Análisis
La paz en Colombia: ¿ahora qué?
¿Es posible la implementación del Acuerdo a pesar de la derrota? La situación es muy delicada y el tiempo apremia. El presidente Santos debe fijar un plazo definido y corto al diálogo con la oposición
Luis Fernando Medina Sierra 7/10/2016
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Hay preguntas que no se pueden formular en un plebiscito. No se prestan para respuestas sencillas y, en caso de responderlas, sus implicaciones no están claras. Por ejemplo, ¿es la Colombia de los últimos cincuenta años una democracia en constante proceso de mejoría, un Estado de Derecho regido por una de las constituciones más modernas del mundo? ¿O es acaso un régimen inmovilista, controlado por unas élites codiciosas y corruptas, decorado con un ligero barniz electoral? ¿Es el país de las continuidad institucional, de los gobiernos civiles y la división de poderes? ¿O es el país donde se masacran partidos políticos, se asesinan líderes sindicales y comunitarios y se intimidan voces disidentes? ¿Son las FARC, como lo vienen diciendo políticos conservadores desde su fundación, una banda de delincuentes? ¿O son una insurgencia campesina, posiblemente degradada por años de guerra y narcotráfico, cosa que les ocurre también a muchas instituciones legales del país?
Son estas las preguntas que impulsan la dinámica política del proceso de paz en Colombia así no se formulen explícitamente. Si Colombia es una democracia moderna asediada por unos narcotraficantes que depredan las montañas del país, no tiene sentido una negociación política. Se trata de una postura que goza de apoyo en segmentos muy importantes de la población. El extremo opuesto está casi vacío. Muy pocos colombianos consideran a las FARC la vanguardia de la lucha por la justicia social. De ahí que la insurgencia no tenga la iniciativa ni política ni militar. Pero sí hay sectores de la opinión pública que consideran que las FARC son, gústenos o no, expresión de enormes patologías sociales y económicas, especialmente en el campo, y que, por tanto, un proceso de negociación puede comenzar a revertir tantos años de miseria e injusticia y, de paso, abrir la posibilidad para cerrar un ciclo de violencia que ya lleva más de medio siglo.
Entonces, si las preguntas fundamentales no se podían hacer en un plebiscito, ¿por qué se hizo éste? ¿Por qué se adoptó un mecanismo francamente torpe e inadecuado para resolver un problema tan complejo? La razón hay que buscarla en los orígenes del actual proceso de negociación.
El presidente Santos, antes de iniciar los contactos con las FARC, había sido elegido como el continuador de la guerra frontal contra dicha guerrilla lanzada por su predecesor Álvaro Uribe, de quien había sido el ministro de Defensa, el halcón de los halcones. La negociación era, entonces, un giro de ciento ochenta grados, algo que muchas de sus bases políticas iban inevitablemente a percibir como una traición. Por tanto, desde el primer momento ofreció que, cualquiera que fuera el resultado final de las negociaciones, éste sería sometido a refrendación popular.
Se producía así una situación inédita. Habiendo sufrido tantas guerras civiles, Colombia ha tenido muchos procesos de negociación. En todos ellos, invariablemente, el presidente de la República ha sido el primer y último responsable del proceso. En cambio, en este caso, uno de los más importantes de la historia del país, el presidente se limitó a sí mismo su margen de maniobra, creando una instancia ulterior de refrendación.
En el plebiscito del domingo 2 de octubre ganó el No. Pero el margen fue escasísimo (0,4%). Menor que el de los votos nulos, por ejemplo
Quien solamente escuche las versiones más extremas de la oposición, que con estridencia digna de los peores años de la Guerra Fría acusan al presidente Santos de empujar al país al comunismo, no se enterará de que se trata de un gobernante en toda la línea del consenso neoliberal dominante desde los años noventa, uno de los artífices, ya en aquel entonces, del ordenamiento económico vigente. Durante muchos años, como observó en su momento Albert Hirschman, los distintos grupos de las élites colombianas se caracterizaban porque, independientemente de su filiación partidista o de sus convicciones ideológicas, eran capaces de mantener excelentes relaciones, a veces incluso de estrecha amistad personal. Santos, nacido en el seno de una de las familias más poderosas del país, parecía destinado a beneficiarse de ese mismo patrón. No fue así. Al contrario, a los ojos de la derecha en Colombia, Santos no es un mandatario equivocado sino un mandatario ilegítimo.
No hay ironía más grande. Pocas veces en la historia reciente de Colombia ha gozado de más robustez el modelo económico y social del país. Las políticas económicas de Santos son una estricta continuación, con algunos matices, por supuesto, de las que se han venido aplicando desde los años noventa. De hecho, muchos de sus ministros (y él mismo) han formado parte de gabinetes anteriores. Para creer que Santos quiere entregarle el país al “castrochavismo” (para usar el neologismo predilecto del expresidente Uribe), hay que creer que su plan consiste en no hacer nada al respecto y esperar a negociar con una guerrilla que hace ya varios años terminó por aceptar la primacía de la economía de mercado y la propiedad privada.
El presidente Santos, antes de iniciar los contactos con las FARC, había sido elegido como el continuador de la guerra frontal contra dicha guerrilla
Entonces, ¿por qué un importante sector político del país se ha empeñado en propagar semejante infundio? Estudiosos de la opinión pública habrá que puedan explicar esta capacidad de darse golpes contra los hechos más tozudos durante seis años. Pero sí conviene resaltar una fisura estructural dentro del establishment del país que ha permitido el surgimiento de este fenómeno.
Desde hace ya muchos años, como mínimo desde la Administración Uribe, si no mucho antes, está totalmente derrotado todo proyecto insurgente maximalista. Pero esa posición dominante del statu quo genera una nueva división, esta vez dentro de las élites agrarias. Por un lado, están aquellos sectores más conservadores, más dependientes del latifundio tradicional (especialmente ganadero) y, por el otro lado, sectores modernos ligados a circuitos del capital multinacional, capaces de, e interesados en, grandes inversiones agroindustriales en vastas zonas del país. Ambos sectores preferirían operar en un terreno “limpio” de cualquier movimiento insurgente y, de hecho, han apoyado en el pasado, al unísono, la estrategia contraguerrillera del Gobierno Uribe. Pero difieren en cuanto a qué desenlace del conflicto prefieren. Los sectores modernos están dispuestos a coexistir con unas FARC transformadas en defensoras pacíficas de la pequeña propiedad campesina, papel que éstas han demostrado que quieren aceptar. En cambio, a los sectores más reaccionarios un arreglo de ese tipo les resulta inaceptable ya que su modelo económico se ha basado precisamente en empujar al campesinado de la periferia hacia zonas cada vez más remotas, hacia lo que se conoce en Colombia como la “frontera agrícola”. De ahí su visión “eliminacionista” del conflicto armado: no basta con doblegar a las FARC, es necesario combatirlas hasta el último guerrillero. Un modelo económico basado en la explotación intensiva en capital puede aceptar, tal vez a regañadientes, el cierre de dicha frontera y poner fin a los fenómenos de desplazamiento de población rural. En cambio, un modelo económico basado en la acumulación de tierras necesita que dicha frontera siga abierta.
La propiedad rural tradicional siempre ha sido el ancla del uribismo. A partir de allí construye sus apoyos y su discurso
El presidente Santos descubrió, muy temprano en su primer periodo presidencial, que podía garantizar la gobernabilidad sin tener que contar con los sectores más reaccionarios. Mientras que su predecesor, Álvaro Uribe, estaba indisolublemente ligado a dichos sectores y nunca estuvo dispuesto a abandonarlos, Santos podía correr el riesgo de perder el apoyo de, por ejemplo, el gremio ganadero (uribista acérrimo) sabiendo que esa pérdida estaba más que compensada por los apoyos que ganaría entre sectores urbanos a los que, más que la aniquilación de las FARC, lo que les interesaba era el fin del conflicto, por los medios que fuera.
Fue así como siguió adelante con el proceso de paz con las FARC. El cálculo de costos y beneficios políticos le venía favoreciendo y todo indicaba que iba a coronar con éxito la operación. Pero se atravesó la derrota inesperada en el plebiscito, aquel que, como una deuda vieja, volvió desde el pasado a cobrar su venganza.
Por supuesto, la derrota no se debió únicamente al peso numérico de algunos sectores económicos. La mayoría de los colombianos no vive en el campo ni es dueña de tierras. Pero, como en todo sistema político, en torno al conflicto entre intereses económicos han ido cristalizando conflictos ideológicos. La propiedad rural tradicional siempre ha sido el ancla del uribismo. A partir de allí construye sus apoyos y su discurso. Ahora bien, como dije al comienzo, la democracia colombiana puede ser entendida de muchas maneras. Por tanto, el discurso del uribismo ha sido capaz de sintonizar con amplios sectores de opinión que es lo que hemos visto el domingo pasado.
Hay razones para creer que el expresidente Uribe no está dialogando de buena fe sino que está interesado en dilatar el proceso hasta las elecciones presidenciales de 2018
¿Cómo de amplios? Contrario a lo que parecería, la pregunta no es fácil. En el plebiscito ganó el No. Pero el margen fue escasísimo (0,4%). Menor que el de los votos nulos, por ejemplo. A esto hay que sumarle una altísima abstención (casi 63%), un huracán que sin duda redujo la votación en la Costa Atlántica, bastión del gobierno y, la inevitable dosis de comedia: una de las más conspicuas promotoras del No había interpuesto una demanda de nulidad ante la Corte Constitucional con lo que, si la Corte decidiera a favor de dicha promotora (muy poco probable), terminaría por anular su propia victoria.
En condiciones normales, se cumple la voluntad del ganador de unas elecciones, sin importar el margen. Pero en este caso los promotores del No (en especial el partido de Uribe, el Centro Democrático) se encargaron en la campaña del plebiscito de diluir su propio mandato. Lo lógico habría sido que hubieran dicho que el No era un rechazo al proceso de paz y que, en caso de ganar, deberían reiniciarse las hostilidades entre el Gobierno y las FARC. Pero, entendiendo que la guerra es muy impopular, hicieron su campaña sobre la base de que el No implicaba la continuidad del proceso pero con un acuerdo “mejor”. Para decirlo sin ambages, se trata de un galimatías político incomprensible, una maniobra que impide cualquier tipo de gobernabilidad.
¿Qué viene ahora? Nadie lo sabe. Pero la situación es muy delicada y no admite dilaciones. Existe ya un “cese al fuego” entre el Gobierno y las FARC, junto con un cronograma de desmovilización y dejación de armas que ya estaba pactado y que cuenta con el apoyo y el acompañamiento de las Naciones Unidas. Este tipo de “ceses al fuego” son siempre muy frágiles. La experiencia enseña que se pueden romper por infinidad de razones. En el caso colombiano, por ejemplo, no hay que olvidar que siguen actuando muchas milicias paramilitares, residuos de los ejércitos privados contrainsurgentes que surgieron en los ochenta y noventa y que han sido históricamente tan letales. Estos grupos (muchos de ellos con nexos poco claros con sectores del uribismo) bien podrían empezar a actuar como saboteadores del cese al fuego. También podrían empezar a producirse deserciones e insubordinaciones dentro de las FARC. Ha sido casi un milagro que, tras cuatro años de negociaciones, las FARC mantengan su unidad de mando a tal punto que hace pocos días su Décima Conferencia (su máxima instancia decisoria) ratificó por unanimidad los Acuerdos. Pero cuanto más pase el tiempo más podría resquebrajarse esa unidad y muchos frentes podrían optar por combatir (o delinquir, o las dos cosas) por su propia cuenta. El tiempo apremia. Por eso, porque se trata de una de las coyunturas más delicadas de la historia nacional, porque están en juego la guerra, la paz y el tipo de país que Colombia va a ser en los próximos años, me permitiré en lo que resta salirme un poco del papel de analista supuestamente frío y objetivo para pasar a defender una posición que puede parecer chocante.
Santos tiene que asumir un papel de liderazgo inquebrantable si no quiere ver que se reactiva el conflicto armado, con consecuencias incalculables para el país
A pesar de que creo, como lo acabo de ilustrar, que los momentos políticos vienen condicionados por factores estructurales muy profundos, hay ocasiones en las que el liderazgo individual importa muchísimo. Esta es una de ellas. El presidente Santos tiene que asumir un papel de liderazgo inquebrantable si no quiere ver que se reactiva el conflicto armado, con consecuencias incalculables para el país. Hasta el momento ha hecho lo que la lógica ordena: ha invitado a los promotores del No a dialogar para escuchar cuáles son sus inquietudes, cuál es el tipo de “acuerdo mejor” que dicen defender (y que, no sobre recordarlo, aún no se ha negociado con las FARC). Tiene a su favor el hecho de que las FARC han dicho que mantienen firme su compromiso con la paz, lo cual le da margen de maniobra y, cosa muy importante, tiempo.
Pero ¿qué ocurre si el diálogo con los promotores del No no lleva a nada? Hay razones para creer que el expresidente Uribe no está dialogando de buena fe sino que está interesado en dilatar el proceso hasta las elecciones presidenciales de 2018. Para entonces el cese al fuego bien puede haber colapsado. En ese caso, a mi juicio, sería irresponsable seguir dialogando indefinidamente mientras el elemento central de la política de orden público del gobierno se cae a pedazos. Lo responsable y, más aún, lo democrático, sería que el presidente Santos le ponga un plazo definido y corto a los diálogos con la oposición dejando claro que una vez terminado el plazo tiene una opción: la aplicación directa del Acuerdo ya pactado.
¿Viola esto la voluntad de la mayoría? No lo sabemos. El margen tan exiguo de la votación hace que el Acuerdo, a pesar de la derrota, cuente con enorme legitimidad. De todos los posibles acuerdos que hay, es el que más apoyo electoral tiene. Además, a diferencia de los otros, sí existe.
Así las cosas, sería un gravísimo daño a la democracia colombiana permitir que, por un particular fetichismo de los números, especialmente números inferiores al 0,5%, se desvirtuara el mandato popular a favor de la paz y se volviera a una guerra que solo una ínfima minoría quiere, una minoría que no fue capaz de dar la cara en la contienda electoral y optó por parapetarse detrás de aquella entelequia nebulosa de un “acuerdo mejor”. La democracia no son solo números. También es respeto a la vida, a los valores de la convivencia.
¿Es posible dicha implementación del Acuerdo a pesar de la derrota? En este momento los juristas (que la tierra colombiana produce en proporciones abundantes y a veces de excelsa calidad) están enfrascados precisamente en ese debate. Al parecer, existen alternativas. Por ejemplo, aunque el plebiscito es vinculante para el presidente, deja en libertad al Congreso para actuar y allí en el Congreso Santos tiene mayorías que podría utilizar para seguir adelante.
De modo que el problema es, en el fondo, la voluntad política. Hace ya 64 años en Bogotá, turbas enardecidas del Partido Conservador incendiaron las instalaciones de los dos periódicos liberales más importantes del país: El Espectador y El Tiempo. Este último era propiedad de la familia Santos. Seguramente Santos creció creyendo, con razón, que aquellos tiempos tumultuosos serían para él un simple recuerdo de infancia y que su vida política podría transcurrir plácidamente gozando de la bonhomía que las élites colombianas derrochan entre sí. Tal vez nunca esperó que tuviera que asumir un papel de liderazgo como el que se le ofrece ahora. Pero si no lo hace, tendrá que vivir en su edad adulta el drama que lo rodeó cuando era un bebé de apenas un año: la destrucción de los valores de la civilidad y la tolerancia a manos de fuerzas que, diciéndose sus amigas, terminan por volverse contra él.
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El Comité Noruego del Nobel ha anunciado este viernes 7 de octubre que el presidente colombiano Juan Manuel Santos ha sido galardonado con el Nobel de la Paz 2016 por el acuerdo con las FARC.
Hay preguntas que no se pueden formular en un plebiscito. No se prestan para respuestas sencillas y, en caso de responderlas, sus implicaciones no están claras. Por ejemplo, ¿es la Colombia de los últimos cincuenta años una democracia en constante proceso de mejoría, un Estado de Derecho regido por una de las...
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Luis Fernando Medina Sierra
Es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctorado en Economía en la Universidad de Stanford. Profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU). Es autor de A Unified Theory of Collective Action and Social Change (University of Michigan Press, 2007) y de El fénix rojo (Catarata, 2014).
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