Tribuna
Intervencionismo judicial
Hay que evitar a toda costa que la potestad jurisdiccional se inmiscuya, sobre todo utilizando los instrumentos penales, en los acuerdos parlamentarios o en las decisiones del Consejo de Ministros y Gobiernos Autonómicos
José Antonio Martín Pallín 26/10/2016
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El Preámbulo de la Ley Orgánica del Poder Judicial nos recuerda que el Estado de Derecho implica la separación de poderes, el imperio de la ley como expresión de la soberanía popular, la sujeción de todos los poderes públicos a la Constitución y el resto del Ordenamiento Jurídico y la garantía procesal efectiva de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, lo que requiere la existencia de unos órganos que, institucionalmente caracterizados por su independencia, tengan un emplazamiento constitucional que les permita ejecutar y aplicar imparcialmente las normas que expresan la voluntad popular, someter a todos los poderes públicos al cumplimiento de la ley, controlar la legalidad de la actuación administrativa y ofrecer a todas las personas tutela efectiva en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos.
Esta considerable dosis de poder atribuido a los jueces constituye, en la mayoría de los casos, una garantía pero en otros puede deslizarse hacia esferas o competencias exclusivas de los otros dos poderes del Estado. Hay que evitar a toda costa que la potestad jurisdiccional se inmiscuya, sobre todo utilizando los instrumentos penales, en los acuerdos parlamentarios o en las decisiones del Consejo de Ministros y Gobiernos Autonómicos.
Este riesgo ya lo vieron los constitucionalistas norteamericanos y concretamente el propio Tribunal Supremo de Estados Unidos, que en numerosas ocasiones se ha referido y ha alertado frente a lo que ellos denominan como activismo judicial, es decir, el intervencionismo al margen de los poderes que legalmente ostenta.
Por contra también alerta sobre la posición contraria, que sería la de una excesiva obsecuencia, es decir, en palabras más castellanas, servilismo del poder judicial frente a los otros dos poderes, ya que con ello se pone en riesgo toda la estructura y toda la razón de ser del poder judicial.
Existe otra forma de activismo judicial más positiva y respetuosa con la división de poderes que se produce cuando los jueces, asumiendo los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, interpretan la ley para ajustarla a los mismos y para ampliar y defender los derechos de los ciudadanos.
Nuestro sistema constitucional ha encomendado la misión del control de las actividades políticas y legislativas a un órgano no judicial como es el Tribunal Constitucional, que tiene competencia para decidir sobre la constitucionalidad de las leyes y cualquier disposición normativa con fuerza de ley, resolver los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas o de éstas entre sí y examinar, a instancias del Gobierno, la posibilidad de impugnar las disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de las comunidades autónomas. Además del recurso de amparo por violación de derechos y libertades de los ciudadanos.
Para evitar un exceso de academicismo y centrarnos en la realidad que estamos viviendo en estos momentos en nuestro país, pretendo analizar en este artículo la preocupante e indebida utilización del derecho penal para hacer frente a decisiones emanadas de los parlamentos, cuya validez o invalidez deben buscarse y canalizarse por otras vías, preferentemente políticas.
Nos encontramos ante una sucesión frenética de procesos penales contra dirigentes de la Generalitat de Cataluña. Presidentes, consejeros y parlamentarios están implicados en procesos criminales por actuaciones exclusivamente políticas. Fundamentalmente se les acusa de prevaricación, desobediencia y en algunos casos de malversación de caudales públicos, conductas que, como es lógico, están tipificadas en el Código Penal como delitos.
Es pacífico y admitido por los especialistas y por el sentido común que el derecho penal es la última razón de intervención del Estado en cualquier conflicto y lo es mucho más cuando se dirige esta criminalización contra actores políticos que se mueven en el seno de los Parlamentos.
En mi opinión, no es posible la prevaricación y la desobediencia por parte del Poder ejecutivo y legislativo.
La prevaricación, según la opinión mayoritaria de la doctrina penal y del propio legislador, constituye de un delito contra la Administración Pública, por lo que la sanción penal debería restringirse únicamente a aquellos comportamientos más graves atentatorios directamente al modelo constitucional de Administración que no pueden ser adecuadamente resueltos por otras ramas del Ordenamiento Jurídico.
Con un acuerdo parlamentario se podrá o no estar de acuerdo pero incuestionablemente no tiene nada que ver con la función de la Administración pública de prestar, con objetividad y eficacia, servicios públicos que satisfagan los intereses generales. Espero, por tanto, que no se materialice la actuación judicial en marcha, en una sentencia condenatoria por un delito de prevaricación, porque se estarían conculcando, en mi opinión, los principios fundamentales de la naturaleza y funciones del derecho penal.
Por lo que se refiere a la desobediencia, el Código Penal castiga el hecho de negarse abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales y decisiones u órdenes de autoridad superior, por lo que es evidente que, a pesar de los esfuerzos de última hora por dotar al Tribunal Constitucional de facultades sancionadoras, en ningún caso nos encontraríamos ante resoluciones judiciales ni decisiones de autoridad superior, por lo que es imposible construir un delito de desobediencia basado en las opciones políticas derivadas de un acuerdo parlamentario.
Dar un paso más y considerar delictivos los gastos realizados para materializar o llevar a efecto las decisiones políticas parlamentarias me parece ya el colmo del dislate en cuanto a la utilización del derecho penal para criminalizar conductas políticas que pudieran resultar conflictivas.
No sé si el Gobierno en funciones y el anterior en activo, así como el Ministerio Fiscal, han valorado suficientemente el grave quebranto que se ocasiona a la credibilidad de la función judicial, al involucrarla, sin base legal alguna, en la criminalización de conflictos que llevarán, en todo caso, a que sus decisiones tengan un inevitable matiz político. Mucho se ha hablado de la politización de la justicia, a mi modo de ver indebidamente, ya que, en la mayoría de los casos, se trataba de delitos o conductas tipificadas en el Código Penal, tanto para los particulares como para los políticos y que al dirigirse contra estos últimos adquirían una relevancia mediática y un matiz diferencial inexorable.
Lo que se está haciendo ahora, espero que se rectifique, es minar la sustancia misma de la independencia del Poder judicial al pretender que resuelva cuestiones que le son ajenas. En todo caso, por el simple hecho de poner en marcha un procedimiento penal ya se ha entrado en una fase de politización inevitable. Como decía el dramaturgo italiano Ugo Betti, en su obra Corrupción en el Palacio de Justicia: “Cuando la política entra en el Palacio de justicia, la Justicia salta despavorida por la ventana”.
Me atrevería a pedir humildemente a los políticos que dialoguen y resuelvan este ancestral problema conocido como la cuestión catalana y que lo hagan en otros escenarios y al margen de las sedes judiciales, obligando a dictar resoluciones que inevitablemente recibirán, por encima de sus razonamientos jurídicos, un rechazo político porque forzosamente estas decisiones llevan, en sí mismas, el germen de la politización.
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Autor >
José Antonio Martín Pallín
Es abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
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