasta con asombro, como si no hubiera vivido la versión original de aquella ficción que le resulta trepidante.

Ha ganado esa parte de la sociedad colombiana que todavía tiene puerta de atrás en su casa para el servicio doméstico, aquella que va a misa los domingos para agradecer a Dios que le hayan despejado el camino a su casa de campo, aunque lo hayan hecho a punta de motosierra.

Ha ganado la Colombia que maldice cada mañana a los limpiadores de vidrios que mendigan en las calles y que son tan pequeños, que apenas llegan a la ventanilla del coche para recibir la limosna.

Ha ganado esa Colombia pudiente, que cada que vez que se encuentra con un conciudadano en algún aeropuerto europeo, se abanica con el billete de avión para dejar bien claro que viaja en primera en clase.

Ha ganado esa Colombia que sufre cada día porque las calles están invadidas de vendedores ambulantes que entorpecen su camino y afean el paisaje. Aquella sociedad que piensa que a esos gamines, como llamamos a los habitantes de la calle, no se les puede dejar salir mucho de sus barrios, no vaya a ser “que las cucarachas se nos suban a la cama”, como alguna vez me dijo alguien en una conversación que no pude siquiera terminar.

Y ha ganado también esa parte de Colombia de clase media que se ha roto el lomo para poder malvivir en los Estados Unidos, víctima también, porque la guerrilla secuestró al padre o a la hermana y tuvo que empeñar hasta el alma, para poder pagar un rescate que nunca salió en las noticias.

Al día siguiente del plebiscito, leí en una columna de opinión que nadie odia más a un colombiano que otro colombiano. Me parece que la frase encarna perfectamente el panorama que estamos viviendo en este momento.

Y es ahí, en el escenario del odio, donde las víctimas estamos jugando un papel fundamental.

No porque estemos llenas de odio, sino porque hemos sido las víctimas quienes hemos promovido el diálogo que construya el camino de la reconciliación.

Prueba de ello es la histórica participación de las víctimas durante el proceso de paz. Quienes hemos puesto un muerto, un desaparecido o un exiliado en la guerra, estuvimos representados con la presencia de más de 3.000 víctimas y 17.000 propuestas en los foros regionales, donde por primera vez el país tuvo la oportunidad de escuchar nuestras reivindicaciones y dolores colectivamente.

De aquellas 3.000 víctimas se eligió, no sin dificultad, un grupo de 60 personas que viajaron a La Habana en cinco delegaciones para exponer allí la visión que tenemos quienes hemos padecido las consecuencias de la guerra sin haber tocado jamás un arma.

El consenso general de las víctimas que participaron en el proceso de paz y se sumaron a la aprobación del acuerdo entre el gobierno y la guerrilla es que, para cambiar la historia del país, no solo hace falta el ejercicio personal e intransferible del perdón. Es necesario además trascender las fronteras de los dolores que se guarda cada quien en su casa y sacarlos a la luz, a través de la verdad.

Una verdad que no solo debemos conocer las víctimas, sino toda la sociedad colombiana en su conjunto. Porque para evitar que se repita la barbarie, habrá que desenterrar responsabilidades y ponerle rostro a la mano negra que ha dejado una estela tan larga de sangre, que desborda cualquier idea que se tenga del realismo trágico.  

El modelo acordado en La Habana es el de la verdad como principio. Para ello se crea el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de no repetición, con mecanismos y medidas orientadas a satisfacer, en lo humanamente posible, los derechos de las víctimas. Si se cumple todo lo que ha quedado consignado en este acuerdo imperfecto pero posible, podremos entonces construirnos como una verdadera sociedad democrática.

Por eso las víctimas exigimos, desde nuestra legitimidad, que las partes mantengan su voluntad de paz y agradecemos a todas las personas que han salido a la calle para asumir nuestra causa como propia. Para que veamos cesar por fin, la horrible noche. 

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Erika Antequera es periodista. Lleva 15 años viviendo en Madrid. Es coautora, junto al director Ayoze O'Shanahan, de La historia que no contaron, un documental que relata la historia de la Unión Patriótica en Colombia y de su padre, José Antequera, dirigente nacional de este  movimiento político, asesinado en 1989.